CARTA ABIERTA Nº 1 A DIEGO DONCEL.

Buenos días, Diego.


Es la primera carta que te dirijo y, aunque es obvio para ti, debo decir que no nos conocemos. Soy un ávido, aunque torpe, lector de poesía y, desde principios de este año, me ha dado por escribir estas cartas a poemas o poetas, con el objetivo de que, por una parte, me fuercen a leer más detenida y profundamente la poesía y, por otra, me ayuden a mejorar mi escritura.


Si me dirijo a ti es porque hay algo de tu poesía que ha llegado a mis manos y me ha gustado.


No esperes críticas técnicas. Solamente te hablaré de lo que he sentido, de lo que he entendido y de lo que no, de mi experiencia al leerte.


El primer libro tuyo que he leído creo que es el primero también que publicaste, “El único umbral”, con el que ganaste el premio Adonais en 1991. Tenías entonces 27 años y menos cuando escribiste los poemas que conforman el libro, una edad bastante temprana para tamaño trabajo, para tanto caudal de palabras, para hablar ya de la muerte y del alma, para dirigirte a Dios con esa amplitud y ese desparpajo.


Tengo por costumbre, en estas cartas, citar algunos poemas o algunos versos que me han llegado de forma especial, pero, en este caso, aunque lo haré, prefería detenerme en el libro en su conjunto, en ese caudal de palabras sin fin que creo son el cimiento de tu edificio de poeta. 


Siempre me extraño cuando leo poemas escritos por una persona tan joven, hablando de la muerte y del alma. Debes haber tenido una vida prodigiosa, haber amado mucho y haber perdido mucho a esa edad para, creyéndote sincero, poder escribir en tu primer poema:


“Túmbate a mi lado, amor, 

y siente dulce esta hora, que ya el ángel del mal 

ha extendido sus alas y su sello de fuego 

va marcando tu nombre.”


Muerte, noche, alma, todo encendido, todo asediándote. Parece que tenías ya muchas heridas del pasado, supongo que reciente. No he leído mucho más de ti, pero espero que no te abandonaras a tanta inquietud, a tanto desasosiego.


Finalizas el poema “El último revelado”, con unos versos que, además de bellos y tristes, hacen suponer que la pluma estaba sostenida por una mano manchada por el paso del tiempo:


“Como luna en la noche, 

como fuego acaecido 

el cuerpo en la muerte es luz 

y por él se abre el ser.”


Con un gesto de aceptación, dices:


“Y el alma, como un pájaro, 

el rumbo toma de las constelaciones.”


Parece que el universo te envuelve, que ves cómo la pasión, el tiempo, pasan, silencian momentos, pero también parece que te sientes parte de ese universo en el que te volverás a encontrar con tu alma.


Me gusta ese verso en el que hablas de la eterna luz nacida de las sombras. Solo de las sombras puede crecer la luz, brillar y alumbrar nuestros cuerpos y lo que nos rodea, solo entonces le damos importancia. La luz que está frente a nosotros, sin sombra alguna, nos enceguece, nos aturde, pero, ay! de la luz que nace de las sombras.


Me he sonreído al leer esos versos en los que pides a Dios que sacie tu cuerpo con el agua que mana en el silencio donde nacen las cosas. Cuesta un poco seguirlo, pero algo tendrá el verso cuando la mirada se ha quedado ahí clavada, repasando cada palabra. Tal vez sea un punto de unión entre lo escrito y lo sentido por aquél que lo lee.



Bueno, Diego, me esperan otros libros tuyos que ignoro si darán lugar a otras cartas. 


En cualquier caso, gracias por estás páginas jóvenes que desbordan inquietudes, ansiedades, sombras en las que descansar y alma con la que soñar.



Pamplona, mayo de 2021.

Isidoro Parra.

   


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