EL MOLINO DE CAPARROSO. Bar.


Arquitectura y agua son las dos palabras que llenan mi cabeza en esta mañana de otoño espléndida, con un sol que la piel agradece, con esa luz brillante que da importancia a todo lo que ilumina.


Hace días que quería acercarme a este lugar que contemplo desde mis paseos por las orillas del río Arga, río que abraza Pamplona desde el norte hasta el sur, acariciando su cara oeste con esos meandros que quieren repetir la figura de sus murallas.


Desde fuera, su visión no puede dejar de llamar mi atención: su proa desafiante que quiere pasar el río de lado a lado, pero que se ha detenido en su crecimiento como una señal de respeto. Es una imagen poderosa, denostada por unos, atrevida para otros y que, en mi opinión, no solamente resta nada al antiguo edificio del molino sino que lo consolida en un ejercicio de encuentro de cuerpos y materiales, del ladrillo y el hierro colado.


Líneas rectas y verticales de la chimenea que se prolongan hacia el cielo y líneas rectas y horizontales del nuevo edificio que se ofrecen al río. En medio, el ladrillo, los arcos del molino.


Ya en el interior, estoy sentado sólo, al borde de la terraza, sobre el río. No hay más clientes, detalle que, aunque egoísta por mi parte, agradezco. Son las doce y cuarto y acaban de abrir a las doce. Seguramente, el río, con el susurro de sus aguas, acaricia el sueño nocturno del edificio y prolonga el duermevela de su amanecer. No me imagino el bar abierto a las ocho de la mañana, parecería obsceno.


Poco a poco, van llegando clientes que ocupan las mesas con acompañamiento de sillas multicolor. Todavía predomina en el local la distancia frente a la cercanía.


El silencio se convierte en protector de mis lecturas y de las palabras que escribo, mientras el agua, al bajar por la presa, pone la puntuación necesaria a cada frase.


A pesar de la hora, el momento puede ser de recogimiento o de contemplación. Fluye el deseo de leer, pero también apetece no hacer nada, relajarse, contemplar las famosas pasarelas sobre el río, escuchar en silencio el agua que, como la vida, discurre hacia su destino, pensar en la felicidad de estar vivos, en la vida que nos invade.


El deseo de volver aquí se convierte en una promesa, volver con el ser amado, con amigos, relajarse y agradecer la existencia de este lugar.


Pamplona, 16 de octubre de 2018


Isidoro Parra 


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