CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Undécima etapa.

DIA 29 DE SEPTIEMBRE:

DE HORNILLOS DEL CAMINO A ITERO DE LA VEGA.



Bien dormido, después de desayunar en el albergue, salgo a  caminar a las siete de la mañana.


Con mi frontal encendido, inicio el Camino subiendo una cuesta de camino de concentración. Hace fresco y me pongo el gorro, pero casi me cuesta un problema. La visera del gorro me quita vista al frente y en una bifurcación estoy a punto de no ver el indicador del Camino y de tomar una ruta equivocada, sin nadie detrás que me avise.  La existencia de una columna de piedras me hace detenerme y me da la oportunidad de reorientar mi ruta.


Voy subiendo mientras amanece, con pocas nubes y con esa estrella tan brillante que supongo será lo que siempre hemos llamado el lucero del alba. A pesar de las pocas nubes, observo, en pleno amanecer, una nube casi transparente, cruzada por un avión, todo bañado en ese amarillo intenso que les da el sol.


En esta etapa, dejo atrás las tierras de Burgos y me adentro por espacios y territorios de Palencia.


Voy pasando por cruces, alguna de ellas claramente puestas por la propia orden de Malta o alguno de sus miembros, y testimonios de recuerdo de personas desaparecidas o fallecidas en el camino, lo que me hace pensar que el Camino no es ninguna broma. En este momento, pienso en las salidas de noche por las mañanas, situación ideal si alguien quiere gastarte una broma pesada, pero esa reflexión no creo que me lleve a cambiar mis hábitos. Más mordiscos da el hambre.


Pasadas un par de horas, al llegar al borde de una meseta, aparecen los tejados de Hontanas, un pueblo literalmente hundido en un hoyo sin apenas árboles en su entorno, con tierras que supongo han sido duras de trabajar y de vivir.


Al iniciarse las casas, paso por la ermita de Santa Brígida, la más diminuta que he visto en mi vida, al menos en España. En la pared exterior de la ermita, una gran cruz de Tau de madera. En su interior, además de una efigie de la Santa, un techo pintado de azul, con flores y conchas de Santiago y con un pequeño agujero redondo en su centro que le da luz natural durante el día.


La bajada al pueblo se hace por la casi única calle que lo atraviesa de lado a lado, con un bar, una cafetería, un hostal o un albergue casi en cada casa.


Entro en la iglesia para sellar la credencial y para curiosear. Lo que veo me recuerda muchas cosas y me produce cierta confusión: hay un altar improvisado con la cruz capuchina de San Damián en el lugar principal, pero rodeada de dos fotografías que no puedo identificar y con un barreño lleno de arena delante para que los peregrinos puedan hincar en ella las velas de colores que quieran encender. Hay biblias en todos los idiomas y propaganda de los testigos de Jehová. ¡Gran Dios, qué popourri!. Como diría mi madre, ¡Qué comunismo!.


A la salida, iniciando de nuevo el Camino, me viene la sensación de estar remontándome al medievo, cuando las diferentes órdenes y corrientes religiosas se disputaban las paradas de las rutas de peregrinación. Es como si estuvieran volviendo a ocupar sus lugares. De hecho, al final de la etapa de hoy, un kilómetro o dos antes de llegar a Itero, hay una antigua capilla gótica, aislada junto al río Pisuerga, atendida por la italiana Confraternitá de San Giacomo, donde practican el lavado de pies. Es la ermita de San Nicolás en Puente Fitero por la que voy a pasar. No he reservado en este albergue porque la admisión era por riguroso orden de llegada y no me he atrevido a arriesgarme a llegar y no tener sitio ni en él ni ya en otros.


El camino que me lleva a Castrojeriz discurre por un camino sinuoso entre colinas, que sigue el curso de un río pequeño. Junto al río, han brotado muchos olmos que, al igual que los de Amillano, brotan pero no crecen demasiado. A su lado, veo también algunos que se han secado. El mismo mal, el mismo ciclo.


Buen tramo y buen momento para retomar a San Juan de la Cruz:


(Esposa)

Apaga mis enojos,

pues que ninguno basta a deshacellos,

y véante mis ojos,

pues eres lumbre dellos,

y sólo para ti quiero tenellos.


Andando por una carretera rural, de las de antes, con sus chopos centenarios en las orillas, llego a las ruinas del Monasterio de San Antón, vestigio de algo que tuvo que ser importante. Las vértebras de un arco sin techo, sirven de cúpula a la actual carretera y, a la salida, se ha instalado un bar que podría parecer un rancho mejicano.


Nada más pasar las ruinas se divisa ya Castrojeriz, aunque me separa de él una larga carretera recta.


Llego a la población y me paro a sellar la credencial y a visitar la colegiata de la Virgen del Manzano, transformada en museo de arte sacro.


El recorrido que atraviesa Castrojeriz lo hace por una calle larguísima que bordea la montaña en cuya cima se divisa el castillo roto, pero restaurado.


Descanso un rato y me como una manzana y unos frutos secos. Delante de una edificio público hay un ciruelo de esas ciruelas amarillas y pequeñas como las que da el árbol que hay en Amillano, en la cuesta de la trasera de nuestra casa.


(Valle de Castrojeriz)


Nada más dejar Castrojeriz, tengo que subir una cuesta de las de desfondarse, teniendo en cuenta, además, que son las doce y el calor aprieta un poco. De hecho tengo que hacer algunas paradas para descansar, aunque hay tramos en los que aquellos que me han adelantado en bicicleta han tenido que bajarse de la misma y la llevan arrastrando con la sensación de estar tirando de un tanque. Desde lo alto, se divisa una espléndida vista del valle de Castrojeriz, espléndido a pesar de que todos los tonos son ocres y marrones, arcillosos, que ponen de manifiesto la dureza de estas tierras.


Y sigo el camino que me pone en mi sitio, como cada día y como a todos. Los kilómetros van cayendo y mis piernas y mis pies también, me pesan como me pesan las piernas y el resto de mi cuerpo.


La mente se me va hacia ese núcleo familiar tan cercano en lo físico y en lo afectivo: Miren, Mikel, Leire y Uxue. Desde el principio, el mensaje diario de Miren no falta a su cita, escueto la mayoría de los días, que interpreto como la idea de no molestar, pero siempre certero. De todos modos, ella, con los rasgos familiares de los Berrade o los Ayesa, no sé muy bien, aunque le cueste aceptarlo, firme como una roca, ordenada, con sentimientos profundos, con actitudes rectas, siempre dispuesta a ayudar, en silencio. Él, Mikel, el cuñadísimo, aparentemente rudo, pero sensible hasta el desconcierto, generoso en todo, ausente a veces, pero gran padre y gran persona. Ellas, la luz, la alegría, la brillantez, el cariño, la conservación de recuerdos que, sin ellas, yo olvidaría. Su sonrisa ensancha el mundo. Gracias a todos.


Paso por Puente Fitero y, ciertamente, no me arrepiento mucho de no haber reservado. En los aledaños del albergue, todavía cerrado, se pueden apreciar escenas de lavado de pies entre los propios peregrinos que esperan la apertura del albergue, de coladas y caras conocidas, todo cotidiano, pero demasiado estrecho de límites para una convivencia. Me ha dado la sensación de ser un destino atractivo por lo aislado, por lo singular, pero sin demasiada profundidad espiritual.


Yo esperaba que la etapa sería de treinta kilómetros, pero se estira como una goma sin retorno y, al final, caen los más de treinta y cuatro kilómetros, la etapa más larga, que no entraba en mis cálculos, pero lo mejor es que los pies me aguantan.


El inconveniente que se ha manifestado hoy con todo su rigor es la escocedura en la entrepierna que, si no la atajo, me puede dar problemas.


Llego al albergue La Mochila, que me habían recomendado los de Hornillos. 


Pongo mi mensaje diario: “Bueno, undécima etapa concluida. De Hornillos del Camino a Itero de la Vega (Palencia), dejando atrás Castrojériz. 40.960 pasos y 34,3 kilómetros. No pensaba que había tantos, pero estoy bien.”


El impacto negativo que me produce el albergue, me hace dudar si quedarme o no. Atendido por una pareja, algo hippies y sin mucha profesionalidad ni seriedad. De hecho, me cambio de la habitación que me habían asignado a otra con menos camas, todo viejo, el patio es de cemento, el bar está en otro patio añadido, todo suciedad. 


Me restauro lo que puedo y me dedico a mis lavadas, a mi cuaderno y a mis lecturas, hoy con Tolstoi, Roth (Fresas) y Banville.


“Fresas”, de Joseph Roth, me parece una delicia de libro. Aunque esté inacabado, dibuja un elenco de personajes difíciles de olvidar. Cuando lo lees, tienes la sensación de que le costaba poco escribir, lo hacía fácil.


Steiner también me deja su invitación a pensar:


“La muerte de una lengua, incluso de aquella apenas susurrada por un puñado de personas en un trozo de tierra maldito, es la muerte de un mundo. Cada día que pasa, el número de fórmulas de que disponemos para decir esperanza disminuye. A su minúscula escala, mi condición políglota ha sido mi mayor fortuna. Gracias sean dadas a Babel.”


Salgo a dar un paseo para comprar algo de fruta y frutos secos para aguantar hasta la cena y, como no podía ser menos en un pueblo tan pequeño que, además, está creciendo con negocios alrededor del Camino, el dueño del pequeño supermercado en el que hago la compra, se lanza de inmediato a preguntarme dónde me alojo y, al tiempo que ensalza las camas que él también ofrece, critica con descaro al resto de establecimientos del pueblo.


La cena comunitaria resulta ser bastante pobre, con pocas personas, sobre manteles de hules y escasa, aunque discurre amablemente, con una ligera y amable conversación. 


Al finalizar, me retiro a leer en la cama y mantengo una buena convivencia en la habitación, especialmente con el anciano canadiense y con el francés correcaminos. Son dos de las personas con las que comparto habitación: el canadiense bastante mayor, el francés, de 69 años, que hace grandes recorridos, con una media diaria superior a los 56 kilómetros, y otras dos personas que no identifico. Estructura de casa vieja, camas que se hunden. 


Recuento físico:

Pasos del día: 40.960. Acumulados: 361.228.

Kilómetros del día: 34,3. Acumulados: 287,2.


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