LA CAÍDA



Esta mañana, paseando por un jardín de la ciudad, a pocos metros delante de mí, he observado un grupo de tres personas que atendían a una mujer que estaba tendida en el suelo. La distancia entre ella y los que la atendían configuraba dos planos de diferente altura.


Me he acercado, por si podía hacer algo para ayudar, y he observado que la persona caída se encontraba en un estado de nervios y de llanto entrecortado que llamaban la atención.


Se trataba de una mujer de entre sesenta y setenta años que, según nos ha dicho ella misma, al ir a sentarse en un banco, se ha resbalado en el barro que las lluvias de primera hora habían originado y se ha caído sobre las losas de piedra que cubren el sendero, dándose un golpe en la parte posterior de la cabeza. Mientras nos tendía una mano de petición de auxilio, con la otra se palpaba la parte posterior de su cabeza.


Una de las personas que atendíamos a la mujer ha dicho que era médico y le ha palpado con cuidado la cabeza para ver si había alguna herida que sangrara, comprobando que no era así. Un respiro mudo ha brotado de nuestras gargantas que, tal vez por ser mudo, no ha sido percibido por la mujer caída que seguía llorando.


Acompañando sus sollozos y pequeñas convulsiones, le hemos ayudado a levantarse y sentarse en el banco. El médico ha comprobado si se estaba mareando y también su estado de movilidad. Todo parecía en orden y nos ha dicho que, en su opinión, no era necesario llamar a una ambulancia, pero la mujer seguía temblando y llorando, asustada.


Nos ha pedido que llamásemos con su teléfono a su hermano, que vivía bastante cerca, para que viniera a buscarla. Así lo he hecho mientras ella seguía llorando, desvalida.


Temblaba como un pájaro aterido de frío. Ninguna palabra de aliento le servía de consuelo.


Estaba encerrada en la cárcel de su fragilidad.


La estampa ha sido para mí una visión concreta y triste del desamparo que produce el paso de los años en las personas ante cualquier contratiempo. Una caída cuyos efectos, con menos años, sólo hubiera supuesto un susto momentáneo y una molestia pasajera en la cabeza, ahora dejaba expuesta, a la vista de todos, la vulnerabilidad que impone la nieve de los años sobre nuestro equilibrio.


Mi mano percibía el temblor inconsolable de su piel fría.


Pasados unos minutos, otra mujer que estaba con nosotros nos ha dicho que ella se quedaba hasta que llegara el hermano y, tras unos segundos de espera, nos hemos ido la mayor parte de las personas que allí estábamos.


Al caminar hacia mi destino, volvía mi cabeza para comprobar que todo seguía como lo habíamos dejado, pero no he podido olvidar en todo el día la imagen de esta mujer. La sensación de su desvalidez me ha acompañado más allá de la noche y ha puesto, de forma imperceptible, la primera semilla de mi futura fragilidad.


La angustia que ella sentía iba más allá del dolor físico que le hubiera producido la caída. Era la viva impresión del desamparo, el reflejo de la soledad que ha calado dejando las estancias del alma vacías, la voz que pide un auxilio que físicamente no precisa, una angustia inconsolable.


Me dejan herido la huella y el desamparo que el paso del tiempo produce en el cuerpo y en los sentidos.


Septiembre 2019 


LA CAÍDA.



Estoy sumergida,

hundida en un pozo bajo el cielo

y las ramas verdes de los castaños,

tocando el fondo

de la piedra fría y dura,

varios brazos me sostienen,

pero sigo perdida,

temblando,

soy una hoja que cae,

sin la ayuda del viento, 

a la frialdad de la piedra.

Cae mi cuerpo y, con él, 

toda mi confianza,

todo mi cuerpo es

un trapo mojado,

limpio por fuera 

y oscuro por dentro.


Soy esa paloma herida,

sin alma para volar.


No hay luz que me alumbre en esta caída.



Pamplona, octubre 2019


Isidoro Parra








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