EJERCICIOS DE TALLER XIII. MIRAR UN JARDÍN


MIRAR UN JARDIN


Mirar un jardín es un ejercicio de los sentidos, un mirarse a sí mismo desde fuera, una cercanía que se siente aunque no se toque, una mirada dividida entre el tú y lo imposible, una caricia del diablo.


Es cierto que el resultado de esa mirada depende, en algunas ocasiones, del tipo de jardín; es obvio que no se mira de la misma forma un jardín inglés que uno japonés, uno cuidado o uno salvaje, pero creo que en la mayoría de las ocasiones, el resultado de lo que miras es una fusión del jardín y de tu estado de ánimo en ese momento.


En mi caso, con mi cuerpo siempre dispuesto a sumergirme en mi jardín, mi mirada varía con las diferentes horas del día.


Por la mañana, cuando me levanto temprano, mi primera visita es al jardín. No importa si es verano o si es invierno, ni la temperatura de cada estación, ni el estado del popio jardín. Es un encuentro con una parte de mí mismo.


Salgo y procuro empatar la temperatura que respira la hierba con la de mi cuerpo, intento mirarlo como a alguien que me ha estado esperando toda la noche, que me esperaba -eso quiero creer- con la misma intensidad con que yo lo he pensado al despertarme.


El predominio de los verdes oscuros, graves, algo retraídos en medio de las sombras, va aclarándose conforme el espacio es barrido por los primeros rayos de sol.


Lo miro como quien busca el equilibrio para continuar el resto del día, le pido un guiño de sus ojos, una mano alzada, una palabra muda que me invite a darme la vuelta y continuar con las primeras tareas.


A media mañana, en ocasiones después de haberle procurado algunos cuidados, le interrogo para saber si está tranquilo, si necesita algo de mí, si todo va bien, si tengo que cortar alguna rama que estorba, si tengo que despejar algún espacio para que el sol inunde los arbustos y haga crecer las flores.


Es la hora de dejarse querer por la hierba, de arroparse con toda la vegetación y leer algún poema que me haga sonreír, que me reconcilie con la vida.


Hacia el mediodía, lo observo intentando encontrar alguna de sus partes que esté sufriendo por el excesivo calor en verano, por el frío intenso en invierno, aunque en este tiempo, él tiene la sabiduría de adormecerse bajo la tierra, entrando en ese letargo que encierra una promesa de vida.


Esa es también la hora, si el tiempo lo permite, de compartir una copa de buen vino con él, de conversar con aire más distendido, más alegre, de hacernos mutuas promesas, es un momento de cultivar el idilio.


Por la tarde, me mira algo angustiado en verano, Está siendo castigado por muchas horas de sol y me anuncia que necesita agua, una atención, una caricia para no desmayar.


Intuye como nadie esa hora de la tarde en la que la temperatura estival se va doblegando y  en ese momento comienza a respirar de nuevo.


En invierno, la mayoría de los días, cuando los cielos y el horizonte están cubiertos por nubes que no sabemos lo que nos reservan, sus horas pasan con monotonía, se adormece y guarda silencio, pero siempre hay una flor temprana, atrevida, para anunciar la vida que contiene la tierra.


Normalmente, guardo las siguientes miradas para el atardecer, esa hora en que se escapan los colores, esa hora en que todo se adormece para fundirse en la negritud de la noche.


Siento que me saluda y se despide hasta el día siguiente, con la certeza de que estará ahí, esperándome, dispuesto a brindarme un día en su compañía y sabe hacerlo, lo aseguro.


Creo que mi jardín me conecta con la vida.


Amillano, octubre de 2021.





  

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