EJERCICIO DE TALLER IX. UN SITIO AL QUE VOLVER.


UN SITIO AL QUE VOLVER.


Las hojas del calendario dejaban caer los primeros días del mes de agosto del año 2001 y nosotros paseábamos nuestros huesos por las tierras de Ecuador con una agenda llena de tareas y proyectos.


Fue un viaje que dio para mucho: para leer, a ratos y a pesar del resto de actividades, libros como La Caverna, de Saramago; Helena o el mar de verano, de Julian Ayesta, Cosecha roja, de Dashiell Hammett, La sabiduría del Padre Brown, de Chesterton, incursiones en La Iliada o en Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijie.


También dio para sentir los dolores de cabeza que provocaba la altura de Quito; para descansar en camas de conventos y degustar desayunos que se nos ofrecían desde manos diferentes, desde experiencias ya conocidas; para degustar diversas cocinas, como la de El Refugio, en Quito, o la de Las Redes o La Choza o el Swiss hotel, también en Quito, los bocadillos de El Español, para gozar de la hospitalidad en varias casas de amigos de nuestro anfitrión.


También hubo momentos para apreciar la belleza de colecciones de piezas hechas de cerámica, de oro, de piedra de volcanes, arqueología de la tierra, pinturas de culto de la época de la presencia española en el territorio; para conocer una librería -Libri Mundi- que ya forma parte de la memoria de nuestra familia; para conocer el arte de escribir grafittis en los muros; para visitar mercadillos de artesanías, algunos sin nombre y otros muy conocidos como el de Otavalo; para recrear el paso de Humboldt por estas tierras; para visitar templos con mucha historia y mucho arte; para visitar la costa del Pacífico y para aprender a librarse de una multa y una entrada en la cárcel.


Momentos también los hubo para entristecerse al contemplar el chabolismo que rodea alguna gran urbe; para asistir a concursos de reina de la belleza en poblaciones a las que acaricia el mar; para no dormir por la excitación vocal de los gallos y de los tomaditos; para escuchar hasta la saciedad el Orfeo, de Teleman; para volver a visitar haciendas ya conocidas, como la Ciénega o Cusin; para jugar al golf como si fuera un mudo que tiene que dar una conferencia; para subir y bajar por caminos que quieren ser carreteras, en medio de una vegetación que te asedia y al borde de barrancos que te llaman a dejarte caer, para visitar pequeños zoos privados; para visitar haciendas con tesoros que rescatar; para atravesar plantaciones de palma africana, camino de ríos escondidos en la selva más profunda, donde la capacidad de crear se hace dueña de los lienzos; para hacer un viaje en helicóptero en busca de nuevos yacimientos de vasijas; para sentir el miedo ante alguna religiosa que se toma la conducción del deslizador como un desafío.


También dio para conocer a otras personas: a mujeres cineastas, periodistas, antropólogas, escultoras, pintoras o poetas, a coleccionistas de recuerdos, a dibujantes de sueños, a pintores que triunfan desde la profundidad de su selva. 


Empleamos horas en asistir a debates de grupos de apoyo a las comunidades de indígenas, para aprender algo; para soñar con proyectos de Museos que después han sido una realidad, para visitar proyectos de ayuda que también eran ya una realidad.


Y no menos, para trabajar con números, compras, ventas, gastos, presupuestos, organización de cifras y papeles.


Cualquier vivencia de las mencionadas es suficiente para desear cada día volver a esas tierras, aunque esas tierras no habrían sido lo mismo sin la compañía de algunas personas. Por eso, cualquier proyecto de volver tendría que incluir a algunas de ellas.


Y puestos a soñar, a desear volver a vivir ese cosquilleo que produce la antesala de un viaje soñado por vivido o soñado por desconocido, no puedo quitarme de la mente una tarde de ese viaje en la que, junto con un amigo, volvía de Pompeya a Coca, peleándonos contracorriente con las aguas del río Napo. 


Era un atardecer de escena culminante de una película de autor, de cierre y apagado. El sol se ponía mientras los reflejos de la luz pintaban sobre el agua serpientes de plata y oro que se deslizaban a nuestro alrededor acompañándonos. No hablamos mucho y posiblemente no sentimos ni vivimos el momento de la misma forma, pero yo me sentí pleno de esa experiencia, sin ganas de vivir otra cosa que la plenitud que estaba sintiendo en ese momento, con deseos de que no acabara ni el río, ni el atardecer, ni la luz, ni el día, ni el viaje. Es posible que se lo pidiera a Dios o al Tunguragua, cuya silueta se dibujaba a lo lejos, en el horizonte hacia el que viajábamos, hacia el que me gustaría volver.


Pamplona, marzo de 2021.




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