CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Vigésimo tercera etapa.

 DIA 11 DE OCTUBRE:

DE O’CEBREIRO A TRIACASTELA.


Salgo, sin un ápice de luz natural, ayudado por mi frontal, detrás de los italianos que han dormido en las literas próximas a mí en el albergue, un padre, dos hijos y una mujer joven. Aunque parecía que llevaban buen ritmo, no nos hemos descolgado y hemos recorrido una parte del camino casi juntos.


El principio del Camino son subidas y bajadas hasta superar Liñares y el alto de San Roque, en Piedrafita do Cebreiro, donde se erige un monumento al peregrino enorme, que no puedo apreciar porque todavía es de noche y ni las luces de las linternas ni los flashes de las cámaras de fotos pueden iluminar el espacio lo suficiente como poder apreciarlo. En este espacio coincido de nuevo con los canadienses con los que compartí dormitorio en Pereje y, aunque a distancia, nos acompañamos durante unos cuantos kilómetros.


El Camino discurre por un paisaje suave, de verdes colinas y campos de forraje bordeados de árboles y tapias de piedra que voy apreciando conforme va entrando el día. Así, llego hasta Hospital da Condesa, donde puedo apreciar su iglesia de San Juan, que ofrece ya un aspecto diferente a todo los visto: su torre de campanario es cuadrada, sólida, nada que ver con las ligeras espadañas de las iglesias de Castilla. El tejado es de lajas de piedra colocadas unas sobre otras como hojas de papel. El color, gris.


Sigo el Camino, afrontando algún tramo de subida duro hasta llegar al alto de O’Poio, el techo del camino, con sus 1.335 metros.


A partir de ahí, y de día, todo el resto de la etapa es una bajada continua, muy suave y con un suelo amable, que atraviesa pequeñas aldeas y caseríos de lo que claramente es una vertiente atlántica. Se respira otro aire, todo está verde como si lloviera todos los días, aunque en este caso, este año, no sea la realidad de lo que sucede. Por eso, las fumarolas de los incendios que se están produciendo en la zona, me acompañan a izquierda y derecha del camino, algunos más cerca de lo que me gustaría.


El otoño se hace ver con suaves caídas de hojas y una gama de colores preciosos que nos ofrecen los robles, abedules, fresnos, castaños, avellanos y una variedad de árboles y arbustos que parecen la obra de un gran jardinero. Y, por si fuera poco, los helechos. En la distancia, las líneas de árboles que delimitan los prados se ven como masas pardas de algodón.


Es una mañana agradable y la paz se respira por todos los lados.


                                (Mi sombra en el Camino, en las proximidades de Fonfría)


Al llegar a Fonfría, dejo a mi izquierda el albergue A Reboleira, construido en forma de dos pallozas unidas. No está en mis planes de ruta el quedarme en este sitio, pero sería un buen lugar para pernoctar. Ya en el pueblo, admiro la pequeña iglesia de San Juan, con su cementerio en el jardín que rodea la iglesia, la primera muestra de este conjunto de iglesia y cementerio que veo en Galicia.


El camino me lleva a O Biduedo, pasando por sendas bordeadas de lajas de piedra que delimitan los prados donde grupos de vacas descansan y se alimentan de hierba fresca.


En Biduedo, paso por la ermita de San Pedro, una pequeña joya de piedra gris para las paredes y lajas de piedra también gris para el tejado.


En el pueblo, intento tomar un café en un bar que me parece agradable, pero nadie responde a mi llamada. Me siento un poco en la calle, a descansar y esperar. En ese momento, pasa por allí una señora conduciendo un grupo de vacas hacia los prados y me dice que es la dueña del bar y que si puedo esperar quince minutos, le digo que sí, pero los quince minutos se hacen más de veinte y, sintiéndolo mucho, continuo mi camino.


Entre pueblos, caminos y caseríos, recupero a San Juan de la Cruz:


(Esposa)

¡Oh ninfas de Judea!,

en tanto que en las flores y rosales

el ámbar perfumea,

morá en los arrabales,

y no queráis tocar nuestros umbrales.


Escóndete, Carillo,

y mira con tu haz a las montañas,

y no quieras decillo;

más mira las compañas 

de la que va por ínsulas extrañas.


Dejo a un lado Filloval y sigo mi camino por caminos cada vez más profundos, con más presencia de castaños que, todavía ahora, dan una sombra que aligera el camino. Los muros de tierra que limitan por algún lado, o por ambos, el camino se hacen cada vez más presentes, y transmiten esa sensación de estar recorriendo caminos antiguos. Entre las hojas y ramas de los castaños, se pueden apreciar paisajes verdes sin fin.


Paso por una finca donde puedo ver un hórreo, rodeado de castaños, con sus columnas de piedra o granito sobre el terreno, sus paredes de madera oscurecida y su cubierta de mimbres o del material vegetal con el que hacen los techos.


La mente se me va a Amillano, a sus gentes, a Ósca y Marta, a Óscar y Elena, a Raúl y Naiara, cada uno con su vida, con su suerte, con un tesoro que se llama fuego de familia, lazos difíciles de destruir, con sus afectos y  los retos que la vida les depara para el futuro. Pienso en sus diferencias y lo que los une, en lo que nos dan y en lo que les damos. Como diría San Juan, formamos una “ínsula extraña”.

 

Cruzo Pasantes, una pequeña aldea, con sus bellas casas de piedra, humildes pero sólidas, y su pequeña ermita a la salida del pueblo.

 

A pocos kilómetros ya del destino, llego a Ramil, un pequeño pueblo que me trae otra sorpresa, un castaño milenario en medio del pueblo, con su tronco en parte seco y retorcido como cualquier ser que envejece, en este caso con mucha dignidad y renovando sus esperanzas cada primavera.


Llego al final de la bajada, algo accidentada en los últimos kilómetros, por caminos que parecen torrenteras secas, a mi destino de la jornada: Triacastela.


Recorro la calle que parece la columna vertebral del pueblo y busco mi albergue “A horta de Abel”, en una casa de piedra, no muy grande, con habitaciones tampoco grandes y baño completo para seis literas. Llego pronto y me da tiempo para enviar mi mensaje, ducharme, curarme y hacer mi colada que tiendo al aire libre, en el jardín del albergue.


Mi mensaje: “Vigésimo tercera etapa acabada, de O’Cebreiro a Tricastela. 27.836 pasos y 23,2 kilómetros.”


Siguiendo los consejos de la persona responsable del albergue, me voy a comer a un restaurante cercano, en cuya terraza, como una ensalada y una más que apreciable chuleta de ternera gallega cortada al estilo americano. Allí, mientras voy contestando a los mensajes recibidos, me entero de la amenaza de entrada de un frente de huracán y de tormenta tropical para el próximo lunes, lo que me lleva a replantearme el recorrido, con la intención de acelerar la llegada y planifico la etapa para dejar atrás Sarría, el destino habitual que marca la guía.


Regreso al albergue y comienzo a leer “Fragmentos” de George Steiner. El recuerdo de la lectura de Errata me ha dejado huella y quiero seguir leyendo otros libros de este autor, aunque tengo que reconocer que este hombre da para mucho más de lo que yo puedo abarcar.


Desde el jardín del albergue, veo a José María y Eva en la terraza del mismo restaurante en el que he comido yo. Pienso que les veré por la tarde en algún sitio del pueblo o que les veré en la cena. 


También he terminado de leer Tierra de fuego, de Adam Zagajewski. Me encanta este autor y siempre que leo algo de su poesía me dan ganas de ponerme a escribir.


Entresaco estos versos de su poema, “Jardín de las Palmeras”:


Olvídate de ti, ciégate de éxtasis,

olvídate de todo, volverá así quizás

otra fraternidad y una memoria más profundas,

y dirás no lo sé, no sé cómo ocurrió:

las palmeras abrieron mi corazón ansioso.”


O, para terminar, el final de “Un poema chino”:


“Tan sólo la pureza es invisible

y el atardecer, cuando luz y sombra

se olvidan de nosotros un momento,

ocupados en barajar secretos."


El libro me ha dado más, mucho más, pero tampoco voy a transcribirlo entero. Cada vez más, la poesía, sobre todo, me hace pensar y eso es bueno.


Cuando ya atardece, me doy una vuelta por el pueblo y paso por el amplio cementerio que rodea a la iglesia, con su alta torre, atípica para estas tierras. Contemplo también un hórreo de piedra, redondo, con tejado de pizarra, en medio de un prado verde. El pueblo tiene alguna casona que recuerda a obras de indianos y muchos bares. 


Me quedo a cenar en un bar muy concurrido por peregrinos y pruebo comida gallega.


Después, con tranquilidad, me retiro a descansar y leer un poco más, pensando en la etapa del día siguiente.


Recuento físico:

Pasos del día: 27.836. Acumulados: 766.185.

Kilómetros del día: 23,2. Acumulados: 621,4.


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