ENIGMAS. HERIDAS DEL TIEMPO Y LA NOBLEZA
HERIDAS DEL TIEMPO Y LA NOBLEZA
Bien tiritan las manos
de las aldabas.
Jorge Guillén: Temprano
Acuarela: José Zamarbide.
En esta primavera de 2017, recorremos las calles de Arequipa, ciudad de piedra blanca y porosa.
Ante nuestros ojos desfilan casas bajas, de una sola planta, con sus fachadas y paredes interiores de piedra blanca, presencias conservadas de los siglos XVI y XVII, huellas del legado de mentes y manos españolas.
En muchas de ellas, las puertas de madera afirman los orígenes de las casas, el abolengo de las familias que las construyeron y habitaron.
Hoy, me quedo más en el detalle que en la puerta, en estos clavos nobles, esta aldaba, esta cerradura y este manijón, todos próximos, en un alarde abundancia.
Esta puerta acumula años de vida y también lo hacen estos herrajes que la engalanan, que lanzan mensajes que no acaban de ser uniformes.
En su día, la nobleza y la dureza del bronce era una combinación de exhibición y necesidad. No valía cualquier herraje para todas las puertas, pero no dependía tanto de la forma o dimensiones de la puerta como del nivel social del propietario, de lo que era y de lo que quería aparentar.
Los moradores elegían los herrajes para el cultivo y proyección de su propia imagen, pero el herraje se quedaba fuera, en el exterior, sólo y olvidado, la mayor parte del día y la noche entera, extrañando manos y miradas.
La soledad de los herrajes era invisible para propios y ajenos, atravesaba las estaciones del año, los años de los siglos, en una actitud impasible.
Por eso, Jorge Guillén acertó, como muchos otros poetas. Al pensar en los herrajes, vio –aunque solo necesitaba sentirlos, pensarlos- el tiritar de las aldabas, la somnolencia agazapada de los clavos, la ansiedad de las cerraduras, la orfandad de los manijones.
Veo esta puerta y me detengo frente a las huellas del paso de tanto invierno, junto a las heridas que dejan la nobleza y la indiferencia. Percibo la soledad olvidada de los herrajes a los que solamente habrán acompañado algunos seres humildes que, en algunas noches de invierno, no disponían de cobijo y cobijaron sus cuerpos bajo la compañía de los metales, ahí, en la misma puerta, bajo la mirada atenta de la cerradura y la vigilancia de la aldaba.
Pienso también en el testimonio que podrían dar los metales, la vida que han visto pasar, la muerte que han saludado con demasiada frecuencia, pero ¿quién les pregunta a las aldabas y a las cerraduras?
Solo algún loco soñador –yo, en estos momentos- que los miro y los toco suavemente, intentando apropiarme de algo de su paciencia, de su intento de permanecer y perdurar más allá de las intenciones de los hombres.
No creo que tiriten las manos de las aldabas, pero sí lo hace la dureza de la vida, la mudez y el olvido.
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