CAFÉ MEDIA LUNA.


En Pamplona se mantienen algunos jardines con cuerpo, con diseño y con años de vivencias en ellos por parte de sus ciudadanos. Uno de ellos es el Parque de la Media Luna.


Un inglés, viajero impenitente, Adam L. Maloney, escribió que este parque era, para él, el Jardín Secreto de Pamplona. Creo que es una definición acertada, porque su vegetación ya tan asentada, crea espacios de sombra en los que guarecerse del sol veraniego y pasar inadvertido para cualquiera que rodee el parque con sus pasos.


Este parque, diseñado por Victor Eusa y terminado de construir en 1935, tiene una superficie de 67.000 metros cuadrados y acoge varias construcciones.


Una de ellas, el estanque, diseñado por Eusa, con su forma geométrica de cruz y una red de pequeños caminos de tierra para dar asiento a las plantas que rodean el agua y sus pequeños surtidores. Siempre que paseo por sus alrededores me siento transportado a un trocito de la Alhambra. Tal vez ayude a ello el propio nombre del parque, aunque dicen que esa denominación tiene que ver con que el terreno por el que se extiende tiene forma de luna menguante.


Otras voces relacionan el nombre del parque con el hecho de que ese mismo nombre designaba a los revellines semicirculares que se construían a lo largo de las murallas o fortificaciones de siglos pasados. De hecho, en la misma zona del parque se sitúa el Fortín de San Bartolomé, construido en la primera mitad del siglo XVIII que alberga una estructura semicircular. De todo esto nos habla más extensamente Carlos Albillo Torres.


Otra edificación no menos importante del parque es el Monumento a Pablo Sarasate, gran violinista navarro que difundió el nombre de nuestra tierra por todo el mundo.


Por ahí, a mitad de camino entre el Monumento a Sarasate que acaricia con su música el lado oeste y el estanque que refresca su lado oriental, se ubica una especie de pabellón de piedra y ladrillo, con grandes ventanales, en el que se ubica el bar o café Medialuna.


Si su exterior no estuviera habitado por mesas y sillas apiladas, por grandes y pesadas sombrillas y, actualmente, por una carpa propia de servicios de hostelería, podría pasar por el pabellón que los nobles del castillo han instalado en los jardines para su descanso y holganza; espacio en el que son servidos por los criados más fieles y solícitos de palacio.


La realidad es otra. Es un espacio en el que muchos ciudadanos disfrutan de diferentes formas en invierno o en verano, en el interior o en el exterior, por la mañana o por la tarde.


En su interior, que ha pasado por varias reformas, hoy se ubican varias mesas que son atendidas desde un mostrador que comunica con la cocina. 


Los techos altos le dan una sensación de mayor amplitud que la que podría atribuirse a las dimensiones de la planta del local. En esa atmósfera, se genera un silencio que resulta inspirador. Cuando me siento en una de las mesas, mientras tomo mi café o mi té, pienso en otros espacios ajardinados, el Retiro, en Madrid; la Ciudadela, en Barcelona; el Tiergarten, en Berlín, los Jardines de Luxemburgo, en París; el Bushy Park, en Londres. 


Si, por el contrario, me siento en el exterior, mi mente no me traslada a ningún otro lugar: la majestad de los árboles que me rodean son suficientes para que mi mirada se deleite y se quede saciada. Frente a mí, se eleva la secuoya gigante, el almez, la palmera, el cedro del Himalaya o el del Atlas, los arbustos y los arriates de flores diversas.


A mi mesa me llega la luz del sol tamizada por estas frondosidades, mientras mi té se atempera y me deja ensimismarme en mi lectura o en mis vanos intentos de escribir algo mínimamente aceptable.


Frente a mí, en esta mañana primaveral, diferentes grupos van ocupando mesas. Es la hora del “brunch” que sirven en el bar. Algunas personas se han convertido en asiduas del ritual de este almuerzo copioso que sirve de comida, una práctica importada pero  que va tomando cuerpo en un sector de nuestra sociedad. Algunos de esos grupos son jóvenes, pero también hay familias con niños que hacen del evento una fiesta llena de sensaciones.


Por los altavoces, suavemente, se escucha la voz de Joni Mitchell, acariciándolo todo, susurrando un sentimiento siempre presente, verdadero. Desde aquí, la ciudad que nos rodea a escasos metros parece lejana.


La atención es profesional y rápida, que se agradece, sobre todo si el tiempo de que dispones es escaso y la mañana espléndida.


Si no hay mucha gente en la terraza, puedes escuchar el diálogo entre las aves, el roce de las hojas de los árboles, sentir la embriaguez de la naturaleza en medio de la ciudad.


Por las tardes, en verano, cuando el calor aprieta, todavía es más placentero dejar caer tu cuerpo en una silla, en medio de la sombra exterior. No lo conozco de noche, a media luz, con las copas despidiendo el embriagante aroma del alcohol perfumado de cítricos.


Es un lugar para tertulianos, para acompañamientos silenciosos, para una lectura placentera del periódico dominical, para una reunión de amigos, sin prisas.


Es un lugar al que siempre volver.


Cuando te alejas, si tomas la decisión de asomarte al mirador que se vuelca sobre el Arga y las huertas de la Magdalena, agradeces de nuevo la decisión de haber venido a este lugar y vivirlo, hacerlo parte de tu vida.


Pamplona, marzo de 2021

Isidoro Parra.


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