CARTA ABIERTA Nº 1 A ANA BLANDIANA.


Buenas tardes, Ana.


Te puedes preguntar con absoluta normalidad por esta carta y por qué un tipo desconocido, del Norte de España, dedica unas horas de su vida, ya madura, bastante madura, a leer tu poesía y a escribirte cartas. ¿Qué pretende? ¿Qué persigue?


Con la misma naturalidad podría responderte que no sé muy bien lo que hago, pero sí puedo decirte que no pretendo ni persigo nada. Es un desahogo, una búsqueda hacia mí mismo, un intento de saber si cuando leo poesía se me queda algo entre piel y piel, si puedo decir algo al repasar un poemario.


Hay otra razón, con funesto futuro porque nunca obtendré una respuesta, pero la vida es así, está llena de intentos que no llegan a ningún destino, pero tengo la sensación de que solamente el poeta que ha escrito unos versos puede decirme si lo que he sentido al leerlos tiene algo que ver con lo que él o ella ha escrito.


Por otra parte, me gusta leer la poesía de cualquier poeta siguiendo un orden cronológico de escritura o de publicación, pero en tu caso no va a ser posible. En España, y en castellano, se ha publicado muy poco de tu obra literaria, así que iré escribiéndote en función de los libros que lleguen a mis manos.


Hoy quería decirte algo sobre tu poemario “Mi Patria A4”, publicado en 2014 y escrito por ti, creo, antes de o en 2010. No es uno de tus primeros libros. Por eso, supongo que en sus páginas tendrá vida acumulada, esfuerzos por seguir avanzando en el camino que te has marcado, algo de todo eso que configura una vida comprometida con otro algo.


Me he quedado sorprendido ante tu primer poema, “En los frescos”. En él haces un recorrido por esos frescos de monasterios, suaves de color o de mensajes, en unos casos, fuertes como un dolor y oscuros en otros, pero al final, creo que querías hablar de la fe que, al igual que tus golondrinas, recorre como un espanto nuestras vidas o como el lugar en que podemos descansar, como en los frescos.


Vuelves a la fe en el segundo poema, “Qué difícil es acariciar”. Hablas de la dificultad de acariciar las plumas de un ángel pero, sobre todo, creo que hablas de la distancia, de la duda, de lo que queda en los sentidos, de la duda sobre tus propias palabras, … de la fe.


Me gustan esos dos versos que pueden explicar nuestra posición en el mundo, nuestra equidistancia entre ser la víctima o el verdugo: “Menos culpable, aunque no inocente” y “Con menos culpa, aunque no inocente”. Y, sobre todo, me quedo con esos versos finales en los que dialogas con el misterio:


“Menos culpable, aunque no inocente, 

aún así, más inocente que tú, 

autor de esta perfección sin piedad, 

que has decidido todo 

y luego me has enseñado a poner la otra mejilla.”


Desconozco tu intención sobre el objeto o el ser que tenías que disfrazar de payaso en tu poema “Carnaval”, pero en esas hojas que vuelan en un vuelo que no duele, en ese desprenderse suavemente, en esa fascinación de sentirse libres, en su muerte, he creído ver a Dios.


Más de una vez he leído tu poema “Caza en el tiempo” y no porque no lo entendiera o porque tu lenguaje sea críptico y oscuro; a estas alturas tú ya sabes que tus palabras vuelan por el poema. Me han forzado a ellos unos versos.


El primero de ellos en el que dices: “Sé que no hay salvación, pero/tampoco sé qué sería la salvación.”, he visto reflejados muchos momentos de pensamientos en silencio, porque es cierto que aún creyendo con claridad que no hay salvación, nos resulta casi imposible pensar en cómo sería si existiera.


El segundo ofrece más certezas, una realidad al alcance de cualquier pensamiento: “Un tiempo igual al tiempo de la caza/en el que, al menos, sé que soy la presa.”. Sabemos que somos la presa de la vida, por eso estamos siempre alerta, nunca nos relajamos, salvo cuando nos da caza nuestro último cazador, la parca.


Me he recreado con una sonrisa al leer tu poema “Sobre patines”, siguiendo esas imágenes que escribes de adolescentes sobre sus patines, con los pájaros fuera de su mundo pero, sobre todo, me ha agradado esa imagen de Dios descendiendo sobre ellos, aprendiendo a patinar para poder salvarlos.


Leyendo tu poema “Biografía”, me ha parecido que recorres dos espacios temporales, el de tu niñez sintiéndote perseguida por los tallos de las plantas al doblarse; una visión de una realidad sentida por muchos. Al final, esos versos que pueden interpretarse como un compromiso, como una firme voluntad de seguir tu camino de poeta o… como un destello de vanidad.


¿De qué frontera hablas, Ana, en tu poema “Sigilosamente”?. Son tantas las fronteras que bordeamos en la vida, tantas a las que llegamos desnudos de ropa y de experiencias, tantas a las que no escuchamos aunque nos lancen avisos, tantas que nos tientan, que nos impulsan o nos obligan a dar un paso adelante. Por todo eso, me gusta tu despedida, porque la pasas pero sin saberlo:


“Continuo avanzando 

por la arena humedecida por la muerte, 

viva y orgullosa 

de que puedo empujar esa línea 

o, tal vez, traspasarla un poco, sin saberlo.”


He pensado en el desconcierto de las semillas de piedra de la arena, que no saben lo que es germinar, con el que das una respuesta a una reflexión teológica. En todo caso, he pensado más en ese otro mensaje que lanzas, a mitad del poema “Semillas de piedra”, en el que afirmas que no sabemos qué es ser bueno o qué es estar vivo. En estos versos veo reflejada parte de mi vida y de la de muchos que me acompañan, siempre dudando de si existimos.


Hay paz en la quietud de algunos momentos por los que discurren los versos de tu poema “La espera”, en la luz casi verde del aire, en las tejas mojadas, en el intervalo entre el relámpago y el trueno.


He creído ver claro, al leer tu poema “Peldaños”, que la eternidad no es tal salvo cuando uno vive la vida que conocemos. Una vez que morimos, justo en ese momento, desparece cualquier atisbo de eternidad. La eternidad sólo tiene un camino, hacia el tiempo pasado.


Ana, te aseguro que yo también daría cualquier cosa por saber si Dios tuvo remordimientos por haber creado el mundo y los humanos como los conocemos, con esas desigualdades de oportunidades, si se siente culpable por hacer a unos víctimas y a otros verdugos, por colocarnos ante hechos consumados. Se sintió tan grande que parece que no le costara nada crear un hijo que no se parecía nada a él.


La soledad, Ana, esa que nos acompaña a pesar de su nombre, esa ante la que nunca debemos rendirnos, la que no debe atraparnos y encarcelarnos, la que siempre está ahí, como una vecina curiosa, siempre atenta al momentos en que nuestras defensas bajan la guardia, esa que genera tanta pregunta sin respuesta.


Parece que la vida es una cuesta arriba: tanto esfuerzo por ascender, por no perder el equilibrio para, al final, cuando llegamos a nuestra cumbre, encontrarnos con la muerte. Ahora, después de leer tu poema “La pendiente” también veo la vida como un descenso sin fin, cuando más abajo, más peligroso.


Desearía que llegase ese viento que borra cualquier huella de nuestra sucia piel, Ana, porque es cierto que estamos oscuros de tanta vida vivida y no es menos cierto que sobre nuestra piel o bajo ella se acumulan secretos, mentiras, miedos, falsas arrogancias y vanidades, muchas vanidades, demasiadas.


Con esos pensamientos, extraídos de tu poema “Cerezos amargos”, enlazo los que me trae a mi presente tu otro poema “Una pérdida continua” en el que me reconozco en algunos de los versos:


“No es difícil perder, 

en realidad la ascensión no es más que una continua pérdida,

…”


Al final, para acabar, el último poema de este libro, “La patria del desasosiego”. Ya solamente el título del poema es un verso con amplios horizontes, Ana. A través de él y, especialmente, en su final, me has hecho ver la realidad de tu oficio que ya suponía al leer la portada del libro. 


No hay palabra que no tenga sentido, aunque intente esconderse en la metáfora, en el intento de jugar a luz y sombra, a verdad a medias y mentira presente. Todos tus poemas caminan por un territorio de vida común que tú haces más amable, real pero vivible.


Gracias por tu poesía, Ana.


Hasta pronto, espero.


Pamplona, septiembre de 2021.

Isidoro Parra.


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