TIKAL


Hoy, el día se llama Tikal.


Llego con la información previa de estar acercándome a visitar el conjunto de estructuras mayas más bello de Guatemala y, con no demasiada modestia, uno de los más bellos de toda la cultura maya.


Algo debe haber de cierto cuando la llegada hasta el conjunto de restos de Tikal está tan controlada y protegida, incluido el control de velocidad de los últimos ocho kilómetros. Es como proteger el silencio.


Antes de abandonar la recepción e iniciar la visita, podemos presenciar la quietud engañosa de algún caimán, antiguos pobladores de estas lagunas, hoy menos visibles, como los antiguos humanos que hollaban estos caminos.



Sé que la visita va a durar todo el día y me pregunto si el yacimiento dará para tanto. Cuando veo un plano en relieve del conjunto no puedo menos que concluir que estoy frente a los restos de una gran ciudad imperial cuyo brillo, en su momento, podría haber sido equiparable en su magnificencia al de Roma o Atenas.


A lo largo del recorrido, y desde el inicio, no dejamos de contemplar grandes pirámides, observatorios astronómicos en desuso pero que fueron el solar para elaborar todas las teorías, para predecir el movimiento de todos los astros, en los que noche tras noche y día tras día se fue abriendo el conocimiento de los grandes y los pequeños ciclos de la vida en la bóveda del cielo.



Las estructuras son impresionantes, con una altura y una perfección hasta ahora no vistas por mí, con una altura que parece un desafío a otros poderes más desconocidos, más temidos, o un intento de escalar otras alturas del poder o del conocimiento. Hoy siguen siendo un desafío para nosotros mismos, templos y observatorios en los que no se escatimó ni la piedra de sillería ni la más trabajada por los escultores de la corte para ornar torres y cumbres de los templos.



Tampoco faltan los restos de pequeños recintos en los que reposan estelas jeroglíficas y ruedas de piedra con mensajes ancestrales, mensajes de poder, de ruegos y oraciones, de ofrendas, restos más modestos pero no menos bellos.



Los troncos de los árboles nos ofrecen también lienzos para el vuelo del pensamiento, para imaginar los errores más vulgares de nuestra imaginación, mapas de territorios ignotos, maravillas de la naturaleza, invasiones de seres vivos que todo lo inundan; sobre todo, colores para soñar.



Los enclaves para realizar las mejores observaciones del movimiento de los astros perduran como un homenaje al esfuerzo sabio y continuado de aquellos hombres.



Y toda la grandeza de la piedra, de los esfuerzos y pretensiones del hombre, amparados por la naturaleza exuberante que crece y crece asediando la piedra y aportando misterio a estos santuarios en un intento de ocultarlos al ansia devoradora del hombre.



Estructuras complejas en las que se acumulaba y se multiplicaban las tareas, la vida.



Templos como gacelas detenidos en un salto a lo largo del espacio de los siglos, testimonio de belleza que siempre ha sido posible y con formas diferentes.



Y en medio de la belleza, he creído percibir a los monos araña no queriendo abandonar los escenarios que heredaron de sus antepasados, sintiéndose cómodos en esta tierra, por encima de los visitantes que cambian cada día.



Y qué decir de los árboles y de sus huéspedes, los parásitos que se asientan en sus ramas y que crecen chupando otra vida, volviéndose bellos como lo es cualquier vida nueva. Parecen estolas púrpuras ajustadas a las ramas para celebrar una fiesta sagrada, para dar testimonio de convivencia durante siglos.




Me he sorprendido al comprobar la realidad del desafío de las alturas de los templos cuando he visto sus penachos competir en altura sobre el límite de la selva, como señores que gobiernan los vientos, que vigilan la llegada del extraño más allá del horizonte visible.



Y he visto el atardecer, desde la cima del Templo del Mundo Perdido, regalándome un adiós al Petén, un abrazo de calor y color cuando las sombras aparecen, cuando la luz se difumina y baña de oro las cimas de los templos y de los árboles, en un alarde de poder natural, inasible como el misterio.



Cuando no eres historiador, ni arqueólogo, ni especialista en esta cultura tan antigua, solamente puedes imaginarte el ceremonial de la vida que se guarda entre estos restos tan vivos, meditando ante la imponente mole del Templo I, oyendo cómo se desgranan las palabras buscadas en torno al ara del fuego.


¿Qué he sentido en Tikal?.


He sentido el poder y la grandeza de los antiguos mayas, su capacidad para crear belleza, su sentido de la armonía, su capacidad de trabajo paciente para construir el conocimiento, difícil pero útil, alrededor del que crear una cosmogonía de ritos alrededor de las estrellas.


He sentido la fidelidad de las aves hacia estos lugares tan antiguos, algunos tan sagrados.


He sentido a la selva adueñarse de los espacios que el fracaso del poder de los hombres abandonó.


He sentido cómo la tierra compone un todo con las piedras rescatadas y más íntimamente con las ocultas.


He sentido, en la distancia desconocida, el grito de auxilio de las piedras y los objetos robados que claman por volver al lugar de sus orígenes. ¿Acaso no tienen el mismo derecho que los humanos, cuando al envejecer, añoramos volver a los campos y los ríos que nos vieron nacer y crecer?.


He visto ponerse el sol dejando posarse sus rayos sobre las hojas y la piedra mientras las aguas de los ríos y lagunas nutren este ecosistema que nos ha de sobrevivir.


Y no me he sentido pequeño, sino una parte de esta grandeza.


Guatemala, febrero de 2019


Isidoro Parra




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