CARTA ABIERTA Nº 2 A JAIME GIL DE BIEDMA.


Jaime, hoy me toca enviarte algunas palabras alrededor de uno de los poemas tuyos que más se ha leído y que ha alcanzado más reconocimiento. Me refiero a “Pandémica y celeste”. Dada su longitud, no voy a reproducirlo entero como en el caso de “De Senectute”, pero si alguien lee estas líneas, le recomiendo con fervor que lo lea entero que es como se aprecia. Solamente voy a reproducir aquellas estrofas sobre las que he generado un comentario.


Por otra parte, como esto no es una crítica literaria ni un análisis de la rima, del estilo ni del academicismo del poema, me puedo permitir libertades que, en otro caso, serían peligrosas.


Empiezas el poema diciendo:


“Imagínate ahora que tú y yo

muy tarde ya en la noche

hablemos de hombre a hombre, finalmente.

Imagínatelo,

en una de esas noches memorables

de rara comunión, con la botella

medio vacía, los ceniceros sucios, 

y después de agotado el tema de la vida.

…”


He pensado, Jaime, en las noches que, siendo joven, he vivido momentos como el que relatas, porque esas noches, con excepciones, son más propias de años más fibrosos, más dúctiles para el cuerpo, los sentidos y las pieles. En muchas de esas noches, la botella no acababa medio vacía, había que apurarla hasta el fin. Eso tenía dos consecuencias, o la lengua se soltaba del todo, sin barreras, o caía un pesado velo que apagaba las voces y el sentido.


Parecía que el tema de la vida se agotaba, pero no era tan cierto. No lo era porque raramente nos desnudábamos del todo, siempre quedaba la prudencia, la timidez, hasta la vergüenza, para reservar la última intimidad para uno mismo. ¿Cobardía?, ¿sabiduría?, ¿protección?


Lo que sucedía también tenía que ver con el sabor del final de la noche: si se había vivido con intensidad y gran parte de verdad, lo que quedaba era la prisa por volver a repetirla; si el desarrollo de la noche había sido adverso a tus objetivos o ilusiones, la noche pesaba durante días, desmenuzando los errores y sin ganas de repetirla. 


Algo más adelante, en el poema, siembras el papel de profundidad y experiencia:


“Para saber de amor, para aprenderle,

haber estado solo es necesario.

…”


Aunque al leer los versos que continúan a los anteriores, parece que toda la estrofa puede hacer referencia a la pasión del encuentro de los cuerpos, me quedo con estos dos primeros versos porque creo que son más universales, porque abarcan a todos y en todo momento y experiencia.


Así lo creo, Jaime, una sola situación, un solo sentimiento, un solo color, no son nada si no sufren la comparación con los contrarios, en este caso, el amor con el desamor, la compañía con la soledad, el encuentro y el abandono, la ilusión y el desencanto, la banalidad y la necesidad.


También pienso que influye el hecho de que estar solo suele ir acompañado de silencio, de mucho silencio.


El silencio te puede matar si es irrevocable, pero la mayor parte de las veces te hace mirar hacia dentro y, sin influencias externas, te hace interpelarte y respondes sin miedo a ser oído. Solamente en silencio puedes ver tu interior y dialogar con él en búsqueda de otros horizontes. Solamente el silencio te puede sanar cuando estás herido.


En la siguiente estrofa, larga, recorres los encuentros, piel con piel, de tu vida, sus paisajes, horas y paredes que los han cobijado, tu lenguaje es preciso, bello, trabajado con lentitud, sin prisas, listo para penetrar en la memoria.


Tu poema es un ir y volver, no renunciar y desear:


“Aunque sepa que nada me valdrían

trabajos de amor disperso

si no existiese el verdadero amor.

Mi amor, 

íntegra imagen de mi vida,

sol de las nubes mismas que le robo.”


En estos versos, Jaime, asoma la necesidad de todos en habitar un amor más grande que nosotros, que la propia vida.


En estos versos, Jaime, das un giro hacia el alma, dejando a un lado, al menos por un rato, las sensaciones de la piel. Aquí te estás aferrando a lo perdurable, a lo que te da firmeza y aplomo para seguir viviendo. Estás dibujando el refugio en el que cobijarte después de noches errantes, de instantes ardientes cuyas cenizas ya se han apagado.


Sigues,


“Ni pasión de una noche de dormida 

que pueda compararla 

con la pasión que da el conocimiento, 

los años de experiencia 

de nuestro amor.

Porque en amor también 

es importante el tiempo, 

y dulce, de algún modo, 

verificar con mano melancólica 

su perceptible paso por un cuerpo 

-mientras que basta un gesto familiar 

en los labios, 

o la ligera palpitación de un miembro, 

para hacerme sentir la maravilla 

de aquella gracia antigua, 

fugaz como un reflejo.”


Jaime, permíteme que te hable en presente; el pasado hace menos creíble que ayer, hoy o mañana puedas leer esta carta. El presente se vive, el pasado ya pasó y del futuro nunca se sabe, aunque queda la espera y la esperanza.


Tú mismo dices en la presentación de tus poemas que eres un poeta de escritura lenta. No podía ser de otra forma. Construir ese canto al amor que llena una vida, que acumula años de experiencia, que mantiene la piel en el recuerdo de tu piel, solamente puede hacerse desde el amor y con muchas horas. Para eso, efectivamente, hace falta tiempo en el amor y, si se cumple, todo el cuerpo, cualquier gesto, mirada o caricia, pone de manifiesto el sentimiento acumulado durante toda una vida.


El final del poema lo leo como un himno al compromiso de tu amor:


“Sobre su piel borrosa, 

cuando pasen más años y al final estemos, 

quiero aplastar los labios invocando 

la imagen de su cuerpo 

y de todos los cuerpos que una vez amé 

aunque fuese un instante, desechos por el tiempo. 

Para pedir la fuerza de poder vivir 

sin belleza, sin fuerza y sin deseo,

mientras seguimos juntos 

hasta morir en paz, los dos, 

como dicen que mueren los que han amado mucho.”


Ese final se me pega a la piel y a la mente como una herida que no puede cerrarse, siempre abierta para recordarme que también hay belleza en la vejez, en el deterioro y en la muerte, que el dolor se puede trabajar para que dé sus frutos.


Al leer este final del poema, recuerdo una frase que le dije a mi mujer, en público, el día que nos casamos. Le dije que deseaba vivir la pasión de envejecer con ella. Perdona la comparación, porque yo no sabría decirlo como tú lo haces, pero creo que la esencia es la misma.


El tiempo no solamente incorpora cobardías y debilidades, también acumula recuerdos que sostienen una vida.


Jaime, leo y releo tu poema, y no me canso de leerlo. Eres valiente, hablas sin tapujos ni reservas, dibujas un retrato de tus pasiones a lo largo de tu vida, viajas de la pasión más tórrida a la solidez que no pesa del amor que perdura, te muestras como eras, con tus realidades y tus deseos más personales.


Nos haces un regalo que no podemos corresponder. Estás más allá de la realidad.


Gracias, Jaime,


Pamplona, febrero de 2021

Isidoro Parra Macua

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