EL PEREGRINO. Café.



Plaza del Buen Consejo, Pamplona, diez y media de la mañana, apenas trece mesas irregulares, en altura, forma y dimensión; no menos irregulares que las sillas y butacas; amplios ventanales a la calle en la que el sol fuerte y brillante de esta mañana se desliza entre las fachadas, los parasoles y los coches; algunos taburetes junto a una barra bien surtida, invadida de bizcochos de diferentes clases e ingredientes, pastas más o menos artesanas, con una oferta amplia de infusiones; algo indefinido en el ambiente, sin precisar, una sensación de que el local está buscando todavía su identidad, ese es el escenario de esta mañana.

No es un café antiguo, pero lo parece, tiene “trazas” de viejos tapizados, de cretonas, de molduras de escayola, de mesas de mármol, de sillas de patas torneadas, de lámpara tímidas, respetuosas, de antiguos tarros de cristal para los cereales.

Tampoco es un café moderno, aunque es actual, algunos cuadros dan fe de ello, también los tulipanes de plástico; el reloj que señala la ubicación de los aseos, rectangular y apaisado, con los bordes redondeados recuerda a diseños de Dalí, a una idea que busca la diferencia.

Tal vez, lo que da la imagen más real del café son sus parroquianos.

Hoy, el café esta lleno. Frente a mí, una señora toma su café con leche, mientras consulta su teléfono móvil, sin dejar de observar y grabar lo que pasa a su alrededor. Detrás de mí, en una mesa redonda y de espaldas a la calle, una joven trabaja o escribe en su portátil con el café algo alejado, con frecuentes idas y venidas a su móvil. A mi izquierda, en un rincón entre dos ventanales, dos mujeres y un hombre rodean una mesa redonda, con sus bebidas agotadas, y mientras una de la mujeres habla de forma permanente, sus acompañantes, sin siquiera mirarla, pelean con sus móviles, sin responderle en ningún momento, incomunicación en estado puro. Al lado, en otra mesa, un joven padre con su hija pequeña sentada en sus rodillas, desayuna un pincho de tortilla con un té y un vaso de agua. Más allá, un joven no tan joven, arrellanado en un sofá, junto a un ventanal, toma su consumición mientras, ovillado en su asiento, se ensimisma en la lectura de un libro. A su lado, una pareja que parecen ser amigos, charlan intensamente, mirándose a los ojos, atendiéndose con la palabra, con la mirada y los gestos, respetando el turno del otro, sin prisas. Un poco más allá, en una mesa rectangular, demasiado amplia para ellos, dos hombres se toman su café y charlan deprisa, sin aparente atención ni profundidad, parece que les sobra mesa y les falta tiempo, abandonan pronto el local, están de paso. Detrás de ellos, cuatro amigas no muy jóvenes han elegido el local para compartir un café, sus problemas y sus risas, sus noticias nuevas y algunas otras repetidas. A continuación, un joven con camiseta a rayas escribe en su cuaderno mientras come una tostada con tomate, ausente de su entorno, como en una misión. A su derecha, delante de otro ventanal, una madre ya mayor y su hija degluten sus bizcochos y sus cafés en completo silencio, otra forma de llenar el tiempo. Al final del salón, en otra mesa, una pareja de amigas pasan revista a su vida con interés y un cierto atropello verbal, como si el tiempo fuera a esfumarse, como si la razón y la verdad se midieran por el tiempo ocupado en hablar. La mesa que se encuentra delante mía se ha desocupado y, rápidamente, es ocupada por un señor con bigote y bastón que, para no confundir la imaginación del que lea estas líneas, tiene una apariencia más cercana a estar afectado por achaques de salud que representar una figura seria; de hecho, no lleva sombrero.

Este es el escenario y la función que se desarrolla en El Peregrino, hoy y a esta hora. Mañana será otro día y otra función.

Pamplona, 10 de septiembre de 2018

Isidoro Parra

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