CARTA ABIERTA Nº 6 A BASILIO SÁNCHEZ.


Buenas tardes, Basilio.


Tengo que confesarte que, ante mí, se abre una tarea inmensa. Me refiero al intento de decirte algo que merezca la pena sobre tu poemario “Cristalizaciones”.


No es inmensa la tarea porque no haya material, que lo hay hasta desbordar el horizonte de un amanecer y tampoco es inmensa porque la lectura de este libro haya superado todas mis expectativas, ni porque me haya dejado bloqueado de asombro.


Esta no es la primera vez que lo leo, pero cada vez que lo hago, descubro nuevas imágenes que me provocan nuevos recuerdos o que cuestionan mis horas silenciosas.


Me atrevo a decirte que entre la mochila de libros que me llevaría a un retiro en la montaña estaría, sin duda, este libro y, haciendo con él un todo, la poesía que has publicado a partir de él, pero no vayamos más allá del afilado borde de las hojas de este poemario, que la tarea ya es larga para elegir y mucho más para decir algo.


Al acabar de leerlo, Basilio, he sentido que mi cuerpo se cerraba para que no escapasen los versos que se habían adherido a mi piel.


Ya en el primer poema, “Deriva”, he tenido que detenerme en ese verso: “No hay nada razonable que no tenga una fuga”. Tras un desfile de rostros duros, castigados por el trabajo y las vicisitudes del tiempo y de su tiempo, en medio de la fragilidad de las imágenes, surge este verso para hacerme pensar en la fuga y en cualquier salida que dirija mis pasos a la certeza de un instante, a la oportunidad de los contrarios.


Y cómo no buscar la luz intermitente de esa estrella que nos enseña a estar solos, esa “que nos conduce en secreto/por la materia oscura de la culpa.”. La lectura y relectura de este poema,  “Cielo nocturno”, y la contemplación del cielo oscurecido, buscando esa estrella para hacerle preguntas desafiantes, me ha sumergido en la calma que deviene de la aceptación de mis culpas.


He buscado contrafuertes sólidos, antiguos o recién levantados, me daba igual, a cuyo resguardo pudiera conciliarme con algo. Después de buscarlos y no encontrarlos, he vuelto al poema.


Repasar por enésima vez las estrofas de tu poema “Música de cuerda” me trae a este instante un universo de paz y de búsqueda de las posibilidades de lo nunca visto. Debería reproducir todo el poema, pero esta carta se alargaría mucho. Sólo unos versos:


“La luna del armario te refleja 

suspendida en tu noche, 

iluminada solo por lo que te conmueve, 

protegida en tu sueño de la usura 

de lo que se te niega.


../…


Detrás de la ventana, el universo 

continúa vaciándose sobre el barro del mundo.”


La música y el cosmos, todo flota entre los versos de este poema.


Apenas he dejado ese poema, me sumerjo en el mar de esa “Cartografía incompleta”. Misterio, contradicciones, secreto, asombro sin sentido, palabras que dichas así, sueltas, pueden dar lugar a una historia de aventuras. En tu caso, en este caso, ordenadas y acompañadas como tu lo haces, se convierten en un universo en el que quedarse a habitar:


“Un misterio cercado por las contradicciones, 

un secreto entrevisto, 

el fraseo de lo humano ante el asombro 

de lo que permanece sin sentido.”


Y para acabar, ese dejar en silencio, sin pisar los caminos, esos versos para provocar mi reflexión:


“¿Quién puede mantener en lo que dice 

la solvencia de sus significados?.”


En “Los muertos nunca olvidan el olor de la tierra”, llegan imágenes de desiertos, de fuegos abrasadores, pero no tanto como el dolor, para hacer desfilar esa compañía de actores de los desastres:


“Reivindican el cielo los bienaventurados.

La tierra, los que sufren, 

los marcados por las humillaciones, 

los caídos sin remedio en desgracia.”


En “Las horas quietas”, tu poema y la escena real de cada día, tu mensaje de que, sobre todo, nos desconcierta de la muerte su serenidad más que ella misma, me ha hecho pensar en la realidad de ese sentimiento del que participo. Cuando pienso en ello, me planteo si hay alguna posibilidad de enamorarla para que, al menos, llore un poco sobre mi postrer aliento.


He leído con placer y recuerdos cercanos tu poema sobre la Porciúncula. Yo la he visitado, al final de un camino de peregrinaje hace pocos años mientras tú llevas el contenido del poema a 1226. En el poema dices:


“sus sillares nos eximen del tiempo 

desde la obstinación de su presencia.”


Desconozco lo que querías decirnos con esos versos, pero a mí me ha evocado la sensación de ser un huésped sin importancia cuando meditaba entre sus muros, en la penumbra de la piedra y los recuerdos.


Dices también:


“la angustia de la especie, 

el dolor compartido de lo imperecedero.”


Efectivamente, la angustia que nos produce nuestra propia especie y sus repeticiones sin cansancio ni inteligencia, en aquel escenario, es antesala del dolor que ha producido. A pesar de ello, esa especie nuestra no ha conseguido destruir lo que queda en esos muros y en ese aire de imperecedero en la larga historia de nuestros hermanos cainitas.


Acabas el poema con estos versos:


“Porque la muerte es una de las emanaciones de la vida, 

nos decimos entonces, 

la llamamos hermana, la invitamos 

a cruzar el umbral”.


Esa muerte es más amable, tiene el rastro del hermano eterno.


No quiero que esta carta sea un recipiente para volcar tus versos, pero me da miedo que nadie entienda a qué me refiero con mis palabras porque no encuentro fácilmente las que expresen los sentimientos que me han producido tus poemas, pero voy a intentar no abusar de ese recurso.


Por ejemplo, en tu poema “Cordel de ciegos”, recorres un camino por el poema de la vida y cavas hondo en el huerto de nuestras esperanzas y nuestras realidades cuando dices que sabemos nuestros límites y toleramos nuestra insignificancia. Al final del poema nos retratas con un puñal que no hiere, que solamente trae recuerdos y reconocimiento de uno mismo:


“Errabundos en nuestras confidencias, 

partidarios aún de la palabra 

capaz de acompasarse con la vida, 

convencidos de nada, reincidentes 

en la melancolía, esperanzados 

en la desesperanza, 

seguimos ocultándonos para temblar a solas.”


He comenzado a leer tu poema “Esperando a los bárbaros” y he sentido, desde el principio, que hablabas de las gentes de mi edad, todas las imágenes que recreas respiran el tiempo ya pasado que no volverá, las renuncias y los no retornos, la comprensión y el perdón que merecemos los que, por suerte, conservamos algo de memoria, ese “remanente que la supervivencia les concede a los viejos.”


Cuando un buen poeta como tú habla del invierno, necesariamente ha de usar palabras más leves, esas que recrean el silencio y la paz que envuelve la niebla. Tal vez por eso, acabas tu poema “Solsticio de invierno” con esos versos:


“En su lucha secreta, en su determinación 

solo hay sombras efímeras.”


Desconcierto y soledad llena de distancias en tu poema “El aljibe”. Imposible no reproducir algunos versos:


“Ya es demasiado tarde para todo.

Nos pasamos la vida regresando, 

pero ya no tenemos la dirección de nuestra casa 

y cuando preguntamos 

nadie nos reconoce.”


Versos que reflejan nuestra imagen como en un espejo fiel, mientras vamos buscando esa grieta, casi invisible, ese camino hacia lo hondo.


Eres atrevido, Basilio, y algo irreverente, aunque no para mí, cuando dices que la noche es tan perfecta que hasta Dios se incomoda. He dado muchas vueltas a ese verso en el que hablas del silencio inmenso de uno mismo, silencio que también tiene su música.


Nunca había imaginado que el paraíso pudiera ser invadido por sensibilidades perversas, ni tampoco que para nosotros, los que escriben y los que lo intentamos, el infinito sea siempre la expresión de un fracaso.


Me ha llenado de esperanza el final de tu poema “Cuadrante solar”:


“Los días que salen buenos, a la vida 

le perdonas la ofensa de la muerte.”


He recorrido con deleite ese camino del cristal que devora el frío de la intemperie, el del fuego, observando la sedimentación y la transparencia en la profundidad de lo que somos, rendidos en la soledad del tiempo.


No he entendido mucho el poema “El envío”, pero no importa. A veces me pasa que desecharía un poema pero me quedaría con alguno de sus versos. Así me ha pasado con los tres versos finales que retratan alguno de los momentos que vivimos muchos de nosotros:


“Inalcanzable como la pena de las nubes.

Beneficiario ahora del perdón de los muertos 

y la benevolencia de los vivos.”


Y hablando del Misterio, siempre son buenas algunas reflexiones que nos alejen del manido camino que nos marcan los que solo piensan en mantener su estatus que, por otra parte, acabarán perdiéndo. Me refiero al final del poema “La llama alta”:


“¿Y si estuviésemos equivocados 

y lo que hemos creído que era Dios 

fuese, precisamente, aquello que no es?.


Como ves, Basilio, son muchos los poemas que han provocado espacios de reflexión y recreación. No quería ser tan exhaustivo. Me conformo con que haya dado cuenta de lo que me han aportado tus palabras. 


En tu poema “La puerta tras de tí” nos recuerdas la verdad que se agazapa en este oficio de poner palabras sobre el espacio blanco:


“Lo que nos proporciona la escritura 

es la tranquilidad de vernos dentro 

sin dejar de estar fuera.

Lo duro es lo concreto. El infinito 

es por definición inofensivo.”


Evidencia de la esperanza en ese final de tu poema “Lenguaje”:


“La lengua que te hiere te resarce. Tienes el sufrimiento, 

solo te queda ahora la esperanza.”


Tragedia realista en “Fracturas”, peticiones sin respuestas, aceptaciones, en “Ningún lugar nos necesita”.


De uno de tus últimos poemas del libro, me quedo con la realidad y la elección que haces:


“Nunca le he dicho a nadie que vivir fuera fácil.


De la noche me quedo 

con lo que el cielo tiene de terrible.


Y del último poema me quedo con la ternura de esos versos:


“un gesto de ternura 

contra las erosiones del desánimo.”


Y así, palabra tras palabra, un verso de aquí, otro de allí, un poema tras otro, he vivido con intensidad no frecuente este poemario que me reconcilia con la belleza y la hondura de la poesía.


Gracias, Basilio.


Pamplona, diciembre de 2021.

Isidoro Parra.


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