CAMINO DE SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. VIGÉSIMO NOVENA ETAPA.

DIA 17 DE OCTUBRE:

DE LAVACOLLA A  SANTIAGO DE COMPOSTELA.


Tenía intención de salir tarde porque el kilometraje de la etapa me lo permitía, pero los nervios no me han dejado alargar la madrugada y, después de comer un plátano, he salido a caminar bastante temprano, con mi frontal en su último servicio de este Camino, último como últimas serán hoy otras vivencias y otros momentos .


A pesar de los nervios, me he tomado la distancia hasta Santiago como un paseo, como un adiós que quería retrasar. He relajado el ritmo y he disfrutado de la lluvia que caía con algo más de fuerza que el día anterior, aunque a mitad del Camino ha cesado por completo.


Me voy despidiendo de todo, de los caminos de la noche y de los lentos amaneceres, de los robles y de los castaños, de los eucaliptus y de las piedras, de los hórreos y de los frondosos caminos, de Galicia, de esta pequeña aventura, tan grata y apacible, que tanto me está dando. Han sido muchos días, muchos pasos, muchos amaneceres vividos en plena comunión con la naturaleza. Todo ha sido un vuelo sin dejar de ver ni pisar la tierra.


Siento tristeza y emoción contenida que me aísla un poco más de todo lo que me rodea y me encierra más en mí mismo. Siento una profundidad en mis pasos que sale de muy adentro.


En esta última etapa, pienso en mis amigos de San Adrián, especialmente en el grupo Remember Urbasa, en María Jesús, en Eva y en Felí. También en Nati. Todas ellas y aquellos otros que no nombro, son parte esencial de mi vida, de mis vivencias, de mi formación juvenil, tan importante, de risas y buenos recuerdos, porque los malos se olvidan, se quedan perdidos. Ahora, cumpliendo años, vuelven con más presencia a mi pensamiento e intento que también a mi vida. María Jesús, una caja llena de sorpresas y de potencialidad contenida; Eva, con una vida hecha de voluntad y esfuerzo, con la serenidad que dan las decisiones asumidas, la menos convivida; Feli, tan presente en este viaje, esperando que vuele en la vida con plenitud, que sonría, que supere las zonas grises que la vida pone en su camino. Natí, con tanto potencial que me apena se sumerja tanto tiempo en una vida cargada de añoranza, deseando que recupere la risa y la alegría en los ojos.

Así, caminando, llego a Monte do Gozo y fracasa mi primer proyecto del día que no era otro que ver amanecer desde el Monte, desde donde dicen que se ven las torres de la catedral de Santiago de Compostela.


Allí, arriba, paro un momento para sellar mi credencial en la capilla de San Marcos y despedirme también de estas pequeñas ermitas del Camino.


La realidad se ha impuesto: llueve, las nubes se posan, húmedas, entre los árboles y entre éstos y los tejados, y la visibilidad es casi nula.


No tengo ni idea sobre el tiempo que tardarán en levantar estas nubes ni si lo harán en todo el día. Por eso, sigo el Camino y me enfrento al rodeo que hay que dar, por obras, a la entrada de Santiago que alarga tres kilómetros el trazado del día.


Al entrar en Santiago, supongo que en parte debido a los nervios de la llegada o por otros motivos como podrían ser la proximidad a la meta, la modernidad del extrarradio por el que paso, el denso tráfico de esa hora y la sensación de agobio que deja ese tráfico en días de lluvia, me traslado sin querer a lo que sería la llegada de un peregrino a Santiago en el medievo.


Frente al humo de las hogueras y chimeneas de aquella época tenemos las emanaciones de tubos de escape; frente a las casas bajas y de piedra tenemos ahora las moles modernas y sin gracia (aquellas las buscamos para admirarlas, éstas no las queremos ni mirar); frente al vocerío de los peregrinos y comerciantes medievales tenemos los sonidos de la modernidad (claxon, música enlatada, frenazos); frente al balido, mugido, lo que sea, de aquellos sucios animales, ahora nos toca la sucia contaminación de los vehículos modernos; frente a la oferta de productos a la vista, la oferta de las cadenas modernas (en el primer caso podías ver y contemplar sin comprar; en la segunda, si entras, compras), etc., etc.


En fin, siendo conscientes que hoy vivimos mejor que entonces, no es menos cierto que algo hemos perdido, aunque tampoco estoy seguro de que deseáramos volver a vivir en una época que probablemente solamente es buena porque es lejana y sabemos que no va a volver. No es cierto que tiempos pasados fueron mejores.


Queda algo que no ha cambiado, con calzas, zuecos, descalzos, con botas o zapatillas, afortunadamente, nos queda el Camino.


Desde esas reflexiones, me quedan unos tres kilómetros de aproximación al centro de Santiago, pero todo llega, echando de menos ver las torres de la catedral.


Me aíslo en un globo de silencio que se va llenando de emoción cuando voy pisando el suelo húmedo, brillante de agua de lluvia, de las calles del casco antiguo de Santiago que me conducen a la Plaza del Obradoiro. Aunque miro, apenas me fijo en detalles de las calles, de las casas o de las iglesias por las que paso. Solo un destino me reclama. Tengo la sensación de caminar flotando, aislado de todo lo que me rodea. 


Para echarle un poco más de magia, en el túnel que desemboca en la plaza del Obradoiro, un músico joven toca con dulzura y maestría “Imagine”, de John Lennon, en su flauta que parece mágica. Le dejo algo de dinero, sin mirarlo. No me apetece enseñar la emoción que seguramente transmite mi rostro.


Llego a la plaza y, a pesar de los andamios que cubren gran parte de la catedral y de la cantidad de grupos de turistas que ocupan la mayor parte de la plaza, la emoción me desborda y lloro como un chiquillo. Al principio, bajo la cabeza para no mostrar mi emoción, pero nada hay que tenga que ser ocultado y la levanto hacia el cielo, sin mirar a nadie.


Tengo que esperar un poco para que se me pase la emoción, porque no me puedo sacar una foto así (me tiembla todo el cuerpo) y tampoco puedo llamar a nadie en este estado (no podría hablar).


La plaza me es familiar, reconozco los edificios, su disposición y el color de las piedras.


Son una pena los andamios; me va a faltar a la llegada, la grandiosidad del pórtico de La Gloria de esta magnífica catedral, pero el color del día y mi propio estado son suficientes. He llegado, estoy aquí y estoy contento y en paz.


 (El peregrino ante su meta)


Vivo unos momentos a solas esa emoción y no me pregunto nada, creo que no es necesario, solo la emoción basta. 


Un poco, solo un poco más sereno, hago mi primera llamada a Txelo que está igual de emocionada que yo. No podemos hablar.  Colgamos.


Mando mi último mensaje: “Bueno, amigos, llegamos. Llegamos todos porque habéis hecho el Camino conmigo. Últimos 16.476 pasos para 13,4 kilómetros.”


Luego vienen las gestiones para la compostelana y algunas despedidas que se producen en la espera de esas gestiones: con los italianos con los que llegué y salí de O’Cebreiro, con la pareja de australianos y su hija, con algún chino. 


Me he dejado la primera parte de mi credencial en la mochila y no puedo gestionar la certificación de origen y destino, con los kilómetros recorridos, pero no me importa. En realidad, ni sabía que existía.


A mi vuelta hacia la catedral, el flautista interpreta “Over the rainbow”. Otro toque a los afectos. Al final, nos gustan canciones que gustan a todo el mundo y las personas que tocan música lo saben.


(Monumento al Camino y a caminantes, en Santiago)


Recorro algunas calles de la ciudad, ya más tranquilo y me quedo con la sensación de que será bonito volver descansado para conocerla más a fondo, pero creo que hoy no va a ser.


José María y Eva, los sevillanos, me avisan que me guardan sitio en la catedral para la misa y acudo a su lado.


Siento que el final de este día tenga que incluir unos momentos que me impactaron negativamente por lo trasnochados y, en mi opinión, lejos de cualquier postura de acercamiento o integración por parte de la Iglesia. Me explicaré.


La misa se desarrolla con la concelebración de dieciocho sacerdotes, tres de ellos obispos, equipo de seguridad, personal de apoyo vestidos con ropa casi medieval y una monja que dirige los momentos claves de la misa: las sentadas, las izadas, los cantos y las lecturas, con una disciplina casi militar (eso si, canta como los ángeles).


Para mi gusto, demasiadas canciones en latín y una palabra de poco calado, hueca.


Pero el momento culminante se produce con carácter previo a la administración de la comunión, cuando la persona de seguridad, en castellano y en inglés, anuncia que solamente pueden comulgar los que cumplan con estos requisitos:


  • Ser católicos.
  • Estar en gracia de Dios, y
  • haber guardado el ayuno establecido por la Iglesia.


Ante este planteamiento, entre las opciones existentes (irme sin decir nada, irme dando un grito de protesta, quedarme en mi sitio o comulgar), opto por  no escuchar el mensaje y participo.


Al acabar, junto con José María y Eva, damos el abrazo al Santo, y les invito a comer un menú frente al mercado.


En la comida, surgen las confidencias más profundas sobre su calvario de paternidad frustrada, sobre mi familia, sobre la vida, las esperanzas y las ilusiones.


Después, me voy a descansar al hotel, no sin antes compra la agenda Moleskine para continuar mi diario y algún libro de poesía recomendado por Victor.


Ya en el hotel, después de la ducha y el repaso a los pies (hoy no hay colada), me tumbo a descansar y leer un rato hasta terminar Gilead.


El libro me ha encantado. Tiene una estructura epistolar, pero de una sola carta que un pastor metodista envía a su hijo antes de morir. Una prosa brillante y profunda. Supongo que dará mucho para debatir en la reunión de Capuchinos.


Al final de la tarde, solo salgo para cenar con José María y Eva en “L’Orella”.


Vuelvo al hotel, tranquilo y veo en la televisión “Blade Runner”, la mítica. Me gusta cada vez más.


Ahora toca reposar, digerir, calmar, interiorizar y aplicar (lo más difícil). Mañana, jornada de reflexión en el tren.


Recuento físico final:

Pasos del día: 16.476. Acumulados: 946.477.

Kilómetros del día: 13,4. Acumulados: 768,9.


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