LIBRERÍA KATAKRAK. Café.


Ya es otoño. Cobran vida la significación de las hojas y los colores, del viento, los nuevos planes para el curso, los libros seleccionados para ser leídos en este nuevo año, los propósitos bienintencionados de cuidarnos y controlar los excesos; es tiempo de caminar hacia el interior, dias de preparación.


Tal vez por ello, mis pasos me han encaminado a las puertas de la Librería Katrakak, aunque de momento he tomado asiento en una mesa de su café. Un café con dos espacios, uno que se asimila más a un bar, con su barra y taburetes altos, un espacio para entrar, consumir y salir, un lugar para encuentros casuales, citas sin compromiso, un local donde más apetece tomar un vino o una cerveza que un café.


El otro espacio, al menos para mí, cobra más relevancia. Las mesas son bajas, con sus sillas para sentarse, para dejar secar el sudor en el verano, para recuperar temperatura en invierno. Es un local sin exigencias, paredes forradas de corcho y grandes ventiladores colgados de la parte superior de los muros, con un pequeño bosque de cables negros colgando del techo que sostienen bombillas que dan una luz uniforme y acogedora; ventiladores, cables y bombillas que cuelgan sobre nuestras cabezas, como vigilantes en 1984. La oferta de bollería es un pequeño altar para el paladar.


El aroma de un rooibos me embarga y una cookie de chocolate y nueces me deleita la estancia y el cuerpo.


La descripción quedaría corta si no mencionara el comportamiento de los consumidores que ocupamos las mesas, voces con tonos suaves que o entienden el lenguaje del respeto al sitio y su naturaleza o han entendido algo de esa palabra tan poco usada: respeto. Algunos ordenadores abiertos, periódicos y libros, también abiertos sobre las mesas, muestras evidentes de la vida que fluye, personas que han quedado para tomar algo de la energía que respira el local, para compartir algo importante, para ir reafirmando día a día un cierto sentido de pertenencia.


No puedo pasar por alto la tentación de la gruta que se percibe al fondo, con sus columnas de hierro antiguo sosteniendo las plantas altas, con sus paredes repletas de tesoros, tesoros que justifican, sobre todas las cosas, la existencia del conjunto. Lo que veo me llama a penetrar al fondo, a bucear en sus estanterías, a regalarme el placer de un Roth, de un Zweig, de una Yourcenar o de un Sócrates.


Un destino con más de un objetivo.


Difícil pedir más.


Pamplona, 10 de octubre de 2018


Isidoro Parra



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