INVIERNO XII. El curso invernal del río.


“Todo es mío, nada en propiedad,

no es propiedad de la memoria,

y mío sólo mientras miro.”

Wislawa Szymborska (Elegía viajera).


El río recorre tranquilo el curso que él y los hombres han marcado desde hace muchos años, siglos probablemente. El invierno ha entrado suave y seco. Por eso, el lecho soporta poco caudal. De hecho, en los tramos más anchos y con algo de pendiente, el agua roza las piedras bailando entre ellas, desgastando sus bordes más afilados.


Por los tramos menos anchos o más profundos, el agua es un reflejo de la vida que le rodea.


Me paro en este puente para regalarme esta imagen en la que veo un largo tramo de ese río, un tramo en el que observo reflejarse las nubes, el cielo azul y el contorno de las ramas, marcando el Norte del que vienen las aguas, la posibilidad de la luz y la caricia del sol.


Veo también el agua que discurre y acaricia los guijarros en la parte más estrecha, menos profunda. En este tramo, todo parece moverse, cobrar vida, precipitar el tiempo, despertar el deseo de moverme y seguir la velocidad del agua.


En las orillas, los que esperamos, los árboles y yo, ellos desnudos, expuestos a la intemperie y al susurro de las aguas, fuertes en su estación del sueño profundo, en la espera de la nueva resurrección; yo, vestido con mil capas, aterido de frio y del asombro que la belleza me provoca, también y siempre, a la intemperie.


Los cantos rodados del río, secos unos, húmedos otros, como instrumentos que hacen correr la música del agua cuando ésta los acaricia. La simetría de los reflejos, para atraer mi atención e interpelarme. ¿De qué soy yo reflejo?, acaso solo de mi sombra, de mi vida de desaciertos, sin haberme preparado siquiera para que el agua arranque de mi el más leve sonido.


Cuanta más grandeza contemplo en la naturaleza, menos crucial y significativa me parece la pequeñez de mi espíritu.


¿Por qué no?: la belleza me basta.


Pamplona, febrero de 2019

Isidoro Parra





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