CARTA ABIERTA Nº 4 A BASILIO SÁNCHEZ.

Buenos días, Basilio.

Sentado ante mi mesa de trabajo, frente a un parque empapado de lluvia, con sus árboles otoñales ya cansados, muy cansados, racheados por la nieve, quiero escribirte estas líneas acerca de tu poemario “Para guardar el sueño” que acabo de leer.

Este libro fue publicado en 2003 y tras leer tus versos, en un resumen de unas líneas, podría llamarte poeta del amarillo, entre la flor que amarillea y la rama también amarilla. Por  ese color haces pasar historias de paisajes con mujer. 

Me ha parecido que el interlocutor de tus palabras es el propio poema, la poesía, al menos en los últimos versos.

Con relación a poemarios anteriores, creo que tus paisajes se han ampliado y fijado en la memoria para crear imágenes llenas de misterio, como en ese poema, “El desierto”, en el que me he detenido para intentar desbrozar el enigma de esos versos de ceniza:

“Brilla un punto en el aire allá donde se cruzan 
la ceniza de un hombre y la de otro.” 

Otros poemas respiran solemnidad en el ritmo y las imágenes, elegancia no siempre distante. Digo esto porque creo que hay que ponerle un manto de dignidad a las palabras que hablan de la paz y de la muerte:

“¿Qué le importa a la muerte nuestra pequeña paz?”

Siempre había creído que le importaba, aunque no lo diera a entender, porque así actúan los que están seguros de que la victoria será suya.

En poco estimabas la condición humana cuando escribías estos versos, Basilio. Así, al menos, lo parece en tu poema del mismo nombre, cuando dejas al hombre atrapado en medio de la lluvia que, suavemente, lo va reduciendo… ¿a la nada?

¿Con quién dialogas, Basilio, en tu poema “Agua nocturna”?. Parece que lo conoces bien cuando afirmas que se ha acostumbrado, como el agua nocturna, a vivir sin reflejos. Entonces, ¿qué pasa con las emociones? ¿Dónde las ha dejado?

Tus paisajes, como ese con figura, son mudos y apagados, algo grises, entre las sombras vegetales del día y la conciencia mineral de la noche.

Paisaje y soledad, desamparo a raudales en tu poema “La orilla”. Entras suave, describiendo el escenario del drama, pero enseguida dejas ahí al hombre para que descubra la noción de infinito, mientras la nube cae en silencio sobre el cuenco de aceite.

¡Qué suave tiene que ser la suavidad, la levedad de las promesas más fragantes, cuando todo parece que sea tocar la nada!

Dime, Basilio, donde puedo encontrar el manantial del que beber el agua que distrae de la muerte, aunque ella esté presente. ¡Qué pena que la felicidad no tenga ojos! Si los tuviera, podría reconocer nuestros semblantes y acompañarnos en la siguiente esquina.

Yo también busco, Basilio, el temblor de un enigma en medio de la espesura. Después de leer tu poema “El árbol del suelo”, lo buscaré entre las ramas.

Aunque creo que al escribir estos poemas eras bastante más joven de lo que yo soy ahora, me he sentido identificado con ese pensamiento con el que acabas tu poema:

“Porque tengo la edad en que uno es sólo 
lo poco que recuerda, 
mi voz en lo profundo de las habitaciones inclinadas 
ha acabado en susurro.”

Tengo que reconocer que he sonreído, casi me he alegrado, al leer el final de ese otro poema, cuando dices que se va acercando un tiempo que incumbe al corazón.

¿Dónde y cómo has encontrado ese lugar tranquilo, ese que asume, cuando no estamos, nuestro poco de Dios?. Dame pistas, por favor, enséñame el camino.

¡Qué ardua la tarea de buscar la palabra que no duerme, la verdad del lugar, la vigilia!

La belleza de las cosas usadas, de las cosas gratuitas que nos ofrece la calle cada día, esas que, para encontrarte con ellas, solo es necesario mirar y detenerse. Estoy de acuerdo contigo, Basilio, en que el encuentro con la belleza es siempre un despertar de nuestra intimidad.

Gracias, Basilio, por esos paisajes y esos silencios.

Hasta pronto.

Pamplona, noviembre de 2021.
Isidoro Parra.



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