CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Quinta etapa.

DÍA 23 DE SEPTIEMBRE:

DE LOGROÑO A VENTOSA.


Una etapa algo accidentada e imprevista por los cambios de decisiones del día previo y durante la jornada.


Si hubiera seguido las indicaciones de la guía, la etapa está marcada de Logroño a Nájera, con treinta kilómetros de recorrido.


Ayer, después de analizarlo y pensarlo mucho, decidí hacer solamente catorce kilómetros, desde Logroño hasta Navarrete. Me preocupaban y  me preocupan mis pies, especialmente el derecho y me parecía mejor darles un  descanso relativo con una etapa corta, pero sin parar del todo. Con esa decisión, dejé lista la mochila para que Correos me la llevase al albergue municipal de Navarrete en el que, aunque no pudiera reservar, dado que iba a llegar pronto y también por el hecho de ser un albergue municipal, no tendría problemas de alojamiento.


Con estos planes, he salido a las siete y diez, de noche, y con la idea de hacer el recorrido con paso tranquilo y varias paradas para cuidar mis pies. Tal vez es, hasta ahora, el momento de mayores dudas de este viaje con relación a si podré o no finalizar el proyecto.


Al salir de Logroño, me he cruzado en sus calles con bastantes borrachos y gente, en su mayoría jóvenes, que volvía a casa cantando y tambaleándose. La explicación es obvia: son las fiestas de San Mateo y la gente joven sale y sale, en muchos casos sin límites ni medida. Me recuerda un poco a San Fermín. La gente joven desinhibida, sin importarle su estado, su falta de control personal ni su aspecto o el impacto de sus actitudes en el resto de gente y en su entorno y, al mismo tiempo, los operarios municipales limpiando las calles y presenciando el espectáculo.


Da la impresión de una legión de personas en búsqueda permanente, en tránsito, sin haber encontrado algo más que una evasión no totalmente satisfactoria. La futilidad de los placeres buscados a través del alcohol que, sobre todo, producen resaca y deterioro a largo plazo, a veces a corto.


Desayuno frente a la fuente de Murieta, en el bar Tostador, recomendado por el albergue municipal, y voy dejando atrás las calles del centro de Logroño para atravesar un tranquilo parque verde, bastante nuevo y rodeado de nuevas urbanizaciones que me deja en las afueras de Logroño para tomar una pista asfaltada, bordeada de potentes cipreses que, curva tras recta y tras curva, me conduce hasta el parque y el embalse de La Grajera.


Este tramo del Camino me recuerda un poco a paisajes romanos o toscanos a los que siempre nos lleva la visión de los cipreses. El camino está bien cuidado y con muchos bancos que permiten tomarse un descanso. Está transitado por muchos logroñeses haciendo ejercicio, andando o corriendo, pero también me acompañan numerosas ardillas que, con descaro, bajan de los pinos y se me acercan con actitud exigente, como si me dijeran que el precio del paso es una ofrenda de comida, imagino. Lo cierto es que nunca las había tenido tan cerca y tan despreocupadas por mi presencia. En un momento, breve, la mente me traslada a Washington, donde también compartí con Txelo y Aritz la visión y la cercanía de estos animales tan simpáticos.


Tengo la oportunidad de verlas en las ramas de los pinos, buscando entre la hierba del suelo, acercándose a mi o, en otros casos, mostrándome su indiferencia silenciosa, como si supieran que nada pueden esperar.


 

   (Ardilla en el parque de La Grajera –Logroño-)


Se suceden los espacios de ocio creados para el esparcimiento de los habitantes de la zona o visitantes, entre pinares antiguos que ofrecen su sombra, su olor y silencio.


Por el camino voy pensando en la gente que me acompaña en el Camino, con sus mensajes y también, estoy seguro, con sus buenos deseos. Siento la alegría de contar con gente que me rodea y que me ha demostrado que me quiere. Pienso, por ejemplo, en mi relación, nuestra relación, con Miguel Ángel, tan importante en mi vida, en nuestras vidas, con sus distancias y con sus reservas, con la sólida fuerza de su compañía, de su confianza, con todas las cosas que hemos compartido, con las que espero nos queden por compartir, con esos afectos sólidos, esos silencios que hablan más que lo que callan, confidente de los mejores y los peores momentos de nuestra vida, un apoyo firme, que siento con una cercanía permanente. Espero que él sienta la mía, la nuestra.


Sigo adelante y, en medio del parque, me encuentro con un rincón curioso: un par de bancos contra una pared de cemento y una capilla con la Virgen del Rocío, llena de flores de plástico.


Llego hasta el embalse que me muestra sus aguas tranquilas y me transporta al contenido de muchos óleos románticos. En esta ocasión el cuadro lo componen un grupo de cisnes blancos, que junto a varios grupos de patos, discurren con elegancia por la superficie del agua y la niebla que parece posarse en el embalse, acariciando su superficie. Me detengo y me dan ganas de sentarme y dedicarme unas horas a la contemplación de la imagen, pero la mañana está fresca, cargada de niebla y, después de tomar un café en una terraza de una cafetería del complejo, contemplando el paisaje, sigo el Camino.


Entre las excentricidades del Camino me topo, en medio del parque, con la caseta de Marcelino Lobato, autodenominado “peregrino pasante”, un hombre con barba y apariencia de anacoreta que te puede sellar la credencial y que venera a la Virgen de la Locura. Yo, por si acaso, paso de largo; no vaya a ser que se me pegue algo raro. Además, si paro y no le dejo algo de dinero el que se va a sentir mal voy a ser yo.


El Camino discurre entre viñedos sobre los que cae un cielo plomizo. No se sabe muy bien si es niebla o nubes bajas, pero no da la sensación que vaya a llover.


Me voy acercando a Navarrete y en la valla metálica que me separa de la autopista hay multitud de cruces hechas con desechos de madera insertadas entre el alambre. Las maderas son pieles o cortezas de árboles que procesan en una serrería que hay junto al camino. Pienso en varias posibilidades: en principio, descarto que la razón sea que haya muerto mucha genta en ese tramo o que haya mucha gente piadosa entre los peregrinos. Me inclino más por una tercera: un peregrino con mayor o menor “sustancia” dio el paso de hacer la primera y miles de peregrinos (más o menos borregos o con más o menos sentido y espiritualidad) le han seguido.


Justo al lado de esa valla veo, en una colina cercana, el primer toro de Osborne del Camino.


Como en todo el Camino, hasta ahora y supongo que también en lo que me queda, me toca subir hasta lo más alto de Navarrete para pasar por bares, tiendas, restaurantes y albergues.


Son las once de la mañana y el albergue municipal está en proceso de limpieza. Pregunto por mi mochila, pero me dicen que ellos no reciben mochilas y que tengo que buscarla en una bocatería del centro, a pocos metros, a la que me dirijo y donde la localizo. Todavía con dudas sobre qué decisión tomar, visito la iglesia que me parece enorme, un derroche de espacios vacíos y desafío al cielo. Desde la calle, la torre y la fachada tienen las dimensiones de una catedral y parece que se echaran sobre el pueblo como una amenaza. La impresión no es menor cuando entro adentro. Las naves tienen una altura que hace difícil distinguir lo que hay en el techo (creo que es más alta que la de Viana, en la que también aprecié este detalle). Creo que caben varias iglesias dentro a lo ancho, a lo largo y a lo alto de su espacio hueco.


La mañana, en ese momento, esta fría y desapacible. Es muy pronto, las once como he dicho, para que me dejen entrar en cualquier albergue y me tomo un café mientras pienso en el estado de mis pies para comprobar que se han adaptado bastante bien al camino. Los temores de la mañana se han desvanecido y reconozco mi error de planificación. Por ello, he tomado la decisión de seguir hasta Ventosa.


Antes de salir, y dado que Correos ya había pasado, he dejado encargado a otra compañía privada de servicios al peregrino que me llevaran la mochila, por cinco euros, y he emprendido de nuevo el Camino entre seguro y temeroso por si voy a aguantar.


La primera parte del Camino discurre entre viñedos en plena vendimia, con uvas que se me ofrecen apetecibles y que pruebo sin abusar. El camino se hace bastante agradable, salvo los tres últimos kilómetros antes de llegar a Ventosa que tenemos que hacerlos junto a la autopista, con mucho ruido del tráfico de camiones por la autovía cercana, por un camino de concentración, duro como él solo, por el que pasan tractores con sus remolques, cargados de uva, que nos dejan envueltos en polvo y en olor a mosto que empieza a salir de las uvas que transportan.


Me impongo, con placer, el repaso de San Juan de La Cruz:


¡Oh bosques y espesuras,

plantadas por la mano del Amado!

¡Oh prado de verduras,

de flores esmaltado!

Decid si por vosotros ha pasado.


En este tramo del Camino, observo a otra persona que me llama la atención: una mujer madura, con mucho sobrepeso, que camina despacio y apoyada en dos bastones. Su caminar lento y trabajoso marca la diferencia del sacrificio por su parte para hacer lo mismo que las personas que podemos considerarnos en buen estado. Su visión me da fuerzas y me quita cualquier idea de queja que pudiera tener por mi estado.


Al iniciar el último kilómetro que nos lleva a Ventosa, anuncian un proyecto de un kilómetro de obras de arte realizadas por diferentes artistas. ¡Qué tomadura de pelo!. La primera que me hace detenerme es un poste de madera que indica que estamos en el Camino, con la indicación del kilómetro en el que estamos y los que quedan hasta Santiago, dudando sobre si se trata de una simple señalización estandar que el Gobierno regional ha implantado para distinguirse de otras Comunidades o una de las obras de arte anunciadas. La segunda, un crucero de piedra, mucho más feo que el más simple de los cruceros medievales que he podido ver en mi vida. Y no veo más. Por si acaso, fotografío un montón de estiércol amontonado en una finca junto al camino y, en el propio camino, una pared de piedra y ladrillos, pintados de amarillo y azul, no sea que vayan a ser parte de la exposición.


Llego cansado y con ganas de tomar una ducha. Al arreglarme los pies, me preocupan las uñas y el entorno de los dedos gordos. Ya veremos como evolucionan.


Cuando pasaba por los viñedos me ha dado por repasar mis buenas y mis no tan buenas actitudes, acciones y resultados en mi vida. Me ha parecido un ejercicio terrible, inabarcable, en el que la sinceridad está condicionada por muchas cosas, por el propio miedo y vergüenza en reconocer los fallos, debilidades y carencias. Si analizas un tema en el que fallas, de acuerdo con tu modelo objetivo, el pensamiento te lleva a analizar si es algo propio, intencionado, o heredado genéticamente, cuál es el alcance para ti mismo y para los que te rodean, en el mal que has hecho y que no puedes justificar con otras acciones más bondadosas porque tu propio orgullo no te permite buscar una solución tan fácil, en ponerle remedio si lo tiene, en las fuerzas, voluntad y convencimiento con las que cuentas para llevarlo a cabo, y así, vuelta tras vuelta, a veces para tomar una decisión de intento de cambio, a veces para aceptar lo que eres (lo único seguro y cabal) y otras para simplemente justificar.


Joan Chittister cita en unos de sus libros, al hablar de la tercera edad y, en concreto, del arrepentimiento, una frase de Swami Sivanada que le viene al pelo a esta reflexión: No caviles sobre tus errores y fracasos del pasado pues ello no hará sino llenar tu mente de pena, pesar y depresión”.


Y ella añade: Y ahora es demasiado tarde para introducir los cambios que el arrepentimiento exige.” 


En el albergue San Saturnino de Ventosa, gestionado por personas extranjeras, me encuentro las mejores camas hasta el momento. También dispongo de un buen patio ajardinado con mesas donde poder escribir y descansar, aunque por su tamaño, el nivel de ocupación y la singularidad de muchos de los peregrinos, más parece un descanso de un concierto pop que un albergue del Camino.

Lo primero es mandar mi mensaje a mis compañeros de viaje en la distancia: “Quinta etapa concluida. De Logroño a Ventosa, 28.212 pasos y 22,1 kilómetros. Ahora ducha y reparaciones.”


Después de repasar mi piel, mis pies y hacer mi colada, me voy a comer en uno de los bares del pueblo, para volver después a descansar, escribir y leer, avanzando con los libros que tengo entre manos. Termino de leer el “Tratado sobre la belleza”, de Cheng.


“La bondad garantiza la calidad de la belleza.

La belleza irradia la bondad y la hace deseable.”


Y lo guardo en mi mochila despidiéndome de él después de leer esta frase:


“No reconozco en ningún hombre más signo de superioridad que la bondad. Allí donde la encuentro se halla mi hogar.”


Sigo con la escritura del diario y con otras lecturas, Tolstoi, Angélika, Banville y Steiner.


Éste último siempre me da algo en qué pensar:


“Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, huelen la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío.”


Al atardecer, voy a cenar al otro bar del pueblo. Los dos están llenos de peregrinos. Ya voy saludando a algunos con los que voy coincidiendo en más de una etapa.


Regreso temprano y aprovecho para descansar y coger el sueño antes de que empiece el concierto.


Recuento físico:

Pasos del día: 28.212. Acumulados: 153.348.

Kilómetros del día: 22,1. Acumulados: 121,9.


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