CARTA ABIERTA Nº 6 A JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO.


José, hoy quiero acercarme a ti en silencio, con el mismo silencio y la misma levedad que respiran tus poemas de “Elegías menores”.


El título del primer apartado de tu libro, “Los lirios del campo y las aves del cielo”, me ha sonado como algo más que un título, es un resumen del contenido, además de volar con su propia música. En ese título puede uno quedarse plantado y dedicarse a pensar. Las imágenes llegan sin descanso, pero apaciblemente, sin atropellarse, de forma que cada una de ellas da tiempo a pensar en lo que viene con ellas.


Los cielos, las aves y la aurora; el temido abril, desconcertante; el viento soplando por el mapa de las mañanas; los días de nieve que dejan la tierra blanca, limpia, lista para escribir en ella; la luna, roja o blanca y las luces entre líneas; los meses del año y el cántaro, más dramático si está roto; los enigmas y el otoño anunciador, la lluvia como alimento y calmante; el gorrión y la urraca, sin olvidar los cuervos y sus asambleas, la golondrina y el alcaraván; los animales pequeños, la rana, el grillo, la cigarra, tu reina de la belleza, la garza; un desfile del mundo, cada uno con su propia voz, concisa, evocadora, dueña de tus recuerdos y tus pensamientos más tuyos.


Todo eso y mucho más, mas lo que no he leído, mas lo que no he visto, mas lo que no he entendido, sin atropellos, verso a verso, casi palabra a palabra, es lo que llenan los espacios escritos de las hojas de ese libro, poco espacio en negro y mucho contenido, fruto de una vida llena de miradas.


En la segunda parte, “Memorias”, muchos espacios y seres repetidos, pero con distintas miradas o las mismas miradas, pero con diferentes ojos y diferentes resultados, con una lección aprendida del recuerdo, de la imagen que llega del pasado.


Es cierto que el poema “Leónidas” es un ejemplo y un derroche de precisiones y belleza, pero no lo son menos otros poemas como “Los dioses inmortales” con esa lección de que sin nosotros, los mortales, los dioses no son nada.


Tras repasar las vidas o los hechos de muchos habitantes de la Historia, llegas a una tercera parte, “Silencios y oraciones”, en la que cambias la voz, bajas el vuelo para ver mejor la tierra y a los hombres, tu voz se aclara y se simplifica para que entendamos mejor, para decirnos más con menos palabras.


Me quedo con muchos de los poemas: con ese “Instante” y lo excelso de ese momento suspendido en el tiempo; con la imagen de esa mujeruca “pisada como aceituna en la almazara de la vida”, con ese “Vislumbre”, relámpagos de imagen para descalzarse; con la dramática realidad, desesperante, de la acción de ese “Ángel exterminador”; con “El precio” con el que pagamos lo que la vida nos da, poco precio la muerte para tanta vida; con la perfección que buscamos en el “Silencio” en la que no cabe ni la levedad de unas hormigas trabajando; con las imágenes de “Jueves Santo” y “Viernes Santo”; con los “Novísimos” por nosotros creados y que se nos han vuelto en contra.


En la cuarta parte, “La fina punta del alma”, nos has regalado recuerdos de tu infancia, de tu madre; nos has recordado la conveniencia de rodear el pensamiento y la palabra de silencios, de hacerlos intocables; has traído a nuestro olfato los olores del pan tostado, de los desayunos en casa; nos has hecho ver lo que puede encerrar un cántaro roto, el barro bañado por tantas aguas.


Supongo que eres consciente, José, de todo lo que nos has regalado. Es tanto que no me he atrevido a entrar en detalles.


Gracias, José, por tu elección de palabras.


Hasta pronto.


Pamplona, agosto de 2021.

Isidoro Parra.



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