CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Vigésima etapa.

DIA 8 DE OCTUBRE:

DE RABANAL DEL CAMINO A PONFERRADA.


Salgo de Rabanal hacia las siete de la mañana, de noche, sin desayunar. Procuro prepararme los pies con cuidado porque sé que la etapa de hoy es dura, con una fuerte subida al principio, desde el inicio del recorrido, sin descanso, y un largo y pronunciado descenso en el resto de la etapa. Así, sin darme tiempo libre, inicio la subida hasta Foncebadon, por la senda del puerto del mismo nombre.


Voy subiendo por un Camino que atraviesa un bosque de robles, castaños y servales, lleno también de brezos y matorral bajo que entreveo en medio de la oscuridad de un frío amanecer, sin que pueda despistarme de mirar al suelo porque el camino es estrecho y accidentado, lleno de piedras y raíces, atento también a las señales para no coger una senda equivocada.


Puedo apreciar alguna linterna que recorre el Camino delante de mí, pero no muy cerca, y alguna otra por detrás, también lejana.


Después de algún kilómetro, el paisaje se abre y el sendero pasa por un espacio amplio con una fuente que, de día, podría ser un lugar de descanso apetecible, pero ahora, de noche, no invita a quedarse y decido continuar mi Camino.


La subida es dura y sin alicientes de paisajes que observar, sin gente con la que cruzar un saludo. 


Las montañas solo me brindan su perfil oscuro que va haciéndose más nítido conforme asciende el amanecer desde el valle que he dejado atrás.


Antes de llegar a Foncebadon, donde paro a tomar un desayuno, puedo contemplar y fotografiar el mejor amanecer que he visto en el Camino, el más espectacular. La altura desde la que lo contemplo ayuda a apreciar la salida del sol y todas las tonalidades que se van perfilando en el valle, alejando a las sombras de todo el entorno. Los reflejos del sol que está saliendo, como un cañón de luz, se filtran por el bosque y los diferentes niveles de paisaje y al chocar con los arbustos más cercanos, intentando atravesarlos, me ofrecen colores no vistos en otros amaneceres, colores rojos, violetas intensos, azules, amarillos brillantes .. A pocos metros de mí, un nutrido grupo de peregrinos, con un guía que los dirige, están contemplando este amanecer que, a mí, me trae recuerdos de otros amaneceres, Bagan, en Birmania; o Viñales, en Cuba, o Machu Pichu, en Perú.


Un día para creer, para sonreír, para tener esperanza, para celebrar la vida, para acordarse del amor y sus regalos, para agradecer lo que soy y lo que tengo, todo me ha sido regalado como si lo mereciera. Y pienso que esto no tendría que ser tan fácil, pero lo es.


El desayuno es copioso, atendido por un hippie ya maduro y mandón con la gente que le ayuda. El comedor parece un campo después de una batalla, con los restos de la cena o las copas de la noche anterior, con las paredes llenas de fotografías que han enviado peregrinos, con ayudantes de cocina que no sé si son empleadas o peregrinos que no pueden pagar la estancia y lo hacen con su trabajo.


Al salir, observo que el pueblo está renaciendo a la sombra del Camino, varias obras de nuevos restaurantes, albergues y otros negocios, llenan las calles. Las nuevas casas nada tienen que ver con las viejas edificaciones; frente a la pequeñez y la austeridad de éstas, las nuevas tienen dimensiones que las multiplican por más de un dígito y que, como no podía ser menos, a pesar de la piedra de sus muros, no guardan ninguna identidad con el pasado.


La ascensión hasta la Cruz de Ferro, cuya mayor parte es de madera con un capuchón metálico en su cima y otras arandelas, también metálicas a media altura, dura alrededor de una hora, por senderos ya más suaves, desde los que tengo que detenerme varias veces para contemplar un paisaje que dejo atrás y una comarca amplia que tampoco volveré a ver en este Camino.


La visión de la cruz impresiona, impresiona la cruz y el espacio en que se ubica, con sus perfiles de montañas y de vacíos al Este y al Oeste, en un día despejado y con esa cantidad de piedras dejadas por peregrinos a sus pies; piedras que son ofrendas, promesas, deseos, nostalgias, intenciones, sentimientos, cualquier cosa o todo lo que cualquier peregrino lleva a estas alturas del Camino.


Me detengo unos minutos para sacar alguna fotografía que me piden y, de paso, para que me saquen a mí alguna fotografía al lado de la Cruz.


  (Cruz de Ferro)


Nada más dejar atrás la Cruz, se inicia un descenso que va a durar kilómetros y kilómetros. 


A poco de iniciar el descenso veo imágenes otoñales que me recuerdan a mi tierra, los primeros amarillos, algunos rojos, las cimas peladas de los montes y una calma instalada en el ambiente. Es el otoño que busca su camino, que quiere llegar para instalarse, para darnos su color.


Y retomo, con el placer de parte del deber cumplido, a San Juan de la Cruz:


(La Esposa)

Cogednos las raposas,

que está ya florecida nuestra viña,

en tanto que de rosas

hacemos una piña,

y no parezca nadie en la montiña.


Detente, cierzo muerto;

ven, austro, que recuerdas los amores,

aspira por mi huerto,

y corran sus olores,

y pacerá el Amado entre las flores.


En ese momento, para sacarme del encantamiento, observo que vamos en procesión. Descubro que se han incorporado al camino un grupo de más de noventa personas de Cádiz que hablan continuamente, sin descanso y con un tono alto, cantan, se llaman a gritos y andan, poco, eso sí, pero andan y llenan el espacio del camino. Es imposible ver un tramo de camino solitario. Ni te puedes quedar porque te arrastran, ni puedes mantener un ritmo continuado porque tropezarías con los que van por delante. Está claro que éste no es el Camino que pensaba hacer ni el que he vivido hasta ahora.


Al poco rato, llego a Manjarín, un enclave formado por apenas dos casas, bastante deterioradas. La que está junto a la carretera, esta llena de carteles, banderas, desorden y tiene pinta de ser otro sitio del Camino al que echar una ojeada, pero son tantas las personas que están parando que me siento mejor siguiendo la ruta. De todos modos, no tiene un aspecto muy saludable ni muy limpio.


El descenso es criminal, camino estrecho, desigual, cuajado de piedras y raíces leñosas que sobresalen del suelo cubiertas de polvo y que parece las hayan puesto para que tropieces irremediablemente.


Me tuerzo los tobillos varias veces, afortunadamente sin consecuencias por el tiempo que llevo caminando y la ductilidad de los tendones. Hay momentos en los que la pendiente te empuja y coges la velocidad que no quieres. El esfuerzo y las molestias te invitan a parar con más frecuencia que cualquier otro día, pero todavía se ve lejos la meta y piensas que todavía estarás más cansado pasados unos kilómetros. Agradezco el apoyo que me dan los bastones, pero me doy cuenta que he perdido el taco de uno de los ellos. El Camino se lo ha quedado.


Desciendo y desciendo de forma irregular, casi salto, me arrastro, tropiezo, casi maldigo. En fin, el peor trozo del Camino hasta ahora, aunque hay que compensar esta sensación con otras cosas positivas:


  • El lujo de la visión de las montañas que me rodean y acompañan.   
  • Los pequeños pueblos colgados en las laderas de las montañas que me recuerdan a pueblos de las Alpujarras granadinas.
  • La visión del Bierzo, a lo lejos, un valle entre montañas, en el que espero disfrutar de sus viñedos.
  • La belleza de algunos pueblos de montaña como El Acebo, Riego de Ambrós y Molinaseca.


El primero de estos pueblos, El Acebo, es una agradable sorpresa, en el que veo, por primera vez, las balconadas corridas, de madera, en los primeros pisos de las casas de piedra, con su escalera desde la calle y, algunas de ellas, profusamente engalanadas con geranios.


A la entrada, hay varios bares y paro en uno de ellos, para tomar un refrigerio y aprovecho para descalzarme y dejar que los pies se recuperen de la larga bajada, aunque aún me quedan algunos kilómetros de descenso.


El segundo, Riego de Ambrós, aparece tras un recodo del camino, con una antigua casa rural preciosa. En su casco urbano, me detengo para visitar la ermita de San Sebastián, atendida por personas del pueblo. Algunas calles en cuesta, ofrecen una visión escalonada de casas típicas que componen rincones de una belleza que te obliga a pararte.

 

Llegar a Molinaseca supone perder de vista la bajada y emprender el resto del camino con un entorno urbanizado hasta llegar a Ponferrada.


Al preparar la etapa, me había parecido observar que en éste último tramo, el recorrido daba algún rodeo importante con intenciones solamente comerciales. Por eso, antes de dejar el pueblo, me paro a tomar una cerveza pequeña y aprovecho para preguntarle al camarero sobre la ruta. Efectivamente, me aconseja dejar esos desvíos y continuar por la carretera, aunque no sea muy agradable, hasta el destino.


En los últimos kilómetros comparto camino con una joven profesora canadiense, casada, que está haciendo el Camino desde San Juan de Pie de Port. Hablamos en francés y noto que voy recuperando el idioma. Al llegar a Ponferrada, nos paramos a preguntar por nuestros destinos porque escasean las señales y seguimos cada uno por nuestra cuenta hacia diferentes albergues. Me doy cuenta de que ni siquiera nos hemos preguntado nuestros nombres.


Llego al albergue “San Nicolás de Flüe”, atendido por hospitaleros voluntarios. El edificio es bastante moderno y la atención es amable. Todos los hospitaleros son gente enamorada del Camino, con mucha experiencia y con una gran disposición para ayudar a los peregrinos. Entre ellos, hay uno que se dedica a revisar pies, ampollas y estado general de las piernas. De hecho, le pido que me revise las uñas y coincide en la previsión que me habían hecho en Astorga. 


Un poco antes, presencio cómo le echa una buena bronca a un peregrino que tiene las piernas totalmente tensionadas y que ha hecho un recorrido de más de treinta y cinco kilómetros en ese estado. Le ha vaticinado que si no cambia de rutinas no llegará a Santiago.


A otro le pregunta por su hidratación y al ver la respuesta le dice que debe tomar un pequeño sorbo de agua cada diez minutos, no grandes cantidades porque entonces el agua se va directamente a la vejiga sin que el cuerpo reciba ninguna hidratación.


Una vez instalado en mi litera, mando mi mensaje diario: “Vigésima etapa acabada, de Rabanal del Camino a Ponferrada. 41.766 pasos y 34 kilómetros.”


Me ducho, hago mis curas y la colada que tiendo en una zona algo apartada, justo al lado de la capilla.


Descanso en el albergue hasta media tarde, poniendo al día el diario, preparando la etapa del día siguiente y dándole un buen empujón a “Guerra y Paz”.


A las cinco y media, más o menos, salgo a conocer un poco Ponferrada, paso por delante del Castillo, pero no me decido a entrar. Estoy bastante tocado y prefiero no abusar de andar esta tarde. Cruzo las plazas y calles de la parte vieja, muy animadas de gente. Es festivo.


Después de dar con una farmacia para hacer alguna compra, tengo la suerte de dar con una quesería, “La Vía Láctea”, que funciona como tienda, bar y restaurante de quesos. Entro y todo lo que veo me gusta.


Me doy el lujo (no he comido) de pedirme una burrata con tomate y aceitunas negras, completado con una pequeña tabla de Gamoneu y Gorgonzola, regado todo ello con tempranillo blanco de Rioja.


El sitio, el momento y la experiencia inesperada, me crean el clima para escribir y tomo alguna nota.


Tranquilamente, recorro el camino de vuelta y compro algo de fruta para el día siguiente.


Me tumbo en mi litera y leo un rato hasta que me viene el sueño.


Recuento físico:

Pasos del día: 41.766. Acumulados: 667.167.

Kilómetros del día: 34. Acumulados: 540,1.


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