CARTA ABIERTA Nº 8 A CARLOS AGANZO.

Buenas tardes, Carlos.


Creo que esta carta la tengo que afrontar con calma, con mucho respeto y con muchos silencios, sobre todo si he de minimizar mis meteduras de pata.


Soy consciente, y espero que no sea una equivocación, que la lectura de tu poemario “La hermosura” no la puedo afrontar como la de cualquier otro grupo de poemas, aunque solamente sea por el misterio que incorpora la aparición del mensaje, bajo el título: poemas con Juan de Yepes.


Desde hoy tendré que incluir entre mi cúmulo de ignorancias, el desconocimiento de la iniciativa que José María Muñoz y tú tomasteis en diciembre de 2002 para organizar el primer homenaje a San Juan de la Cruz y que, por lo visto, ha tenido su continuidad durante algunos años. Te aseguro que, si salimos vivos de esta pandemia, intentaré acudir algún año de estos a esa celebración, con permiso de la parca.


Tengo que decirte que para mí, San Juan de la Cruz es la cumbre de la poesía mística y amorosa de esta tierra nuestra. En 2017 tuve el arrojo de hacer el Camino de Santiago, desde mi casa, en Pamplona, hasta Santiago, seguido y en solitario. A lo largo de ese Camino, una de las cosas que hice fue memorizar el Cántico Espiritual. No me fue demasiado difícil. Como ayuda, a lo largo de mi vida, habré escuchado la interpretación que hace del mismo Amancio Prada cientos y cientos de veces.


Por todo eso y lo que le rodea, leer en el prefacio de tu libro la presencia que hacéis actual del poeta mayor me parece que, por si sólo, puede constituir la motivación de una vida.


Dices que esta selección de poemas están iluminados por la luz del Cantar de los Cantares, aunque no sean poemas dedicados “a” o escritos “para” San Juan de la Cruz. Estas manifestaciones, tengo que decírtelo, me ponen los pelos de punta, me cubren con una coraza de respeto y de insignificancia, hasta el punto que, después de leer con mucho cuidado tu poemario, casi me impiden dirigirte estas líneas. 


Siento que me estoy metiendo en arenas oscuras, más peligrosas que aquellas arenas movedizas que siempre aparecían en los relatos de villanos y príncipes, en aventuras de princesas y dragones.


Así, decidido a dar el paso, tengo que suplicar a tu benevolencia y a la tolerancia de aquellos que lean estas líneas, que lo hagan con la indulgencia que se debe al ignorante bienintencionado.


Ya en tu poema inicial, dialogas con tu alma, tan desasosegada en el traje del mundo, hablas del ser tan privado, ansioso del frío, prendido en llamas interiores, siempre buscando la intemperie, y mi mente vuela a los versos del Santo. Para comenzar, tu diálogo con tu alma y con San Juan, en este poema, me sumerge en los senderos de la mística, me encierra en mi mismo y me aísla de cualquier voz, nada me distrae.


Oración, seguimiento y entrega son las sensaciones que me embargan después de leer el primer poema del libro que comienzas de esta forma:


“Padre de esta noche oscura 

donde busco y no encuentro 

sino el amoroso trazo de unas manos 

que modelan las formas 

de la dulce tiniebla que me abraza.”


No quiero reproducir la totalidad de tus poemas, pero me he quedado colgado de los últimos versos del poema:


“… hasta que se abre un claro, 

sobre el claro esos ojos 

de luz que me arrebatas 

de amor y me consiguen.”


Es lo mismo que los versos estén escritos pensados en San Juan o en otro amor más cercano, la plegaria y la entrega son igual de reales, de extensos y totales.


“Ya no me busques más, amor, …”. Así comienzas el siguiente poema en el que el amor, el calor y la casa se enfrentan a la intemperie, a la distancia y al frío, concluyendo, al final, que necesitas permanecer en la casa y en el amor “hasta que pase el invierno/y sea de nuevo la luz en nuestra alcoba”. No sé si cuando se escribe un poema así, tienes la convicción de que cualquier lector que se detenga en sus estrofas, empleará igual tiempo en releerlas que el que tú, seguramente, y no será poco, habrás empleado en escribirlas.


Qué final para ese recorrido por el mundo que has vivido y sentido, para el amor que estás viviendo:


“Nuestras vidas son los ríos 

que van a dar al amor.”


Sentirse perdido puede ser una situación bastante común, y galopar en busca del sentido, una búsqueda bastante habitual también, no siempre conscientes de que lo estamos haciendo. A mí me gustaría hacerlo con la paz que respiran estas estrofas tuyas:


“como si la tierra toda 

fuera un dios dormido 

y nosotros apenas 

un suspiro de amor en la distancia.”


Me he quedado colgado de tus nocturnos, especialmente de ese inicio del Nocturno sobre el Tajo:


“En una noche oscura 

no hay sino esperar a las señales 

de luz de las alcobas interiores;”

 

También me ha encantado el juego de las idas y venidas en la alcoba con dos puertas secretas, con llaves que pueden cerrar, pero también abrir, que permiten y prohiben, que dan paso al juego incesante del amor.


No me gusta dar tanto jabón, te lo aseguro, pero no puedo negarte que he sentido que volaba a lo más alto, en soledad, mirando las cosas transitorias. Me gusta mirar las cosas transitorias que son efímeras, que tienen perdida la batalla en su lucha contra la finitud, que encierran la belleza de lo sencillo, de lo gratuito. De eso va mi libro “A vueltas con la belleza”. Si pudieras leerlo, entenderías lo que digo. Sólo necesitas tu mirada y la provisionalidad de lo efímero para volar hacia lo más alto.


He sentido tu mirada explorando, mirando y VIENDO, SINTIENDO, la importancia del aire, sus caras y su cuerpo, la fuerza de su levedad. Y me he quedado contemplando lo que no veo, el aire.


Es posible que el agua no sea inocente, pero, como dijo Francisco “El poverello”, el agua es casta. Ante estas dos afirmaciones, cada una verdad en su contexto, me asalta el deseo de sumergirme en las aguas frías de un torrente, sentir su fuerza clavándose en mi piel, desafiando mis defensas.


Parece que asediaras al agua en muchos de tus poemas, la buscas, la interrogas y la abandonas para volver a seguirla en el siguiente poema, agua, madre de la vida, más poderosa que el fuego. Del agua a la noche, de la noche a la música, de la música a la muerte, arrojada a la noche, con los lobos, de la noche a las sombras, de las sombras al crepúsculo y de éste al corazón, siempre vuelta al amor, para acabar:


“La música, este cuerpo celentéreo 

tañido por los dedos de la noche, 

la vibración del cosmos 

urdido en la penumbra de unos labios.”


No sé si procedía detenerse o es solamente un juego de palabras, pero te aseguro que he dado muchas vueltas a estos versos:


“He aquí el primer misterio: 

cómo suena la música 

sobre las caracolas negras del silencio.”


Tal vez encuentre mi explicación en la importancia del silencio en mi vida. A partir de ahora, tendré que pensar también en las caracolas negras.


Qué extraño me parece este oficio de leer y el de perder la memoria. No puedo negarte que he reconocido varios de los poemas que contiene este libro como procedentes de otros ya leídos, pero he tenido la sensación de que la predisposición del motivo del libro, los días transcurridos de una lectura a otra o mi propia carencia de memoria, me han hecho leerlos como nuevos, hasta el punto que los he leído como un todo, como una gestación particular.


De todos modos, no quiero acabar esta carta sin ponerle como colofón, la frase que puede ser, para mí, más profunda y, al mismo tiempo, más desconcertante, de estos poemas:


“Lástima, Juan, la flor de los contrarios”


No creo que tengamos ocasión de aclararlo, pero si la hubiera, te explicaría las razones de este final.


Permíteme decirte, Carlos, que después de leer el libro, sí creo que estos poemas beben de las palabras del maestro, que respiran su recuerdo. 


Un abrazo,


Amillano, abril de 2021

Isidoro Parra.





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