EJERCICIOS DE TALLER. ESCUELAS Y MAESTROS.
ESCUELAS Y MAESTROS
Me llena de envidia cuando leo sobre experiencias que algunas personas célebres nos cuentan acerca de sus vivencias con algún maestro o maestra que les ha dejado una señal indeleble o les ha abierto el camino que les ha marcado sus vidas.
Por citar un ejemplo, recuerdo el agradecimiento que siempre tuvo Albert Camus para con su maestro de primaria, Louis Germain, que le habló de la escuela secundaria, le ayudó a preparar el examen de ingreso en la misma y convenció a la abuela de Albert para que siguiera estudiando.
Tal vez por eso, cuando Albert Camus ganó el premio Nobel de literatura en 1957, tuvo un recuerdo especial de agradecimiento hacia su maestro dedicándole el premio. Tras ese recuerdo, le dirigió una carta corta en la que le dice que nunca habría conseguido ese premio si no hubiera sido por el empeño de él, de su maestro, y le asegura que esa experiencia que vivió de niño sigue presente en su corazón y en sus recuerdos.
Ha habido otros personajes históricas que también se han referido a esa relación. Alejandro Magno dijo: Estoy en deuda con mi padre por vivir, pero con mi maestro, por vivir bien, Esta frase, que puede parecer excesiva no lo es tanto si tenemos en cuenta que su profesor fue, nada más y nada menos, que Aristóteles.
Acelerando el paso de la historia, en el mundo del cine, encontramos algunos ejemplos de estas figuras envidiables de maestros fieles a su pensamiento y a la libertad de desarrollo de sus discípulos. Así lo sentí en El club de los poetas muertos o en la más cercana a nosotros La lengua de las mariposas.
Todo eso queda para el mundo de los sueños, de los ideales y de los deseos, ¿o no?
Mis recuerdos de niñez se reparten en un rompecabezas disperso. Hasta los diez años, mis vivencias escolares se reparten a saltos desordenados entre San Adrian y Tolosa. Tal vez mis primeras vivencias se dieron en Guipuzcoa, concretamente en Ibarra.
Yo vivía con mi hermana, casada cuando yo tenía cuatro años y medio, en Ibarra. Ella disponía de una habitación con su marido en casa de los padres de éste y yo no recuerdo con cuál de sus cuñados compartía habitación. En aquella edad, había que escolarizarme y acabé asistiendo a la escuela pública del pueblo, de la que guardo pocos recuerdos. Posiblemente, la extrañeza del lugar, algunas conversaciones en euskera a mi alrededor y el hecho de que a los que veníamos de fuera nos llamasen “coreanos”, generó en mí un escudo de defensa que impedía el acercamiento de mis compañeros. Apenas recuerdo a un maestro que nos atendía en el aula, un hombre de baja estatura al que mis compañeros llamaban “anka motza”. Parece que hay algo que permanece en el tiempo: la crueldad inocente -o no tanto- de los niños.
A pesar de ello, en el ínterin de los años que viví en Tolosa, mi cuñado decidió -creo que por amor a mi hermana- que tomara clases de francés con una profesora particular. Trini Burgui, así se llamaba, era una mujer soltera, llena de misterio, de la que conservo gratos recuerdos. Era una mujer cariñosa que, con el tiempo, me ha recordado a una institutriz de las que veíamos, en las películas, que contrataba la nobleza. Vivía en un tercer piso de un edificio situado en el centro de Tolosa, frente al Tinglado y cerca del Ayuntamiento y del río. Todavía recuerdo la amplia escalera interior del edificio con tres tramos de subida y un tramo horizontal para entrar en las dos viviendas de cada piso, una escalera oscura a pesar de la amplitud y del lucero de cristal que vertía su luz desde el tejado, proyectada hasta el suelo del también amplio rellano inferior. Con ella, vivía una hermana mayor que ella, Manoli, que parecía el ama de llaves del jovencito Frankenstein. Cuando alguna vez, aprovechando un descuido de su hermana, entraba en la sala reservada para las clases, nos contaba que tenía un fuerte dolor de espaldas y que disculpáramos por el olor porque se acababa de frotar con ajo crudo por la espalda para aliviar sus males de huesos. Cuando la sorprendía su hermana y le reprendía por su intrusión, huía como alma en pena hacia su territorio particular que debía ser la cocina.
Recuerdo tantos detalles de la casa, de Trini y Manoli, del mirador en el que aquella nos daba clase, contemplando el río, que no puedo concluir otra cosa que, para mí, fue una experiencia que me marcó positivamente. Recuerdo la letra elegante de la profesora, su dominio del francés, su amabilidad a la hora de enseñar o corregir. Recuerdo que era fácil aprender con ella. También recuerdo que siempre iba vestida de negro y que algunos vestidos brillaban con esa patina de grasa y de falta de lavados. Recuerdo su orgullo por los avances de sus alumnos, su cabello blanco, siempre bien peinado. No sé si lo hacía con todos, pero algunos días, me daba un tazón de chocolate para merendar que seguramente no estaba previsto ni cobrado en el acuerdo de enseñanza. Recuerdo algunos muebles del salón en el que nos daba las clases y su prestigio entre los habitantes de Tolosa. El hecho es que acabé hablando un francés casi perfecto que, cuando llegué al Instituto, a los once años, me hizo destacar en esa materia y me dio seguridad y prestigio entre mis compañeros.
En los cursos que viví en San Adrian hasta los diez años, recuerdo la presencia de dos maestros, Don Pelayo y Don Fernando, seco y duro el primero, que nos hacía unir los dedos con las yemas hacia el techo y nos golpeaba en ellos con una regla cuando, a su juicio, habíamos cometido alguna incorrección. Creo que era un maestro de los que pensaba que la letra con la sangre entra.
Don Fernando tenía el aspecto de un gran señor, era alto y siempre bien vestido, Pertenecía a una familia amplia y de buena posición, asentada en San Adrian, creo que procedente de La Rioja. Su presencia imponía respeto, pero no miedo.
Los recuerdos que guardo de aquella época escolar no tienen tanta relación con los maestros como con lo que pasaba en el aula y en los recreos. Recuerdo el retrato de Franco en la pared, junto al crucifijo, la obligación de cantar el “Cara al sol” antes de empezar y alguna oración que podía ser un ´Padre nuestro”, recuerdo los desayunos del plan Marshall, el queso amarillo y la leche en polvo, recuerdo los juegos de canicas en el suelo de tierra del espacio reservado para los recreos. Recuerdo que la escuela estaba formada por dos edificios rectangulares con otro en el centro que los unía y por el que accedíamos a las aulas. Uno de los edificios estaba destinado a los alumnos niños y el otro a las niñas, nada de relaciones entre diferentes sexos, cero en promiscuidad.
Recuerdo las actitudes de algunos compañeros, los caracteres que ya se iban perfilando en cada uno de nosotros. Recuerdo los pupitres de madera con su hueco para el tintero y el plumín, su superficie inclinada que era la puerta de un cajón en el que guardábamos algunos cuadernos y algún tesoro particular, un pequeño bocadillo cuando lo había o alguna maldad que había que ocultar a los ojos del maestro. Recuerdo cuando JP, un niño con el que después, siendo jóvenes, compartimos cuadrilla de amigos, que tenía por costumbre sacar su miembro de su pantalón, estando en el pupitre con su compañero y ocupaba los momentos de distracción del maestro frotándolo y diciendo “¡cardulina, ponte pina!
Recuerdo también los grandes titulares que había en la fachada identificando cada uno de los dos edificios. Eran de mosaicos brillantes que incluían una guirnalda de flores de colores en los bordes que rodeaban unas letras góticas, complicadas y difíciles de leer. En cada uno de ellos una leyenda: “Escuela de niños” y “Escuela de niñas”. Creo que nunca conseguí leerlas ni interpretarlas y donde ponía escuela yo siempre leía “asadala”.
Llegó el final de mi primera década de vida y pasé a estudiar al Instituto Marco Fabio Quintiliano, de Calahorra. Cada día, iba y volvía pedaleando durante los cinco kilómetros que separaban mi casa del instituto. No tengo grandes ni agradables recuerdos de mi paso por el instituto, salvo algún amigo que conservé durante algunos años después y alguna incipiente y malograda relación afectiva con alguna de las compañeras. De profesores, el recuerdo más nítido que tengo es del profesor de religión, Don Fernando Lajusticia que, más que enseñar, destacaba por las hostias, no redondas, que daba a los alumnos cuando les descubría distraídos. Muchas caras algo más que rojas llevaron algunos compañeros, yo incluido, a sus casas. En aquellos años, cuando llegabas a tu casa con la huella de un castigo, la respuesta mayoritaria de los padres era ¡algo habrás hecho!, eso si no te caía otra.
Al finalizar el instituto, me llegó la hora del replanteo de mi vida. En casa no había recursos para plantearse seguir estudiando y, en un arranque cuyo origen no logro identificar, con el objetivo de que pudiera trabajar en alguna oficina, me llevaron a una academia particular a Calahorra, en la que apareció mi maestro estrella. Se llamaba Tomás y le llamábamos Don Tomás. La academia, situada en un primer piso de un antiguo edificio de la parte vieja de la ciudad, era un centro de enseñanza de contabilidad y de escribir a máquina. El sonido de las teclas de las máquinas, todas en buen estado de utilización, inundaba todo el piso y se escuchaba desde la calle.
Allí estaba el maestro que, por la razón que sea, se fijó en mí y llamó a mis padres para que le permitiesen prepararme para presentarme, “por libre”, a los exámenes de “Perito Mercantil” en la Escuela de Comercio de Logroño. Y así, año a año, terminé los estudios de peritaje que más tarde, ya trabajando, pude complementar con los de “Profesor Mercantil”.
A Don Tomás, con su voz cavernosa de la cantidad de cigarros que fumaba, con su pelo alborotado, al estilo de Einstein, le debo mucho. Puestos a fabular y buscar semejanzas parciales entre mi situación y la de Albert Camus, los dos tuvimos una situación de falta de recursos y de visión por parte de nuestras familias para planificar nuestra educación escolar; a los dos nos salvó la campana de un buen maestro con visión de futuro que creyó en nosotros y convenció a nuestras familias para que siguiéramos estudiando. Ahí se acaban los paralelismos.
En esos años, dos figuras cimentaron mi futuro. De un lado, mi madre que a sus cincuenta y ocho años tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de conservas para que yo pudiera seguir en la Academia, y Don Tomás, cuya mirada amable y su aliento me estimuló para afrontar el reto que daría un cambio a mi vida, abriéndome posibilidades que, de no mediar su intervención, nunca se habrían dado.
Aún tuve, más tarde, la oportunidad de conocer a una profesora de alemán, Lolita Jaurrieta Baleztena, en la Escuela de Comercio de Pamplona, en unos años en los que, en Pamplona, el alemán no tenía ruedas ni volante ni motor. En esa época, Lolita nos veía como personas que queríamos construir ya nuestra familia, que trabajábamos o teníamos que ponernos a trabajar de inmediato y, haciendo lo que podía con nosotros y con el alemán -nunca entendió qué hacía esa lengua, en aquel momento, en el programa de estudios y, evidentemente, se equivocaba- y siempre creyó que no podía perjudicarnos en nuestra carrera por el hecho de no saber alemán, así que regalaba con amabilidad, algo de ingenuidad y mucha generosidad, los aprobados en su asignatura.
Acabados los estudios, algunos años recibí de su parte felicitaciones de Navidad dibujadas por ella, más que escritas, en pergaminos que olían a antigüedad y romanticismo y nunca le faltó una sonrisa y alegría en sus ojos cuando nos encontrábamos en la calle.
Pamplona, octubre de 2024.
Isidoro Parra.
Comentarios
Publicar un comentario