CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Tercera etapa.

DIA 21 DE SEPTIEMBRE:

DE ESTELLA A LOS ARCOS.

Tercera etapa.


Después de un frugal desayuno en el comedor del propio albergue que hago en silencio, preparándome para el día, hoy comienzo mi andadura poco antes de las siete y media, con un entorno de oscuridad que no presagia ningún amanecer y que solamente las farolas encendidas de las calles se encargan de aliviar.


Mis pies responden bien, lo que supongo quiere decir que ayer traté bien mis ampollas y que he dejado descansar a mi cuerpo lo que necesitaba.


Subo las primeras rampas hacia Ayegui intentando hacer meditación, pero hacerlo mientras camino no es la mejor manera de llegar a sitio alguno. Cualquier cosa que  ves te distrae y aleja tu mente del propósito de  vaciamiento que persigue la meditación. Creo que ni el ejercicio de estar andando, con el movimiento que conlleva, ni cualquier cosa que pasa a tu alrededor, son compañeros idóneos para este cometido.


Entro en las primeras calles de Ayegui que me llegan sin alicientes, como si fueran la parte trasera del pueblo. Parece que hubieran diseñado un trazado para no ver a los peregrinos, para que no molesten. Puede ser que el motivo de este trazado, contrario al del resto de pueblos por los que he pasado, sea su proximidad a Estella y esa cercanía haya traído la consecuencia de que no florezcan negocios para el Camino en Ayegui.


A la salida del pueblo, el camino toma un desvío para acercarse a Irache. Es evidente, pasara o no pasara el Camino por Irache en la antigüedad, que este desvío supone un nuevo alargamiento del camino, pero supongo que tiene dos motivos o destinos: la fuente del vino de Bodegas Irache y el propio Monasterio de Irache.


A mí no se me ha ocurrido llenarme la cantimplora de vino en esa fuente, pero no deja de ser una oferta simpática que muchos peregrinos usan. De hecho, a mi paso, son varios los grupos que casi hacen cola para beber y llenar sus recipientes, a pesar de lo temprano de la hora.


En el entorno, todo son sombras todavía. La hora en la que paso por el Monasterio, cuando todavía no ha llegado la luz del nuevo día, no ayuda a disfrutar de la monumentalidad de los edificios. Tampoco lo hace el estado de obras de reparación de todo el Monasterio y, por tanto, el hecho de permanecer cerrado. A pesar de ello, me entretengo unos minutos hasta que la luz deja ver los edificios y afila los contornos. La vista que se tiene desde la plaza de Irache pueblo es impactante. Su mole, que parece echársete encima, impresiona e invita a pensar en su interior que, en estos momentos, seguramente ofrece menos de lo que tu imaginación puede dar de sí.


Supongo que un albergue y un hospital de peregrinos en este enclave, llevaría al traste con muchos negocios del Camino en varios kilómetros a la redonda.


Detrás del monasterio, se percibe el perfil oscuro de Montejurra que parece coronar el Monasterio como si fuera una propiedad suya. Con esta luz, todavía se hacen más presentes esos recuerdos de aquellos días negros de Montejurra. Era el 9 de mayo de 1976 y, sin ninguna provocación previa, dos carlistas, fieles a Carlos Hugo, fueron acribillados por un grupo de facciosos organizados por el propio Gobierno. Los responsables de las muertes quedaron libres en 1977 como consecuencia de la aprobación de la Ley de Amnistía y no fue hasta 2003 que los asesinados fueron reconocidos como “víctimas del terrorismo”.

 

Supongo que, como todo lo interpretable en la vida, esta montaña tiene recuerdos añorados para algunos y negros pensamientos para otros. Así las cosas, la naturaleza, las ideas, las personas y los conceptos; gratos para unos y detestables para otros.


Al dejar Irache, a mi izquierda y durante unos cientos de metros, me acompaña un muro de piedra de unos cinco metros de altura, con un copete de hiedra antigua que corona el muro y se derrama por los bordes, agarrándose a la pared en su descenso a la tierra. Hermoso camino, para compensar.


Cruzo la carretera para atravesar el complejo hotelero del camping Irache y un pensamiento me viene a la cabeza, acompañado de muchas dudas y preguntas. Ante la visión de tanta casa abandonada o no habitada, algunas de ellas con una gran inversión y suntuosidad, ante las paredes agrietadas de algunos negocios ya abandonados, ante tantos muros medio derruidos, lecho de grafitis más o menos afortunados, ante naves que han albergado negocios e ilusiones, hoy albergue de ratas, me pregunto por qué el hombre emprende tantas obras materiales a lo largo de su vida. ¿Cuál es el sentido?. ¿Para qué tantas casas?. ¿Para qué tantas bodegas, fábricas, hoteles, etc., etc.?. ¿A qué intereses obedecen, qué vanidades satisfacen y qué otras necesidades dejan huérfanas?.


Siempre la misma historia: alguien quiere progresar en la vida y, además, tiene la ilusión de hacerlo poniendo en marcha un negocio que le gusta, construye una bodega que satisface al bodeguero y a sus clientes, inicia el negocio y provoca una demanda, crece, la gente le admira y le envidia; se hacen nuevas bodegas (en algunos casos, motivadas por la envidia hacia el que ha prosperado con la primera), los clientes disfrutan porque tienen para elegir, los bodegueros compiten entre ellos ante la actitud indiferente y expectante del  consumidor, hasta que alguno o más de los bodegueros, no siempre los buenos, tienen que cerrar, perdiendo su fortuna y dejándonos la tierra llena de ruinas. ¿Qué hacer?. ¿Cómo hacerlo un poco mejor?.


Llega un momento en que dejo de pensar en ello y se me viene a la cabeza si tienen algún sentido estas reflexiones y a qué obedecen.


Desde Irache y desde el camino hasta Ázqueta disfruto de diferentes vistas sobre Loquiz a las que estoy tan habituado desde mi casa. La sierra se ve magnífica en su horizontalidad de piedra, abarcando todo el valle de Allín y de Metauten, vigilando muchos horizontes. Adivino el emplazamiento de nuestra casa y siento que la sierra está despidiéndome, que estoy dejando de nuevo mi casa y que comienzo el Camino.


El contraste, en capas sucesivas, de cielo, piedra, bosques, valle, pueblos y rastrojos tostados, genera una imagen que podría motivar a cualquier impresionista.


Desde aquí puedo percibir otro ángulo de la belleza de este valle, su amplitud, su equilibrio y hasta su forma de respirar.  Da la sensación de ser un espacio abierto y cerrado a la vez, accesible y algo misterioso.


Me vienen las palabras de Neruda: “Todo era vuelo en nuestra tierra.”


Al dejar Irache, el camino se convierte en un túnel, casi perfecto, cubierto de encinas y con algunos claros que, a trozos, lo iluminan.


  

Es un descanso del sol y un regalo para los ojos, que hace más llevadero el esfuerzo. Las encinas toman un protagonismo amable, dándome su sombra y creando un espacio mágico, rodeado de campos de cultivo. En medio de ese pequeño bosque, un silencio profundo me aísla de la civilización y hace más real a cada peregrino que me acompaña en el Camino.


Vuelve a mi cabeza San Juan de la Cruz:


Buscando mis amores

iré por esos montes y riberas;

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré los fuertes y fronteras.


De vez en cuando, desde lo pequeños claros, se va viendo más cerca la fortaleza de Monjardín sobre la colina en la que se asienta, vigilante de valles paralelos y de tierras diferentes, sólida sobre la sólida montaña.


Cruzo Ázqueta con sus nuevos negocios (Han sido una nueva sorpresa ya que, hasta donde lo he conocido, era un pueblo muerto y hoy, por el contrario, hay una animación de día de mercado) y subiendo por un empinado y áspero camino llego a la entrada de Monjardín. Antes de llegar, conforme voy ganando altura, va apareciendo, sobre la línea de los rastrojos, la cruz de la torre de la iglesia de Monjardín. La fuente de los Moros, de estilo románico tardío, y la vista de la iglesia rodeada de enormes cipreses exigen una pequeña parada para admirar la imagen y escudriñar el paisaje a ambas vertientes de la loma.


                        (Primera visión de la torre de la Iglesia parroquial de Monjardín)

 

Me quedo con las ganas de visitar la cima y el Castillo, cuya denominación pudo ser Mons Garcini, en la época de Carlo Magno. Baluarte de moriscos y asentado sobre el monte originariamente denominado Deyo, también fue tumba del rey Sancho Garcés y siempre protagonista de muchas etapas de la historia de esta tierra.


Aunque es más que evidente, mirando al Norte y al Sur-Oeste, soy más consciente de la sensación que tuve el primer día de andadura, de que todo el Camino ha sido hasta ahora y lo va a ser en lo que queda, una sucesión de valles y de colinas, más o menos altas, que los separan.


Salí de la Cuenca de Pamplona, cuya visión perdí cuando dejé atrás el alto de El Perdón, para adentrarme en el valle de Valdizarbe, con destino en Puente La Reina que, a su vez, dejé  atrás al pasar el alto de Mañeru que me puso delante los pueblos que salpican la llamada Tierra Estella (nororiental en este caso), con destino a la propia Estella; espacios que también perdí de vista al llegar a Monjardín que me hace decir adiós a Estella y sus valles para volcarme hacia Los Arcos, con la vista puesta en Logroño.


Haciendo el Camino a pie, uno se da más cuenta de cómo podían orientarse los antiguos caminantes aunque no dispusieran de nuestras brújulas o gepeeses.


Hago una pequeña parada en Monjardín para comprar un poco de fruta en una tienda y reponer algo de fuerzas y dejo la población bajando por un tramo del Camino, entre viñedos, con escalones y defensas laterales hechos de traviesas de tren que sujetan la tierra del camino, evitando que las lluvias deshagan su firme y su contorno.


A continuación sigo por un camino llano y ancho, entre viñedos otoñales a la derecha y chopos alegres y ligeros a la izquierda, un camino placentero, siempre preludio de algo que llegará.


Pero toda la belleza no es eterna y, pasado un kilómetro, enfocamos el camino a Los Arcos que discurre desnudo, con el suelo duro y pedregoso de los nuevos caminos de concentración tan habituales en la zona de Navarra por la que discurre el Camino.


Pesadez, fatiga y dureza, solo aliviadas por la impresionante visión de la sierra de Codés y de San Gregorio Ostiense en la lejanía, que puedo apreciar en una parte del camino donde el valle se abre como un telón para permitirme apreciar esta hermosa visión.


En este tramo, con muchos kilómetros y mucho camino por delante, me viene a la cabeza mi hermano, su imagen amable, tan débil como afectiva. Pienso en cómo tuvo que ser su infancia; de hecho, me gustaría saber cómo vivió cuando era un niño la casa que compartimos, qué le llevó a tomar algunas decisiones. Recuerdo poco la relación que tenía con mi padre porque no tuvimos mucho tiempo de compartir el tiempo en la casa paterna. Cuando yo empecé a pensar, él ya estaba casado y fuera de casa. Eso sí, recuerdo el amor sufriente por mi madre, por su madre, un amor indestructible por desaires y falta de apoyos. También recuerdo a Lourdes, su confianza en mí, limpia como un agua de manantial, los buenos momentos en su casa, sus tartas de galletas Fontaneda, sus mantecados, los cumpleaños, comuniones de los hijos. Más tarde, cuando la herida que se abrió era difícil de sanar, llegaron mis hijos y esa sonrisa de mi hermano cuando llegábamos a compartir esas costillas en el patio de su casa. Cuánto amor generó a su alrededor.


Al llegar a Los Arcos me espera un albergue algo hippie (La Casa Austria), un tanto destartalado, pero con su encanto de cierta improvisación y decadencia, menos formal que lo que su nombre indica y atendido con mucha amabilidad.


Lo primero, después de tomar posesión de la litera que me han adjudicado y como todos los días, mando mi mensaje: “Tercera etapa acabada, de Estella a Los Arcos. Según mi contador, 27.145 pasos y 22,1 kilómetros. Ahora a la ducha y a lavar.”


Y las respuestas van llegando, que leo y me reconfortan.


Después de la ducha he dado una vuelta de reconocimiento por el albergue, he refrescado los pies en la pila del jardín, y digo jardín por llamarlo de alguna manera ya que más parece un patio atestado de cachivaches, trastos viejos que diríamos en mi casa. A pesar del desorden todo es amable: el colorido de las paredes, mesas, flores que cuelgan de numerosas macetas colgadas de las paredes o sobre el suelo, las botas de monte ocupadas por plantas, los espacios llenos de canicas, la pequeña bañera con agua fría para descansar los pies, los tendederos móviles y colgados de un entramado de maderas y, lo más importante, la prensa que me permite reducir el tiempo de secado de mi colada, prensa que me recuerda a las que se utilizaban en las panaderías para adelgazar la masa, haciéndola pasar entre dos rodillos. 


Una vez curadas las ampollas, me he acercado a comer en una terraza de la plaza de la iglesia. He revisado detenidamente la agenda del Camino y he decidido que debía intentar llegar mañana a Logroño. Si no consigo hacer etapas más largas, el viaje se va a prolongar en exceso.


Sigo con mi “Guerra y Paz”, con “Copérnico”, de John Banville, “Cinco meditaciones sobre la belleza”, de François Cheng, “Tú no eres como otras madres” y “Errata”, de George Steiner.


En el segundo capítulo de Errata, Steiner da un repaso a la figura de su padre y a sus deudas con él: “Nunca se me permitía leer un nuevo libro hasta que no hubiese escrito y sometido a la valoración de mi padre un informe detallado del libro que acababa de leer.”


Y añade: “Mi vida se convirtió en un festival de exigencias.”


Tengo que confesar que he iniciado la lectura de Cheng con cierto escepticismo, pensando en si tendría la capacidad suficiente para asimilar su contenido. Lo cierto es que no sé si la tengo, pero cómo no me va a tocar la profundidad de estas frases:


“Así, por encima de todos los criterios posibles, sólo uno garantiza su autenticidad: la verdadera belleza es la que da el sentido de la Vía, entendiéndose que la Vía no es sino la marcha irresistible hacia la vida abierta, un principio de vida que mantiene todas sus promesas abiertas.”


Entre los peregrinos que están alojados en el albergue, me llama la atención un holandés que no llegará a los 50 años, con un Parkinson bastante avanzado y que, acompañado por una mujer, está haciendo el Camino. Un ejemplo de esfuerzo y voluntad, un hecho para no olvidar.


Lo mejor del albergue, el patio interior, las flores, los tendederos, la bañera para los pies y la prensa para la ropa.


Por la noche, salgo a cenar en la plaza del pueblo, donde sigue vivo un ambiente de encuentro de peregrinos.


Duermo con las puertas del balcón abiertas para refrescar el aire de la habitación.


Recuento físico:

Pasos del día: 27.145. Acumulados: 86.440.

Kilómetros del día: 22,1. Acumulados: 69,1.



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