VERANO XIX. Promesa de Baco.


“Y con la última copa, la del desprecio, brindo por los que aman como yo.”

Manuel Álvarez (Museo de cera)


Pocas plantas nos anclan más en la historia del mundo que la vid. Noé, según la Biblia, ya nos dejó el testimonio de sus alabanzas a la planta y a sus frutos.


Con sus múltiples y diferentes variedades, la vid siembra de riqueza tierras distantes entre sí para crear la diversidad de sus vinos.


De noviembre a abril, su aspecto es el de un leño seco, agotado, retorcido en el intento de supervivencia, protegiendo en su interior el secreto de la vida. Tiene la habilidad de confundir a cualquiera, haciéndole dudar de si vive o está muerta.


Cuando en abril se hinchan sus yemas, brotan las primeras hojas de un verde claro, algo marrón, anunciando que regresa, que la espera del invierno ha servido para protegerse, para tomar nuevas fuerzas, pero que quiere estar de nuevo en el ciclo de la vida.


Sus nuevas ramas y sus hojas van creciendo y poblándose de zarcillos, abriendo los espacios a los frutos.


Al final del verano, sus frutos van adquiriendo sazón, madurez, acidez y grado, haciendo suyos los sabores primarios de su variedad y los que le aporta la tierra en la que habita. Cuando ya se acerca la época de la cosecha, sus hojas que protegen los frutos del excesivo sol, crean un espacio de sombra para mantener la vida. En esos días, los frutos dejan de ser una promesa para evidenciar su poder, su carga de placeres, sus promesas cumplidas.


En estos días, la planta, sus hojas y sus frutos, explotan de abundancia y nos regalan la mejor y más bella visión de su ciclo anual.


¡Qué bello es lo sencillo, lo evidente!. Solo hace falta que nos detengamos a mirar y veamos.


Por eso, y porque sé el cuidado y el amor que también gravita sobre estas viñas, me deleito en su contemplación y agradezco a la tierra todo lo que nos da.


Pamplona, septiembre de 2018.

Isidoro Parra.



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