PICNIC. Café. Bar.


Mediodía de una soleada mañana de esas fechas de finales de diciembre, en las que todos deambulamos como sonámbulos por las calles estrechas de Pamplona, buscando un hueco en el que sentar nuestros cuerpos al tiempo que tomamos un vino.


El paso de los años o más bien los años que acumulo, me hace pasar de largo por muchos bares, algunos de ellos con nombre propio y mucha gente en su puerta o en su interior. Mi memoria de las últimas salidas, me lleva a lugares menos conocidos pero con más memoria en mi paladar, lugares en los que he podido disfrutar de un buen vino, de buenas viandas y de buena compañía. 


Mis pasos me llevan al Picnic, un bar no muy antiguo, abierto hará un par de años o tres, que bebe el aire de la plaza de San Nicolás, en la trasera de su iglesia fortaleza.


El local tiene una entrada estrecha, con rejas no carcelarias; entrada que ha sido aprovechada para instalar un par de mesas bajas y bancos que rodean la pared, suficiente para albergar a esos clientes que prefieren la cercanía de los ruidos de la calle aunque, en estas fechas, participen también del frescor de las temperaturas propias de las estación.


Cuando entras, te sumerges en un mundo de madera sin barniz aparente y te enfrentas a dos opciones: o te quedas al principio o estrechas tu cuerpo para caminar a lo largo de barra, casi siempre sorteando gente, para llegar al pequeño desahogo del fondo, en el que tres mesas estrechas como potros de tortura, más propias para Popeye y Olivia que para ciudadanos con barriga, te esperan con los platos marrones de Duralex y un espacio para compartir voces y sabores.


Ese pequeño comedor da a un patio que llena de luz la estancia por un ventanal que simula una puerta de garaje, hecha de metales y cristal. Al otro lado de la puerta, un patio de vecinos, un vestigio casi arqueológico de otras edades te sorprende y lleva tu mirada al cartel que, de forma algo tímida te recuerda el nombre del local y te transporta a Brooklyn o al Bronx, poniéndole un toque de antigüedad que se agradece.


En el interior, la madera que recubre todas las paredes te recuerda a tierras más lejanas, al Norte frío y cercado por los hielos, acrecentando la sensación de bienestar que produce estar a cubierto, aunque también recuerda al Oeste lejano y a una vida de trotamundos, con esa ventana batiente que separa la cocina del comedor recordando una trampilla que separa a los clientes de los fogones, a los rostros alegres de los sudores de otras pieles.


Sobre las paredes, me sorprenden los ganchos y las cuerdas que cuelgan del techo, singular instalación para colgar abrigos y gabardinas, aprovechando el poco espacio que dispone el local, integrados con la madera de las paredes y con el color del aire que circula a duras penas.


Sobre las paredes, colgadas, numerosas cajas de madera que cobijan porrones vacíos, dejando hueco entre ellas para colgar los carteles con las ofertas habituales.


Sobrevolando el mostrador, una guirnalda de luces que nos transporta a una fiesta nocturna en la plaza de un pueblo, con mar o sin él, o a una fiesta en medio del círculo de carretas de la caravana de buscadores de oro.


La oferta es uno de los atractivos importantes del bar: sus pimientos del padrón, acompañando la tortilla de patata o la de bacalao, sus chipirones encebollados y sus vermuts artesanos, todo ello atendido por excelentes profesionales que vuelan a lo largo de los varios metros de barra para servir con rapidez, que al mismo tiempo atienden las mesas, siempre con una sonrisa y un trato respetuoso.


Hoy, me he quedado sorprendido ante la forma de trabajar y atender del único camarero que servía la barra y las mesas. Tan atento y profesional era que nadie de los que le observábamos, llenando el tiempo de espera, nos planteábamos anular la comanda.


Es imposible sentir frialdad en el Picnic, las dimensiones del local, el casi hacinamiento de los clientes, el disfrute de la charla y el placer de la degustación forman un todo, en el que lo importante no son los detalles, es eso, el todo.


Pamplona, 30 de diciembre de 2018.


Isidoro Parra


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