EJERCICIOS DE TALLER XV. UN PAISAJE, UN ESTADO ÁNIMO.



UN PAISAJE, UN ESTADO DE ÁNIMO.


Es inevitable que un paisaje o su recuerdo, no provoque que mi mente se ponga en marcha para agradecer o rechazar el momento y el lugar, para querer quedarme o para alejarme con rapidez, casi huir, aunque el tren en el que me suba me abandone en un andén no deseado, en el mismo estado de ánimo en el que estoy atrapado.


Pienso y encuentro, entre las nubes distantes de mi pasado, diferentes paisajes, unos visitados pocas veces, otros que han permanecido fijos a lo largo de mi vida. Con ellos llegan las sensaciones vividas, los colores, los olores, mi estado de ánimo en aquellos momentos.


En este recorrido de la memoria, empiezo por San Adrian y los paisajes que llenan las imágenes de los primeros años de mi vida. De todos ellos, me viene con insistencia a la mente el amplio paisaje de los campos cultivados entre los límites que marcan el Ebro y el Ega, los dos ríos que envuelven con sus brazos las tierras en que nací. Especialmente, recuerdo mi admiración por ese regadío cuando lo observaba desde los aledaños de la Iglesia vieja, ese mirador al que costaba subir. No tengo claro si lo que me retenía en esa contemplación era la belleza abierta del paisaje o la pereza de dar unos pasos más para entrar en la iglesia.


Tengo claro que sentía mi pertenencia a ese paisaje. Su observación me dejaba perplejo, me hacía sentirme pequeño, pero parte de algo grande.


Ahora me vienen sensaciones de que en el objeto de aquella observación ensimismada se acumulaban los esfuerzos de generaciones, las pequeñas alegrías por una buena cosecha, las lágrimas por las crecidas de los ríos y lo que arrasaban. 


Creo que intentaba atrapar esa imagen que siempre me iba a pertenecer, pero no estaba seguro de si la amaba tanto como para vivir toda la vida a su lado: pertenencia y cautela, con algo de distancia.

 

Necesariamente, este viaje tiene que pasar por Tolosa-Ibarra, en cuyas calles y montes cercanos pasé algunos años de mi niñez. A pesar de guardar recuerdos agradables, nunca llegué a sentirme parte de ese paisaje. Siempre me sentía fuera de mis orígenes y cuando ahora vuelvo, miro con atención ese verde brillante de las laderas que rodean las casas y sigo sintiéndome extraño, ajeno al lugar.


Es una pena que el verde me lleve a la distancia, a la extrañeza, a un ligero deseo de dejarlo, casi de escaparme.


Otro paisaje inmenso, querido en este caso, son las calles y los parques, los bares y los teatros de Madrid. Todos ellos y muchos más lugares que me dejo, forman para mí un paisaje que provoca un estado de ánimo: cosquilleo y ansiedad por llegar allí, por volver, siempre a la espera de encontrar algo nuevo.


Una vez allí, no me siento extraño ni atrapado, pero tengo la sensación de abundancia, de equilibrio, a pesar de la no pertenencia. Cuando estoy allí, voy de la sensación de anhelar todo aquello a lo que no consigo llegar a la de estar flotando en un paisaje amable pero que no es el mío. 


Por muchas razones, el paisaje que más tiempo he contemplado a lo largo de mi vida es el de Pamplona, la ciudad en la que habito.


Pamplona, sus espacios abiertos, sus parques, las riberas del Arga, la parte vieja y sus adoquines, sus fiestas, la sensación de sentirme en el sitio que he elegido. Todo eso, que debería producir seguridad y la produce, seguro, no deja de generar también un estado de ánimo muy cercano a la habitualidad, a la normalidad, a la repetición de un día igual a otro, a una cierta monotonía. 


Tal vez por ello, si pienso en el estado de ánimo que me genera, me viene a la mente una sensación de quietud silenciada, de equilibrio inestable, de estar a medio camino, de habitar en una estancia con permanentes ventanas abiertas al exterior.


Otro paisaje con fuerza que me viene a la memoria es el de la selva, empapada en verde y agua, en sonidos indescifrables, en enigmas no resueltos, en curiosidad y miedos. Es difícil pensar en el estado de ánimo que me genera: la necesidad de estar siempre alerta, a la espera de la sorpresa, reconociendo la belleza, pero sintiéndome siempre ajeno. Una mezcla de seguridad de que voy a ser atrapado por una vida invisible que me acosa, inseguridad.


Un paisaje no muy visitado, pero no por ello menos querido son los Pirineos, un escenario próximo en distancia, en el que, cuando llego, lo percibo como algo superior, cercano y lejano a la vez.


Su contemplación me sumerge en un estado de inabarcable comprensión, de derrota por la pequeñez de mis posibilidades.


Y, por último, el paisaje, nunca recorrido en su totalidad, de Urbasa, sus hayedos, sus ligeras elevaciones, sus rasos descubiertos. Aquí me siento parte del paisaje, me genera paz, no siento la amenaza de nada exterior a mí y me encuentro en paz.


Isidoro

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