EJERCICIOS DE TALLER. OLORES DE MI PUEBLO NATAL.


OLORES DE MI PUEBLO NATAL


Hay olores que quedan unidos para siempre a los recuerdos del pueblo en el que has crecido, olores que asocias con sus calles, con sus campos, con las habitaciones de tu casa, con la cocina y los guisos de tu madre.


Mi pueblo siempre ha sido un pueblo con fábricas de conservas, con huertas y viñedos. Por eso, mis vivencias y los recuerdos de sus olores están ligados a esas actividades, a sus frutos maduros.


No tendría yo mucho más de diez años, años que entonces eran todavía de niñez, de aprendizaje de la calle, de la naturaleza, lejos de los actuales bytes, las megas y los enter.


En aquella época, los olores marcaban las estaciones del año.


En los primeros meses de cada año, sometidos al rigor de los fríos del invierno cuando, en un momento de sol y luz, ese frío te dejaba abrir tus sentidos a los olores, el aire olía áspero y amargo, verde. Era el olor de la alcachofa, que cortábamos de esas plantas algo rugosas, de color verde plata, el olor que llenaba las cocinas cuando las madres preparaban esas menestras multicolor con alcachofas como producto base, aderezadas con algunos brotes de espárrago, habas tiernas, algo de arroz y entrecostilla de cordero.


Al llegar la primavera, el olor se volvía licuoso, dulce con matices agrios. Era el olor del espárrago recién cortado de la tierra, el del oro blanco recién descubierto que llenaba las bolsas con ahorros para el resto del año. Era el olor del espárrago que hervía en las cocinas, al amor del fuego de la leña o el carbón.


Los meses de julio y agosto eran meses de olores rojos. Un olor dulzón flotaba entre las casas, por las calles del pueblo, en los delantales de las mujeres, en las manos, pantalones y jerséis de los hombres. Era un intenso olor a tomate rojo que, al no tener que viajar mucho, se cogía maduro. Los carros cargados del fruto rojo, camino de las fábricas de conservas, pasaban por las calles del pueblo dejando el aire preñado de ese olor dulzón con notas agrias.


En los meses de septiembre y octubre el olor picaba, tenías que rascarte el borde de la nariz con asiduidad y el aire se llenaba de alegrías y rechazos. Era el olor del pimiento el que llenaba las calles, pimientos del cristal y del cuerno de cabra, morrones y del piquillo, verdes y rojos, olor que ganaba en dimensión y profundidad cuando se asaban en los patios de las casas o en las calles, cuando se limpiaban para ponerlos en tarros de cristal, cuando se apañaba con ajos y buen aceite.


También septiembre y octubre era el tiempo de un olor más oscuro, más profundo, un olor a frutos rojos y morados, el olor de la uva cuando metida en comportas era transportada en carros y remolques hasta las bodegas. El olor penetrante y alcohólico de las uvas prensadas, de los raspones puestos a secar al sol.


Esos eran los olores de mi infancia, de mi pueblo. 


Mas tarde, exiliado por decisión propia, cuando inicié el camino de otras búsquedas, en otros escenarios, cuando volvía a casa los fines de semana, el olor que identificaba al cruzar la puerta de la cocina todavía me llega en oleadas cargadas de recuerdos. La encimera de la cocina de mi casa, estaba llena de pequeñas cazuelas, en las que mi madre había volcado ilusiones y tiempo para preparar todo lo que ella pensaba que podía gustarme más. Entre todas la cazuelas, destacaba el olor de lo macarrones con higadicos de cerdo y algo de tomate, plato en el que ella ponía toda la ilusión y que me producía un rechazo intenso, la misma intensidad que hoy llena mi añoranza.


Pamplona, noviembre de 2019.


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