CARTA ABIERTA Nº 2 A CARLOS AGANZO.


Buenas tardes, Carlos.


Estamos a finales de marzo y este inicio de primavera nos ha regalado unos días limpios, luminosos, sin apenas viento y T (mi amada) y yo estamos pasando el fin de semana en nuestra pequeña casa de campo, en “mi monasterio” que suelo decir yo.


Por la mañana, una vez acabado el repaso al jardín, me he sentado junto a un árbol y he abierto las páginas de “Manantiales”, tu poemario publicado por primera vez en 2002, en una muy cuidada edición. El formato del libro es inhabitual, excesivamente alto para encajarlo en la biblioteca, estrecho como un suspiro enamorado.


Cuando lo he abierto y he ido recorriendo sus páginas, he entendido lo del formato. En sus páginas, los poemas se deslizan en vertical sin apreturas ni corsés en el espacio de la hoja, ocupándola en plenitud, sin importar el espacio sobrante porque los poemas son mucho más que la hoja en blanco. Además, había que dar cabida a esos dibujos de Susana Saura que tan delicadamente ilustran tus poemas.


Me gustan las obras de dos, uno que vuelca la palabra y otro que representa la idea, lo que se dice o, incluso, lo que se calla, mediante dibujos que se hablan de tú a tú con las palabras. Así me gusta hacerlo a mí, cuando he auto editado algún libro y en eso estoy con otro nuevo libro.


Comienzas con un poema en el que la naturaleza te impacta y centra todos tus pensamientos, siempre en ese plano de sumisión, de entrega a lo que es y será más grande que nosotros. En relación con la naturaleza siempre generamos sentimientos de envidia por su eternidad frente a nuestra finitud.


Me gusta esa forma de abarcar a todos, sin exclusiones ni diferencias, al todo y a la nada, a todos y a nadie, frente a las preguntas que nos hacemos a diario y las respuestas que no encontramos.


Aprecio leer poesía en la que se traten los temas universales que a todos nos inquietan y se hace con serenidad, marcando los ritmos y las distancias. Así, al menos, lo he leído. Puede que también hayan influido las voces de algunos pájaros que volaban entre las ramas de los abedules y los arces que me rodeaban en el jardín, la paz que se respiraba en este luminoso día.


En tus poemas no hay palabras especiales que cueste seguir o entender, hay historias bien contadas para las sensaciones y la memoria.


En tu poema “Finalidad del alma” me he quedado inmóvil, dejando la posibilidad del movimiento sólo a mis ojos para repasar algunos de tus versos: “temblor sin superficie, … como el polvo seco/que ha dejado una hoja de otoño/antes de ser aire”.


Tu poema “Belleza” me recuerda al último libro que edité y que titulé “A vueltas con la belleza”. Aunque con menos fortuna “editorial”, yo también seguí la belleza, la busqué y la encontré en los objetos más cotidianos, en las imágenes más habituales, en la gratuidad de lo que se nos ofrece y solamente tenemos que ver.


Qué paz respira tu poema “Pastor de piedras”, diferentes vidas para diferentes espacios, todos inundados de serenidad y de belleza. He levantado la mirada del libro y he contemplado durante unos minutos el valle que se extiende a mis pies. Hay que ser ciego para no ver la belleza que nos envuelve, pero decirlo y decirlo bien es otro tema.


En “La helada” acaricias el misterio, lo inasible, lo siempre pensado, el estupor del frío y la presión de la divinidad, de su posible existencia. Permíteme reproducir el final:


“Sólo el silencio sobrecoge tanto 

como esta madrugada de cristales,

eterna y angustiosa 

como la ausencia de Dios.”


Me has abierto una nueva visión del río. A partir de ahora, cuando lo contemple, pensaré que, aguas arriba, su deseo de avanzar, de crecer, ha matado el murmullo del manantial, pero me quedaré con la esperanza a la que siempre nos aferramos:


“Un amor se ahoga y brota una esperanza:

donde surge el río 

muere el manantial.”


Creo, al igual que tú nos lo cuentas en tu poema “La fuente”, que la distancia entre dos desconocidos en el tiempo y en los horizontes que habitamos solamente puede reducirse en los paisajes que nos ofrece la naturaleza, en este caso, la fuente y su cantar para el silencio.


Has vestido con palabras sencillas y elegantes, en tu poema “El fruto”, el ciclo de una o de cualquier vida: el nacimiento, el crecimiento, la vida y la muerte. Y todo tiene el color de lo natural, de lo inevitable que llena nuestras vidas, las de todos. Gracias, Carlos, por hacérnoslo ver de una forma tan bella.


Me gusta cómo haces bailar las palabras para enfrentar lo irreal con lo real, aunque también pienso en que lo irreal, en muchas ocasiones, cobra tanta o más importancia que lo real. Te hablo, por si no lo recuerdas, de tu poema “Las semillas”:


“Anda la primavera, revoltosa, 

enhebrándolo todo: 

las flores en las piedras, 

el aire en los colores, 

mi mano en tu cintura,

mi boca en tu boca.”


Tu poema “El aire” me ha ayudado a sentir la profundidad y la levedad del aire de esta mañana, sobre todo ese aire del que hablas que flota y lo llena todo, que acorta distancias y une los cuerpos.


Leo el final de tu poema “Silencio II” y al ver cómo te preguntas si la muerte es igual a la vida, me has hecho reflexionar sobre el hecho de que en el lenguaje poético tendemos a equiparar a estos dos estados que, sinceramente no son iguales. Es posible que la vida sea un estado, como lo es la muerte, pero mientras éste parece ser definitivo, rotundo y mudo, el de la vida nos permite hablar, intentar cambiar cada momento, gozar de la provisionalidad y de lo efímero, de la belleza en suma.


También me has abierto una versión más amplia y nueva del mar al leer tu poca “El mar I”. Para mí, siempre había sido una masa de temores y atractivos, pero tú lo has contado con la misma profundidad y vastedad que tiene el propio mar:


“El mar, 

esa gran mentira 

que nunca se abarca; 

ese sueño de mapas, de viajes, 

de metamorfosis 

que nadie ha cumplido; 

ansia desmedida de totalidad.”


Para despedirme, y tomando algunos versos de tu poema “Escapada a la Alpujarra”, quiero decirte, Carlos, que tu poemario lo he vivido esta mañana como un mar donde no hay olvido, donde todo es siempre y siempre todavía. Espero que todavía quede un siempre para volver a encontrarme con tu poesía.



Amillano, marzo de 2021

Isidoro Parra.



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