CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Décimo novena etapa.

DIA 7 DE OCTUBRE:

DE ASTORGA A RABANAL DEL CAMINO.


Salgo del albergue pasadas las seis y media de la mañana y no paro de caminar hasta que paro en Murias de Rechivaldo, pasados algo más de cuatro kilómetros de Astorga, para tomar un desayuno en un bar recién abierto, con las tortillas de patata aún humeantes.


En las propias calles de Astorga, me sorprende un mural pintado sobre una pared, de un realismo pocas veces visto. En la imagen, un hombre de campo, disfruta de una cena con las viandas típicas de la zona. Su nitidez y luminosidad me sorprenden para ser un mural. Espero que sea permanente y no algo temporal.


Las mañana es más fría que en días anteriores y pienso que  tendré que considerar para las próximas etapas ponerme algo más de ropa. Acelero un poco el ritmo para ver si la actividad provoca la desaparición de esa sensación de frío que me envuelve.


También antes de llegar a Murias, tengo la primera alegría de la mañana. Hoy es el cumpleaños de Marcos y los vídeos que ha mandado Xabier son encantadores. Me he reído con las confusiones del pobre Marcos escuchando las instrucciones de su padre y su interés en mandarme el mejor mensaje y en terminar pronto; y he seguido mi Camino sonriendo unas cuantas veces más a lo largo de la mañana. A primera hora, yo le había mandado el mensaje de felicitación y en lugar de darme las gracias, me felicitaba él a mi.


Al poco de salir de Murias, tal vez porque no había amanecido y la visibilidad que te permite el frontal no es suficiente, unido a una no muy buena señalización, hacen que una vez más no me dé cuenta del desvío que me podía llevar a la ruta alternativa que pasa por Castrillo de los Polvazares y continuo el camino recto.


Al cabo de casi una hora de camino, me doy cuenta que voy dejando a mi derecha un núcleo de población que por la altura y significación de su iglesia, por la ubicación en el terreno y un halo no definible que respira supongo es Castrillo.


Así que, pensando en que la etapa de hoy no es muy larga, ni corto ni perezoso, tomo un camino de concentración sin señalizar que, por el sentido que lleva, espero me conduzca a Castrillo. Voy solo por el Camino, sin nadie delante, ni detrás ni a los lados y, en la medida en que voy perdiendo la ruta señalada y voy viendo que todos los peregrinos siguen por ella, empiezo a pensar si no he cometido un error.


Pero no, el Camino que he tomado me lleva, con algún pequeño rodeo, a esa población que quería ver y entro en el pueblo.


Rápidamente, al ver las primeras imágenes, me doy cuenta que ha merecido la pena: el pavimento del suelo de las calles, de piedra y tierra, las tapias de piedra rojiza, tan cuidadas como un palacio, las casas, todas muy parecidas y todas diferentes, algunos muros, las calles estrechas, las puertas, enormes y pintadas de azul, de verde o solamente barnizadas, y las fachadas, casi todas con señorío,  la sólida espadaña de la iglesia, los colores que armonizan entre ellos, hiedras otoñales que enriquecen las fachadas, algunos corrales o tapias en el campo, tan vistosas como el resto, todo forma parte de un escenario encantado que no sabes si lleva allí toda una eternidad o ha sido construido como si de un parque temático se tratara.



(Castrillo de los Polvazares)


Para mayor felicidad, el pueblo no ha despertado y puedo recorrerlo como si fuera un pueblo fantasma, solo y en silencio. Como siempre y en cualquier ocasión, el silencio ensalza y acrecienta la magia de las cosas. 


Supongo que no hay mucho peregrino que pase por este sitio porque no se ve movimiento en los albergues ni en los hostales y tampoco me encuentro ningún bar abierto.


Cuando me voy, lo hago con la sensación de haber pasado por uno de los pueblos más bonitos que he visto en mi vida, aunque también supongo que el invierno, para vivir en él, será duro, durísimo.


A la salida del pueblo, tomo el camino que me vuelve a llevar al trazado oficial del Camino y en el recorrido me encuentro otra sorpresa: un pequeño corzo, casi una cría pequeña, en medio del camino, a treinta metros, me detengo y me mira con curiosidad, avanza unos metros por el mismo camino, saltando, y me vuelve a mirar, avanzo unos metros, despacio, y él, saltando, se mete en la espesura (perdón, ésta última palabra está robada a San Juan de la Cruz) donde le pierdo de vista, dejándome una sonrisa en la cara. Pienso en Adriana y en Marcos, en la posibilidad de que hubieran podido presenciar esta pequeña maravilla.


Una vez tomado el Camino oficial, al cabo de pocos kilómetros, me acerco a Sta. Catalina de Somoza, un pequeño pueblo con una calle corta y estrecha, casi ocupada por las mesas, en forma de terraza, de un bar abierto para peregrinos. Al acercarme al pueblo, se va divisando la torre de la iglesia, con una luna de buen tamaño al fondo que todavía no he perdido de vista.


A lo largo del Camino, en muchas señales, veo una referencia a “El flamenco arañao”. Pienso en que tengo que averiguar qué es y,  cuando acabo la etapa busco en internet y lo único que encuentro es un bar de Benasque que tiene ese nombre. 


El paisaje ha cambiado rotundamente, los campos de cultivo han dado paso a los pastos rodeados de árboles y con el ganado pastando, los escasos árboles (plataneros o chopos) han dado paso a masas de robledales, encinas y pinos.


Y más San Juan de la Cruz:


(La Esposa)

Cuanto tú me mirabas,

su gracia en mi tus ojos imprimían;

por eso me adamabas, 

y en eso merecían

los míos adorar lo que en ti vían.


No quieras despreciarme,

que, si color moreno en mí hallaste,

ya bien puedes mirarme,

después que me miraste,

que gracia y hermosura en mi dejaste.

 

A lo largo del camino de hoy, el Teleno me vigila desde mi izquierda. Tiene el aspecto de ser una buena montaña, se la ve pesada y amable, reposando, pero siempre acompañando, como una madre mayor que ha visto pasar muchas vidas por delante, que saborea el placer de la espera, de la contemplación, que no enjuicia, que invita a la paz.


Paso por El Ganso, donde paro a comerme una manzana, beber un poco de agua y descansar un rato. Al poco tiempo de dejar este enclave, el camino se vuelve algo más abrupto y se estrecha hasta convertirse en una senda entre robles. Durante varios kilómetros, la cerca de alambre que separa la senda del bosque está llena de cruces, hechas con palos, que los peregrinos han ido componiendo.


Mientras camino, vuelven a mi cabeza las puertas, puertas grandes, puertas maragatas, puertas de madera, lo que esconden, lo que guardan, lo que te ofrecen oculto tras ellas, lo que te pueden cambiar. Quiero tenerlas presentes en mi retina y mantener la esperanza de volver a verlas y que haberlas visto me ayude a iniciar mi trabajo de fotografías y poesía sobre las puertas que tengo en mente.


Me acuerdo de ese corto poema de Karmelo C. Iribarren:


PUERTAS


Las abiertas

no te dicen gran cosa:

entras o sales.


Las cerradas tienen su misterio,

aunque casi siempre

prometen más de lo que dan.


Con las entreabiertas

hay que tener mucho cuidado,

suelen ponerse irresistibles.


Al mismo tiempo que camino voy pensando en lo que llevo ya recorrido, en esta experiencia y noto que se han producido cambios sustanciales, tanto fuera de mi, en el entorno que me rodea, como dentro, en mi interior. Tengo la sensación de que todo va tomando su sitio. He pasado por las zonas secas, tengo la sensación de que el camino es mi amigo, que me da sentido cada día, que me encuentro feliz en él, que forma parte de mi y que el paisaje que me espera lo espero con alegría. 


En mi interior, se ha introducido una calma personal y espiritual importante, la noto, relativizo todo más, sin que ello suponga no darle importancia a nada. Creo que veo mi pasado y mi vida con más claridad, reconociéndome en los fallos y en los aciertos, en mis fortalezas y en mis debilidades, aceptándome, queriéndome más, pero con un poco más de humildad. 


Son sensaciones sencillas, pero profundas.


Cuando voy acercándome a Rabanal, pienso en la recomendación de Mariano y de Sabin de escuchar a los monjes benedictinos cantando en gregoriano.


Y pienso en Mariano, en Mariano y en María Jesús, en sus hijos, un núcleo familiar vivido desde hace tantos años. Mariano, uno de mis tres mejores amigos, sin dudarlo, probablemente el más fiel, el que siempre he sentido junto a mí, el que me demuestra más respeto, no exento de bromas no entendibles para muchos, y más consideración. Un faro en mi camino, recio como buen soriano, desprendido y generoso como pocos, sin pedir nada, siempre con la mirada atenta, con mucho que dar, dando todo. Y María Jesús, su sonrisa, su amor por Mariano, por sus hijos, por nosotros, su alegría, su optimismo, su risa, su cariño. No cambiaría ésta relación por nada. Un afecto que ha trascendido a sus hijos y a los míos. Gracias a todos, Mariano, María Jesús, David y Maite.


A pesar del tiempo empleado en el desvío a Castrillo, llego a las doce, pero el albergue está cerrado hasta la una y media y tengo que esperar en la puerta junto con otros peregrinos que van llegando.


Hay un cartel en la puerta en el que indica que no reciben mochilas y me pongo en contacto con Correos, donde me informan que la han dejado en un hostal, a unos veinte metros del albergue que he elegido. Me dirijo allí y la recojo sin problemas.


Mientras espero, escribo mi mensaje del día:: “Décimo novena etapa acabada, entre Astorga y Rabanal del Camino. 28.858 pasos y 24 kilómetros. Esperando que abran el albergue.”


Poco antes de la hora señalada para la apertura de la puerta, vuelvo a leer el cartel de la puerta y veo un mensaje en el que advierten que, dado el carácter de albergue de voluntarios, se admitirá a los peregrinos por riguroso orden de llegada, con preferencia a los que vienen andando y cargando con su mochila. Me preocupa qué pasará, pero cuando llega la hospitalaria, inglesa, le hablo del tema y, con toda naturalidad me pregunta: “¿Pero Ud. viene mal, con problemas, está enfermo, no?”, y me sonríe. Le contesto afirmativamente y nos sonreímos.


Después de dejar mis datos, tomo posesión de mi litera, me ducho y hago mi colada que tiendo en un amplio y hermoso jardín que tiene el albergue.


Dejo el albergue para ir a comer, viendo cómo mi ropa se seca con las caricias de un cálido sol otoñal.

 

Como en el restaurante del hostal en el que me habían dejado la mochila un menú del día más elaborado que en otros bares del Camino.


Después de comer, me retiro al jardín del albergue y, entre sol y sombra, escribo el diario, calibro y decido sobre la etapa del día siguiente y termino de leer “Copérnico”, de John Banville, que me deja un buen sabor de boca, un recuerdo de una escritura trabajada, con fuerza y mucho sentido.


Poco antes de las siete de la tarde, me acerco a la antigua iglesia, enfrente del albergue, donde tres benedictinos alemanes han fundado el Monasterio de San Salvador del Monte Irago y cantan “Las Horas” en gregoriano. Asisto a Vísperas y la pequeña iglesia está llena, algunos por curiosidad, otros con fe. Yo, por mi parte, esperaba más de esta experiencia. Por una parte, el canto gregoriano me ha resultado bello, pero no ha traspasado nada en mí. Probablemente, el hecho de estar tan llena de gente la iglesia, el entrar y salir de peregrinos y, sobre todo, de turistas curiosos, me ha hecho perder atención e interés. Creo que lo habría vivido con más intensidad si hubiera estado menos concurrido o solo lo hubiera estado por peregrinos y en mayor silencio.


Decido no asistir al siguiente oficio.


El albergue, denominado Gaucelmo, está gestionado por hospitaleras voluntarias de la Confraternidad de St. James, de Gran Bretaña.


Compro algo de ensalada y ceno en la cocina del albergue. Después me retiro a descansar y leer un poco.


Recuento físico:

Pasos del día: 28.858. Acumulados: 625.401.

Kilómetros del día: 24. Acumulados: 506,1.


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