EJERCICIOS DE TALLER XVI. Un vuelo

¿Por qué sueñas con buitres?


La vida que había vivido se paseaba ante su mirada como una película, dramática, por supuesto, profusa en imágenes y recuerdos, sin caminos deseables para el futuro. Frente a él, contemplaba el paisaje que los siglos, las aguas y los vientos habían creado en aquel valle, perdido entre altas montañas, que había elegido como lugar de descanso para sus últimos días.


Miraba el horizonte desde su silla, bajo la sombra del árbol que ponía la seña de identidad en su jardín: un roble centenario que le acompañaba en silencio. Era media mañana.


Había tomado, en soledad, como todos los días, el desayuno que le nutría para gran parte del día: un bol con frutas frescas troceadas y copos de avena, dátiles y yogur natural; después, un par de tostadas, una de ellas con aceite, tomate y jamón, la otra con aceite y ajo -en el fondo, ya sabía que nadie le iba a oler el aliento-; a continuación, un café solo, doble, con alguna galleta bañada en mermelada de naranja amarga.


Mientras pensaba en su vida, observaba una bandada de buitres leonados que volaban en círculos sobre los campos más cercanos a una de las pocas granjas del valle. Seguramente, habían observado algún animal muerto y, con las debidas precauciones, empezaban a planificar el festín que esperaban darse.


A pesar de lo temprano de la hora -desde hacía años, le gustaba madrugar y respirar el aire fresco de la mañana-, una cierta somnolencia le iba venciendo y no conseguía concentrarse en la lectura del libro que había elegido para ese día, un tratado de filosofía que no lograba entender.


Solamente el vuelo en círculo de los buitres conseguía captar su atención.


A su cabeza llegaban recuerdos de su infancia, el excesivo amor de su madre, sin medida, duro al mismo tiempo; la distancia de su padre, no exenta de mensajes mudos, como era habitual en aquella época en la que los afectos de los progenitores eran ruidosos por parte de madre y austeros por parte de padre.


Sobre todo, lo que le venía a la mente de aquellos años de infancia, de forma insistente, era el recuerdo de su propia mirada, el asombro que le producía lo que pasaba ante él, todo lo que era un nuevo descubrimiento, lo que llamaba su atención. Recordaba cómo se quedaba observando cada novedad, intentando desentrañar el misterio que se ofrecía ante sus ojos. ¡Tan pequeño y pensando ya en el misterio, en lo inalcanzable!


Se acercó a la sombra del porche para tomar un trago de agua del botijo que rezumaba gotas de agua a través del barro de sus paredes.


Los buitres se iban acercando más a la presa de ese día, despacio, como el que sabe que nadie le va a disputar el festín.


Se volvió a sentar y volvieron los recuerdos de sus primeros años en aquél pueblo junto al mar, sus decisiones y sus muchas indecisiones, el descubrimiento de los primeros brotes de la sexualidad, sus dudas, su diluvio de preguntas que no encontraban respuestas, sus primeras búsquedas, sus intentos de descubrir la amistad: todavía no había llegado el tiempo del amor. 


Pensaba que no le gustaría volver a esos años: demasiado agitados y poco vividos. Por otra parte, el mar siempre le había resultado el mayor de los misterios, insondable, una amenaza aún cuando dormía en calma.


Definitivamente, el día no iba a ir de lecturas; no lograba concentrarse. Al cabo de un rato, se decidió por coger su bastón y su sombrero y dejó atrás su casa, caminando hacia el horizonte de rocas que se prolongaba al norte del valle.


Por el camino, pasó cerca de los buitres, parte de los cuales vigilaban el entorno desde lo alto de una parcela poblada de rastrojos de pasto recién cortado; otros seguían volando y otros, los más osados, se acercaban a los restos de lo que parecía una oveja muerta.


No le hicieron mucho caso. Pensó que se sentían más fuertes que él y también pensó que no era una cuestión de número.


Siguió su camino y le vinieron a la mente los recuerdos de sus primeras experiencias en el monte, algunas con contenido solamente festivo, una merienda, unos juegos, contactos y sueños; otras, ya más serías, intentando probarse si era capaz de seguir los pasos de los más atrevidos, de los más fuertes, alcanzando pequeñas cumbres con nombre propio. Con esfuerzo, pensó cómo había conseguido abrirse un hueco entre las grandes cordadas, ahora ya sumidas en el recuerdo, cerca del olvido.


En aquella época de su vida, empezaba a estar rodeado de amigos de diferentes orígenes y presencias, pero recordó que siempre se había sentido algo solo. Le era difícil saber, ahora, si ese sentimiento de soledad que le había acompañado obedecía a algo personal, de su propio yo, o tenía que ver con algo más universal, más propio de todo ser humano. En cualquier caso, lo que era cierto es que la forma de sentirlo y vivirlo era solamente personal.


Acompañado de esos pensamientos, ya había tomado algo de altura y se detuvo unos minutos a contemplar el valle y el festín que los buitres se estaban regalando. Pensó que ese día habían tenido suerte y que iban a quedarse satisfechos por unas horas.


Continuó el ascenso, a ritmo más lento y descansando cada varios minutos: al fin y al cabo, nadie le esperaba, podía tomarse el camino con calma. 


Pensó que cada camino es una decisión y una oportunidad. Nunca se sabe, con seguridad, hasta dónde te llevará ni cómo vas a llegar.


A su mente llegaron, en ese inventario de su vida, recuerdos de su primera madurez, de las primeras decisiones serias que marcaron su vida: el abandono familiar, la salida del entorno protector de sus orígenes, de sus amigos; al final, una huida, un comienzo. Por un momento pensó si ese recuento era casual o era el cumplimiento de un deseo, de una decisión, algo buscado con un fin concreto y una sombra de inquietud se asomó a su rostro.


Siguió subiendo y pudo observar que los buitres iban terminando su almuerzo. De hecho, algunos de ellos iban dejando la aspereza de la tierra y se iban elevando en vuelo, alejándose de sus compañeros, buscando posiciones en los huecos que, como puestos de vigía, les ofrecían las rocas.


Pensó en sus decisiones de formación, en las de trabajo y, sobre todo, en las de su vida personal, en el amor y pensó que en todas ellas había cometido errores y aciertos, salvo en las del amor.


En las del amor había acertado de pleno, con errores previos, eso sí. Había vivido con plenitud, con la certeza incuestionable de sentirse amado y de amar, sin explicaciones, de forma natural, rotunda, con la seguridad de estar con la mejor compañía que podía estar. Siempre había creído que no la merecía. También pensó que, a pesar de ello, nunca le había abandonado esa sensación de soledad que penetraba en su vida como penetra el agua en la tierra, intermitente pero recurrente.


Pensó que, al fin, la soledad era patrimonio de todos: solamente había que detenerse y pensar en uno mismo, en su origen, en sus decisiones, en la realidad de cada día, en su finitud.


Se acercaba a la cima y pasó cerca de algunas oquedades en las que los buitres descansaban mirando el valle, intentando ver otras oportunidades de alimentarse. Algunos de ellos, se lanzaron al aire. A él, su vuelo, le pareció realmente bello. Se le pasó por la mente la idea de que la soledad que debían sentir en su vuelo no debía ser dolorosa. Más bien debía ser el fundamento de su libertad de girar y girar, con o sin sentido, en la levedad del aire.


Por un momento, envidió a los buitres y su vuelo.


Retomó su camino y pensó en su soledad actual, en la soledad física en la que le había dejado la partida sin sentido de su amor -de hecho, todavía no había podido enfrentar ni entender las razones de su abandono-, hace ya unos años; en la soledad y la distancia inevitable de sus hijos que vivían su vida como él mismo la había vivido; en la soledad también inevitable de sus amigos, cada uno de ellos preocupados por su propia supervivencia.


Con estos pensamientos, se dio cuenta que había llegado a la cumbre. 


Se acercó a los riscos que miraban al sur, hacia el valle donde le esperaba, ¿o no?, su casa, su huerta, sus libros, su música, sus flores.


Desde donde se encontraba, se precipitaba una caída de más de doscientos metros, que acababa en los castaños y los robles que poblaban las laderas más bajas, pasando por los espacios en los que habitaban los buitres, desde los que observaban lo que consideraban su reino.


Intentó localizar su casa, pero no lo consiguió. Todo parecía más lejos de lo habitual.


Tal vez era su vista que también iba fallando desde hacía un tiempo.


A sus pies volaban los buitres de forma majestuosa, desplegando y tensando sus alas que parecían mantos de delicadas y ornadas telas. Su vuelo respiraba paz, la que a él le faltaba. 


No tuvo que hacer esfuerzo alguno ni tomar ninguna decisión, apenas levantó un pie del suelo unos centímetros… y avanzó.


De pronto se sintió pasando veloz entre los buitres, hacia el fondo de las rocas. Observó que algunos buitres le seguían de cerca en su caída.


Pensó que, cuando la caída es larga, aún se tiene la sensación de que se vuela, de que se puede remontar el vuelo.



Agosto de 2021

Isidoro Parra.


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