CARTA ABIERTA Nº 3 A DIEGO DONCEL.


Buenas tardes, Diego.


Cuando leí tu primer libro, no pensé que iba a llegar a escribirte esta tercera carta, pero aquí estoy, dispuesto a llenar algunas líneas con los sentimientos que ha provocado en mi la lectura de tu poemario “En ningún paraíso”.


Como tú mismo dices, seguimos hablando de un largo poema, dividido en partes físicas pero no en lo que a mensaje se refiere. Seguimos hablando de poemas largos que, en este caso, he tenido la sensación de que estaban escritos en tránsito, a caballo de una época de tu vida y otra que parece que comienza.


A pesar de la negrura de muchos de los poemas, a pesar del abatimiento en el que parece que te encontrabas al escribirlos, a pesar de la presencia habitual de la muerte en la mayoría de ellos, he  tenido la sensación de que en la propia poesía, en el oficio de escribir, estaba tu retorno al mundo de los vivos, las palabras eran tu salvavidas, tu refugio.


Duro comienzo con el primer poema, cuando anuncias, hablando de la inteligencia y de los sentimientos:


“Como la ciudad mi vida es una calle 

que huele a basura y a grasa de automóviles, 

pero yo solo deseo ser un analfabeto 

del alma, inocente y humano, 

que vive con decoro.”


Pasas de lo que dices es real, el olor de tu vida, a expresar un deseo humilde, sin relación con lo que escribes en muchos de tus poemas sobre tu existencia. Leyéndolo, he pensado si lo que leía no era un ejercicio de falsa humildad, de vanidad victimaria. A continuación, veo que quieres huir y no acabo de ver cuál es tu destino deseado.


En el mismo poema, algo más adelante, dices:


“… Y me escuecen demasiado los crímenes 

del recuerdo, como una rozadura.”


Supongo que no hablas de los que, supuestamente, hubieras podido cometer tu en tu pasado, sino de los que ese pasado está cometiendo contigo en ese momento. No me gusta mucho, tengo que decírtelo, lo que de victimismo respiran tus poemas. Me llaman la atención, pero me resisto a incorporarlos a mi memoria, al menos con esas palabras.


En tu poema “El hongo de Psylocibina” dices que no te conoces porque estás vestido de tu miedo. Puedo entenderlo y tal vez por eso me he detenido en este verso. Creo que cuando el miedo nos invade como un sudario dejamos de ser nosotros mismos, somos otro yo.


Algo más adelante, traes hasta el poema a la que parece ser tu compañía diaria, la parca:


“Pienso siempre en la muerte para la vida, 

no en la vida para la muerte.”


Es una vuelta de tuerca a tus fantasmas, esos que parecen cerrarte todas las puertas y ventanas para, después, al acabar el poema te des a ti mismo esos consejos tan suaves, nuevos brotes del tránsito del que antes te hablaba:


“Ama al mundo, me digo, porque es todo 

lo que tienes: no te hundas 

bajo la carga de tus sentimientos.

Aprende a ser el que sueñas hasta despertar: 

el hombre que se despierta soñando deja de ser él 

para ser otro de nuevo.”


Qué dura, pero qué bonita historia nos cuentas en “Una mujer”, con ese inicio que le da al poema sus señas de identidad:


“Para aquella mujer que amaba de tal manera a los seres llagados 

que no evitaba nunca la íntima compañía de los hombres, 

el sexo solo era una forma de extraer veneno de la vida para su uso personal,…”


Aparentemente sórdido, realmente tierno, y digo tierno porque pienso que lo es y cuando se dicen cosas así es porque no se ha perdido la capacidad de amar y de creer en la vida.


Has vestido a esa mujer, real o imaginada o querida, con los pensamientos y preguntas más esenciales:


“-¿Por qué no somos más humildes 

ante una caricia, …,

más frágiles ante el amor, 

qué nos ha pasado para no creer 

siquiera en nuestros actos?”


La has hecho protagonista de los versos más duros:


“-Nada hay como sentirse extraños 

en el mundo de nuestros propios sentimientos 

y tener que seguir vivos…”


Dices que ella sabía que el amor y el sosiego solo eran buenas ideas que vivían en el mundo con torpeza. Parece que acumulaba la sabiduría de los desposeídos, de los inquilinos de la intemperie.


Leído y leído el poema, no podía esperar un final más coherente, más desgarrador y más bello, cuando mirando al punto de fuga del horizonte, le dice:


“-Ahora voy, espérame, no creo que tarde.”


Creo que es un poema que guardaré, señalado, entre mis favoritos, un poema para leer y volver a leer, para apreciar la belleza del desgarro y el abandono.


Sólo estos versos de tu poema “Nadie”, solo tres porque creo resumen el poema:


“Espectador irónico de mi mismo 

nunca me conocí porque siempre dudé de que existiera”


“Y lo que no sé es si puede morir un muerto.”


No te creo, Diego. Entiendo que este sea tu lenguaje, el instrumento de tu comunicación contigo mismo, en primer lugar, con los que tu quieres, en segundo, y con los lectores que esperas que te lean, pero no me creo que pienses que te sintieras muerto y tampoco que dudaras de tu existencia.


En “El lector de Montaigne”, más que desesperar de lo que sufrías, me ha dado la impresión de que construías tu propia Ciudadela.


Dices en otro poema que te preguntas si no es preciso huir. No me parece descabellado hacerse esa pregunta. ¿Quién no ha pensado alguna vez en huir?. En mi caso, siempre que he huido iba buscando otra cosa.


Por eso, te entiendo cuando en otro poema posterior dices que te reconforta huir.


Me ha hecho pensar mucho esa frase que has colocado en tu poema “El Job de los establos”, esa que dice que el hombre es un ser superior solo porque hace daño. Me duele leerlo y creyendo que entiendo lo que dices, prefiero quedarme con el pensamiento de que es superior porque es capaz de realizar actos cargados de bondad.



Gracias, Diego, por tus poemas, por esa necesidad incesante, inagotable, de querer escribir, de dejarnos versos y poemas en los que pensarnos.


Hasta pronto,



Pamplona, mayo de 2021

Isidoro Parra.





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