CARTA ABIERTA Nº 4 A LOUISE GLÜCK.

Buenos días, Louise,


La mañana está algo desapacible, estamos en mayo. Las nubes cubren la mayor parte del cielo, dejando algún claro para motivarnos, pero un viento fresco barre las copas de los árboles del jardín que diviso desde mi ventana y los pocos paseantes van abrigados.


Encima de la mesa, a mi izquierda, tengo el último libro tuyo que he leído: “El iris silvestre”.


La publicidad que invita a comprar tu libro dice que tal vez se trata de tu obra más ambiciosa. Yo no sé valorar si es así, pero sí puedo decirte que la impresión que me ha dejado es de rotundidad, no tanto de las palabras o las sentencias que incluyes, sino de la armonía que encierran sus poemas. Hace falta mucha armonía para decir cosas tan trascendentes de esa forma tan amable, tan sincera y tan amplia.


No podría decir que se trate de un libro amable, pero tampoco desesperado.


Me he sumergido en ese espacio que has construido para dejar correr las palabras en este libro, en ese jardín en el que en ocasiones dialogas con las plantas y no te hace falta nada ni nadie más; en otros poemas hablas con las plantas y con Noah y las flores; en otros vuelves tu voz hacia John, le ayudas con las plantas en esa tarea lenta, eterna, de luchar contra las malas hierbas; en otras hablas con los dos, pero en muchos de los poemas las palabras que has puesto sobre el papel van desde tu interior hasta el Padre y, en otros, desde el Padre hasta ti, en un lenguaje rico en significados, en dudas y en misterios.


Además, creo que has elaborado un lenguaje distinto, capaz de acumular dudas y reproches, pero también agradecimientos y reconocimiento.


Me he sumergido en tus poemas desde el primero hasta el final y me he dejado llevar lentamente por el jardín y las palabras.


En algunos maitines he visto tu mirada hacia la depresión, dejando que el corazón, alegre a pesar de todo, se demore en el jardín como hoja abandonada, casi seca, pero sintiendo el abandono como una parte, no como el todo.


Te he escuchado hablar en tu regreso del pozo oscuro, asumiendo el peligro, las palabras, el riesgo, la alegría, la nueva oportunidad de vivir.


Me ha parecido percibir la voz de Dios, muchas veces distante, interpelando, aleccionando, reprochando, pero también dando amor y pidiéndolo.


Entre el Creador, John, Noah, la tierra del jardín, sus plantas, has sacado a pasear al amor, la compañía silenciosa, las disposiciones más afectivas, las has integrado.


Te has atrevido a preguntarle a Dios por su alma. Grande. Para dirigirse a Él con esa palabra tan directa, hay que haber hablado mucho con él y haberle creído.


Hablas de la puerta del renacer, de esa abertura previa a la primavera, en la que todo empuja, todo quiere vivir, y dejas que tus palabras crucen ese dintel, hacia la luz y los colores.


Fin del verano y el vacío, asociación que me cuesta aceptar, porque el otoño, aunque traiga consigo el inicio de la podredumbre, ¡trae también tanta belleza! Me gusta cuando nos habla despacio, cuando sopla el viento y nos conduce al recogimiento del invierno.


Le reprochas a Él que nos abandone, que desaparezca, que nos deje en medio de la oscuridad de la tierra, pero presientes que no se va del todo, que desea que sigamos pendientes de su regreso.


Con la puesta de sol y los lirios, he llegado al final de tu poemario.


Gracias, Louise, por la paz y las miradas, tan atrevidas, tan vitales, tan sagradas.


Pamplona, mayo de 2022.

Isidoro Parra.


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