CAFÉ ARTEA.



Plaza del Buen Consejo, Pamplona, diez y media de la mañana, todavía un poco escéptico sobre la elección.


El café ha sido trasladado desde la calle San Antón y todavía no estoy seguro de si el cambio le ha sentado bien. El anterior café era pequeño y oscuro, como una cueva en la que las mesas se agrupaban en una confusión de sillas, mesas, personas y voces, pero era agradable, tenia el atractivo de la gente joven que lo poblaba, del murmullo que flotaba en el ambiente, un aire a Barrio Latino en París.

Ahora, en su nueva ubicación, todo es más grande, más espacioso, hay grandes sofás tipo Chester en los que no acabo de ver a aquellos jóvenes con los que me encontraba en el viejo café, no estoy seguro si también se encuentran cómodos en este escenario. Parece que el nuevo café se haya instalado para buscar otro público, otras hormigas que lo recorran y otras voces que lo llenen.

La Luz entra por las puertas y ventanas, es un café hermanado con la luz. Los rincones están al descubierto, desnudos, higiénicos. No hay donde esconderse.

Siguiendo la corriente de los jóvenes cafés que buscan su público diferencial, es moderno con presencias antiguas, tiene diseño que no siempre armoniza los espacios, pero que crea una atmósfera entre mundana e impersonal. No acabo de percibir si es un descuido o una invitación a que cada cliente busque el sentido o se encuentre en el vacío.

Me gusta el rincón del candelabro de cinco velas y me choca la puerta que da paso a los aseos, anodina, con cristales y espejos, fuera de lugar, lo contrario que la mesita del balcón exterior, que me vuelve a recordar a Paris o a una ciudad lejana.

No estamos mucha gente, un joven a mi izquierda, sentado en el Chester, perdido en un espacio destinado a siete personas, buceando en su móvil, mientras toma un café, en presencia de su cigarrillo electrónico. Frente a mí, otro joven, con el café ya agotado y las gafas de sol sobre la frente, lee absorto un periódico del día. En el espacio del balcón exterior, dos mujeres jóvenes desgranan sus historias delante de sus cafés.

Sobre el suelo de cerámica, alfombras de nudos le dan una calidez que el espacio agradece.

La mezcla de estilos de sillas, butacas y mesas no me sorprende, me provoca detenerme en cada grupo, imaginarme qué tipo de personas elegirían cada uno de los sitios, me gustaría volver con el café lleno y detenerme en cada grupo de clientes, en cada cara y en las actitudes, sobre todo en las actitudes. En esta mañana de septiembre, me faltan ellos para encontrar el sentido.


He vuelto al atardecer y el café tiene otra vida, parece uno por las mañanas y otro diferente por las tardes. Cuando la luz declina en la calle, el café ha recuperado un poco el ambiente del antiguo local y en él se vuelve a percibir el murmullo de las presencias, el calor de la compañía respetuosa y el abrazo del aire que se llena de tonos más cálidos, más tostados. El cuerpo se deja llevar por el entorno y se presta a experiencias más personales. 


Ahora sí, el local te invita a quedarte, a que te olvides del tiempo y te dejes mecer por el murmullo de los secretos compartidos. 


Hago promesa de volver, de profundizar en la experiencia.


Pamplona, 18 de septiembre de 2018

Isidoro Parra Macua


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