CARTA ABIERTA Nº. 1 A JESÚS AGUADO


Estimado Jesús (disculpa por dirigirme a tí de forma tan cercana y tan poco respetuosa con alguien a quién no conoces).


Es más que probable que no lleguemos a conocernos personalmente nunca. Tampoco será fácil que estas líneas lleguen a tus manos o a tus ojos. Tal vez por eso, me atrevo a explayarme sobre tu poesía, nunca sobre tí.


A pesar del desconocimiento, te llevo algo de ventaja: tú nada sabes de mí, pero yo, al menos, he leído varios de tus libros y, acertada o erróneamente, me voy haciendo una idea de tus inquietudes, de tus sueños y tus fantasmas.


Antes de entrar en materia, quiero confesar, negro sobre blanco, mis carencias intelectuales. Por ello, esta carta puede estar llena de errores que espero no sean muy gruesos, de vacíos que serán importantes y tonterías que llenarán las líneas como la pertinaz tinta.


Tampoco pretende ser una crítica exhaustiva y académica. No podría hacerlo. Más bien, es una descarga de sensaciones que me ha producido tu poesía. No tengo clara la razón, pero necesito escribirlas, tal vez para que no se las lleve el viento del olvido.


En primer lugar, quisiera decirte que el primer libro tuyo que cayó en mis manos fue “Carta al padre”, del que hoy quiero hablarte. No sé cómo llegó a mí. Probablemente lo compré en algún momento en que yo me planteaba resolver algún litigio del alma que tenía pendiente con mi padre.


Una vez leído, hace ya unos años, lo dejé en la estantería, encajado en la letra “A”, de Aguado. Pasadas unas cuantas estaciones, este año 2020, en el que hemos tenido más tiempo, me propuse la tarea de releer la poesía que hacía polvo en mi librería y volví a releer tu libro. Creo que, en esta ocasión, percibí matices que antes no había visto ni sentido. Lo digo porque no había ningún subrayado ni señal de atención y en esta segunda lectura lo he llenado.


A raíz de ello, compré tu libro “El fugitivo”, en el que reúnes tu poesía de 1987 a 2009. Seguramente te hablaré en otro momento de los libros que contiene y de las sensaciones que me han producido.


A partir de su lectura, he acudido a mi librero particular y le he encargado varias de tus obras posteriores, pero estando en ese encargo, he visualizado tu recién estrenado libro de aforismos: “Heridas que se curan solas”. Creo que los mensajes que contienen merecen otra carta.


Hoy me voy a detener en tu CARTA AL PADRE.


Dice la contraportada del libro que en la primera de las cuatro partes en las que se divide, cito textualmente: “el padre real se difumina detrás de otros padres soñados, deseados, ajenos, prestados o leídos.”


Creo que en los calificativos que han incluido en ese detalle falta uno: profunda  e íntimamente odiados. Digo esto porque, para ser padres ajenos, imaginados, has trabajado muchos matices. 


Supongo que son imaginados porque es imposible tener un padre que pueda ser constructor de naves espaciales, arreglador de gafas, alto, bajo, fumador y no fumador, pegador y acariciador, taxista, cojo, trompetista, casi funámbulo, vendedor de churros, mecánico de motos, montador de andamios, obrero de cadena de montaje, cobrador de peajes, barrendero, reponedor, explorador, vegetariano, casi campanero, amén de otras ocupaciones tan dispares y variopintas como los oficios que enumeras; realmente, has hecho un barrido de un suelo en el que has podido dibujar  o borrar historias tiernas y amargas.


Entre las citas tiernas, me apunto a la de los barcos de papel, al agobio de no encontrarlo a él y al gato en el tejado; los instantes en que te llevaba a casa en brazos, ya entrada la noche; su transformación en romero, tomillo y otras hierbas.


Entre las amargas me guardo, para la memoria comparativa, éstas: “Mi padre sólo se acordaba de mí para olvidarme mejor.”, la vigilancia del padre cojo, o “Mi padre era explorador. Ninguna geografía, por remota que fuera, se le resistía. Ninguna excepto yo.”


No me olvido de las llamadas de auxilio: “Me hundo en ella. ¡Padre!.”


Un trabajo de desbroce y de exposición, tierno, amargo, duradero en el tiempo.  


En la misma contraportada, se dice que en la segunda parte, “la más autobiográfica, el padre verdadero se alza, aplastador, sobre un hijo que hace lo que puede para construirse una vida propia”.


Con esa presentación, uno espera encontrarse con un festival de horrores, pero leo la primera historia y me embarga la ternura: ¡Qué hermoso dormirse al contacto de una cicatriz causada para tu defensa!.


Me parece natural tu asombro al observar a tu padre ensimismado construyendo y destruyendo la misma casa, como un Sísifo de los tiempos actuales.


Medito sobre la primera sensación de soledad que sentiste al entender las razones de tu padre para no enseñarte todas las posibilidades del ajedrez, introduciendo en tu mente la sensación de que eras tú el que tenía que resolver tu vida. Tal vez convenga pensar que eso te hizo más fuerte, más resistente.


A partir de aquí, el relato se endurece.


El horror y el odio injustificado se hacen presentes con la figura de King. No acierto a entender por qué te regaló ese perro para torturarlo después. Demasiado fuerte para solamente llamar tu atención. Ese final rotundo de tu texto es testigo del dolor y la incomprensión, del nacimiento del odio: “Un día envenené la comida de King para que no siguiera sufriendo. Luego pensé: por qué no habré echado el veneno en tu comida, padre”.


Me permito transmitirte el resumen de pensamientos y sentimientos que yo he creído leer en los relatos que llenan esta parte del libro: Asombro, incomprensión y esperanza en el episodio del uso de tus ahorros; abandono y pérdida del sendero común el día del terremoto; reconocimiento del vacío en la desmemoria de tu padre; la sensación de caída en esa distancia tan corta, pero tan larga, entre su siesta y las agujas de pino; el desconcierto y el rechazo ante la voracidad sin maneras; ese intento de alejar a tu padre de los caminos en los que intentaba borrarte, someterte, con la idea de recuperar la belleza del paisaje; la búsqueda del yo, de la salvación, intentando no ser cosechado por su grito; la rebelión de tus ojos; horror y horror y horror incomprensible bajo el dintel de Petrarca, suficiente, si es verdad, para levantar las barreras del odio, para ser un héroe si lo haces; respeto en la utilización de la lectura como lección, como revancha; desencuentro y memoria en medio de ojos que lloran sin sentimientos que los provoquen; confusión y retoque de sentimientos en la distancia de la India; protesta ante la propia existencia, difícil de separar de la de tu predecesor; robo de tus amarres de insectos, desprecio de tu leves querencias; la sensación del triunfo de los sueños, una puerta de salida.


Vuelvo a la contraportada para preparar mi mente a la tercera parte en la que, según se dice, “el padre agoniza en la cama de un hospital y el hijo -tú- mira los objetos a su alrededor, testigos de lo que siente”.


He leído esos versos como quién presencia una tormenta de relámpagos y truenos, de deseos de echar marcha atrás pero no poder, de deseos de vida y de acelerar la muerte, de mirar y no ver, de querer estar y desear marcharse, de llorar y reír, de intentar entender pero no encontrar el tiempo ni el lugar. La segunda vez que los he leído me he quedado mudo de tanta intensidad, de ver el desahogo y el amor en tanta imposibilidad de manifestarlo.


Gracias.


Me he enfrentado a la lectura de los dos últimos poemas que componen la cuarta parte y terminan el libro.


¡Qué distintas palabras, qué ritmo diferente, qué expresiones tan opuestas cuando hablas de TUS PADRES, en el primer poema, que cuando lo haces solamente sobre tu padre en el segundo!.


En el primero hay vuelo de gaviotas, hay flores de primavera, hay vino y sexo que nos hacen felices, hay gratitud, felicidad y vida, encuentro y fiesta, una casa y una familia que celebra el nacimiento, el antes y el después.


El segundo es el poema de la ruptura final, definitiva, el que pone distancias más allá del paisaje y del tiempo, el que cubre con un tupido velo las posibilidades de retorno con ese final tan rotundo:


Estás muerto, padre,

márchate de nuestras cabezas

y déjanos en paz.


El contenido de este libro es tan sólido que pienso que será cierto que, como dices, lo escribiste sin intención de publicarlo, guiado únicamente por un ánimo terapéutico. También es cierto que aprecio pocos signos de intención de reconciliación, apenas algún deseo de que pudiera haber sido diferente.


También es cierto que el conflicto padre-hijo es un conflicto universal. Yo estoy en ello, intentando entender y seguir adelante, sin pesos indeseados sobre mi espalda.


Tu libro confirma el factor terapéutico de la escritura. Al final de un desahogo siempre se abre un camino de liberación.


Pamplona, enero de 2021

Isidoro Parra



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