EJERCICIOS DE TALLER. ANTE EL ESPEJO..







ANTE EL ESPEJO


Estoy ante el espejo, con los ojos medio abiertos, medio cerrados, y con el cuerpo desmadejado, intentando encontrarse conmigo mismo. Me he levantado hace unos minutos. Después de descargar mi vejiga, lo primero que he hecho es apoyar las manos en el lavabo del baño y mirar el espejo buscando mi imagen, pero no he percibido nada de lo que esperaba encontrar. 


Ni rastro de la imagen de Narciso.


He podido valorar poco y mal, no he conseguido ver ninguna imagen de algo que se aproximara a la perfección. Mi mirada era la de un sapo ciego y lo que veía eran los rastros que deja un alíen compasivo. He visto unos pelos escasos sobre mi cabeza, débiles pero rebeldes, orientados uno para cada lado del hemisferio, enredados y aplastados por la grasa que generan cada día. A través de ellos se percibían huecos de piel que estaban ahí en todo momento, pero que, a lo largo del día quedan disfrazados por el cabello lavado y en algo mejor estado que ahora. Eran como charcos secos en medio de una marisma rala.


Ni rastro de la imagen de Narciso.


En el hueco en el que cada ojo se acerca al otro -creo que le llaman el lagrimal-, un pequeño cúmulo de legañas que quito con mis dedos y dirijo a los huecos del lavabo, por el escapan huyendo de mis manos. Cierro y abro mis ojos para ver si me estoy perdiendo algo, para ver si mi imagen ha mejorado, pero no, todo sigue igual.


Ni rastro de la imagen de Narciso.


No se ve reflejado en el espejo, pero siento mi aliento algo espeso, atascado al fondo de mi boca, pidiendo socorro y un poco de agua para aliviar la sequedad y los malos humores. Es la sensación de una resaca sin motivo, la consecuencia de un escarceo no disfrutado.


Algo de baba seca y blanquecina se aposta sobre mis labios como si los hubiera estado recorriendo toda la noche y, cansada, hubiera decidido tumbarse ahí hasta secarse entre las sombras.


Ni rastro de la imagen de Narciso.


Sobre la piel de mi rostro, que se acomoda sobre mis huesos faciales con languidez, como si ya estuviera despidiéndose de ellos, pintada con algunas manchas parduzcas que cada día crecen e intensifican su tono, surgen, como pequeñas hierbas negras, lo pelos de mi barba, algunos negros y otros blancos.


Los miro y no me gustan. Pienso si he de afeitarme o no. Últimamente, procuro hacerlo cada dos días, no sé muy bien por qué, ya que en el fondo me gusta más mi piel facial sin pelos, pero creo que voy a dejarlo para mañana. Tampoco sé muy bien si es por vagancia, por comodidad o por rebeldía.


Y sigo sin hallar rastro alguno de la imagen de Narciso.


Bajo mi mentón -barbilla, espolón de la mandíbula-, señalada con una cicatriz de mis veintes, fruto de un accidente, y, por ello, algo desfigurada, sólo veo el colgajo de mi papada, un trozo de piel o pellejo algo suelto y poco relleno, flácido, que no debería estar ahí, pero que he acabado aceptando como algo inevitable y que, además, tampoco importa tanto.


Tenso mi cuello y descubro poco músculo, poca chicha y, probablemente, algo más grasa que lo recomendable. Si lo muevo mucho, suena algún clac que me alerta.


Ni rastro de la imagen de Narciso.


¡Ah!, me olvidaba. También he mirado mis orejas, con sus lóbulos que van descolgándose hacia el suelo cada día un poco más, poblados con algún pelo hirsuto que intento arrancar con fuerza para ver si no vuelven a salir. Me doy cuenta de que mis lóbulos pesan cada día un poco más, como si un escape de algún fluido se fuera refugiando en ellos y los empujara hacia el suelo.


En esa protuberancia que se encuentra a mitad de camino entre el lóbulo y el arco superior de la oreja, también surgen pelos negros que pinchan un poco, afortunadamente negros, que insisten en brotar y brotar por mucho que los arranques.


Ni rasto de la imagen de Narciso.


Afortunadamente no puedo seguir analizando lo que queda debajo de mi cabeza. La camiseta del pijama oculta lo que se esconde tras ella y se desliza hacia el suelo. También afortunadamente, cuando me quito la camiseta para ducharme, ya no suelo estar frente al espejo.


Así que, por suerte, no puedo volver a echar en falta la imagen de Narciso.


Cuando salgo de la ducha ya han quedado atrás todas las reflexiones contemplativas y ni siquiera busco la imagen de Narciso. Acepto lo que veo y me pongo a enfrentar el día. Me olvido del espejo.


Doy gracias por no buscar el espejo durante el resto del día.


Pamplona, enero de 2024.

Isidoro Parra



 

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