CARTA ABIERTA Nº 1 A FERMÍN HERRERO

Buenas tardes, Fermin.


Las dudas y las indecisiones se me agolpan al inicio de esta primera carta que te envío. Dudas en cuanto a si escribirte o no, en cómo hacerlo, en cómo no repetirme con otras cartas a otros poetas, en si sirve de algo o no este ejercicio que pretende ser algo más. 


Por otra parte, como tengo por hábito (reciente) escribir cartas a poetas siguiendo un orden cronológico de sus publicaciones, tengo la duda de si, en tu caso, voy a ser capaz de conseguir tus libros más antiguos. En estos momentos dispongo de cuatro que ya he leído y que ahora, al afrontar este empeño, he comenzado a releer. Del resto, está por ver.


Después de darle algunas vueltas a mis pasos adelante y atrás, he pensado que a mí si me sirve escribir estas cartas. No voy a insistir en las razones porque creo que ya las he dicho en otras cartas y, al menos si puedo, no quiero volver sobre ello, pero voy a iniciar mis cartas a tus poemas, a lo que me han dejado al leerlos, a lo que espero perdure en mi pensamiento y en mi gozo o en mis reflexiones, que todo sirve para seguir viviendo.


Por lo que ya he comentado, estas cartas no van a seguir el orden de tus publicaciones. Voy a comenzar por el poemario que terminé de leer ayer, en el tren, camino de Madrid: “Tempero”, publicado en 2011 y aupado, además del reconocimiento como poeta ya casi antiguo, por el premio Alfons el Magnànim “Valencia”.


Antes de entrar en algunos de los poemas, tengo que decirte que su lectura me ha hecho emplear tiempo en la búsqueda del significado de bastantes palabras, posiblemente habituales en los escenarios rurales de tu vida, pero absolutamente desconocidas para mí. No lo he hecho porque sin su significado no pudiera entender o sentir tus poemas, sino porque descifrar su sentido e intentar ponerles imágenes ha despertado mi curiosidad.


En cualquier caso, y desconociendo tus motivaciones al emplear esas palabras en desuso, tu empeño es encomiable. Creo que mantener vivo cualquier cosa que va cayendo en el olvido es una tarea más que meritoria.


También quería decirte, Fermín, que tus poemas, a primera vista, parecen cortos y, por tanto, de lectura fácil, pero no es así. A nada que te despistes un poco a mitad de un poema pierdes el hilo y no sabes de que iba la cosa. Así que, después de pasarme eso un par de veces, le he puesto toda la atención posible a cada poema y me he detenido y entretenido en cada uno de ellos. Me parecen importantes los inicios y los finales de cada poema, aunque en ocasiones también surge el destello en la mitad del texto.


Me he quedado con la sensación de que tus poemas y tus reflexiones surgen de la tierra que te rodea, de los paisajes que te han dado identidad, de lo que respiras, las colinas, los rastrojos, la soledad de la tierra abandonada, los árboles que resisten el olvido, pero en todo ello te buscas y te encuentras para dejarnos tu reflexión final, no siempre alegre, pero siempre profunda, con hondura, como la humedad en la tierra.


Tu poema de presentación, “Húrgura”, recorre el paisaje, que podría ser universal, y el tiempo, adormecido por la nieve. Me ha transmitido la sensación de querer abarcar todo el espacio en el que vives, en el que se mueven tus palabras, las de este poema y las de los que siguen.


En “Cerros pelados” te fundes en esa imagen apacible, de desnudez y de continuidad en tu vida. Da la sensación de que te ofrece seguridad y lo entiendo: lo que reconocemos en nuestra retina parece más nuestro, más nuestra morada.


¿Estás seguro de que la aridez basta? Es cierto que somos así con nosotros mismos, sobre todo cuando hacemos balance. Nos cuesta perdonarnos.


Tal vez tengas razón y la pureza consista, al fin, en no ser nada, en no dejar recuerdo, en no haber existido, en perderse en el olvido cuanto antes, en dejar espacio para nuevos rostros.


Me ha encantado tu poema “La placidez”. No tengo por costumbre beber en demasía, pero cuando estoy en mi monasterio de La Luna, sobre todo en invierno, me pongo un copa y la saboreo despacio, por la tarde, mientras paso las páginas de un libro de poemas. La tarde, la media luz, el silencio, la chimenea y, también la copa, contribuyen a expandir esa placidez. Todo se ralentiza y no queda espacio para las preguntas.


Estoy contigo en que asociamos la nieve con diferentes vivencias en función de nuestra edad. El recuerdo amable del descubrimiento y el gozo es de la infancia, el disfrute más evidente y más bullicioso cuando la vida se abre paso con más fuerza y cuando somos mayores casi nos molesta, pero no es culpa de la nieve, somos nosotros, la nieve siempre es callada y amable.


He leído varias veces tu poema “Descargo”. Para saber echar raíces, para acariciar la placidez y la calma, hay que haber andado caminos, con los pies y los sentidos, con el alma y la piel, pensarlos y elegir el lugar en el que podrán descansar tus huesos.


También me ha gustado esa observación de la mirada precavida de los pobres, siempre alerta de cualquier amenaza, de lo que traerá el alba de cada día.


Afirmaciones con el único origen de las propias dudas, de la prudencia, son las que viertes en el poema “Tanteos”. Si tus poemas dijeran tan poco, no habrían provocado tantas lecturas, ni estas pobres líneas que te dirijo.


A mí me gusta la sombra de mis nogales, aunque sea peligrosa.


¡Cuánto da de sí un paseo en silencio, unas acacias, los caminos que siempre llevan a lo profundo: luz, sombras, perdidas y encuentros!


En “El azar y el pánico” has recorrido en un segundo la corta distancia que separa el bullicio y su alegría del zarpazo de la muerte inesperada, sin alusiones personales, sin ira, con la realidad de la vida animal y… la del hombre.


Vayamos pensando en la nueva primavera, esperémosla, deseémosla, porque toda la naturaleza volverá a la vida y sembrará una esperanza -engañosa- en nuestras vidas sin recursos de salvación.


No estoy seguro de si la singularidad de cada fruta es suya o es del momento en que estamos cuando la devoramos, pero es cierto que cada vivencia es singular.


Al leer tu poema “Atardecer”, he repasado algunas vivencias de mis abandonos a los atardeceres y recuerdo que la imagen de las últimas luces ha perdurado en mi memoria cuando ha llegado la noche y, en ocasiones, se ha extendido a otras noches para alumbrar la oscuridad.


“Estamos hechos de miedo” dices en tu poema “Corteza blanquecina”. No sé si es cierto lo que dices y menos si es universal, pero pienso que lo que nos frena, la amenaza que sentimos muchos días viene siempre acompañada del miedo. En esos casos, me ayuda contemplar la corteza blanca, herida, de los abedules llorones de La Luna. Me ayudan a hacer callar todo a mi alrededor, hasta al miedo.


Me reconcilia con la realidad ese final de tu poema “El ombligo del mundo” con esa frase que deja todo abierto: 


“Quien más quien 

menos acaba dándose la vuelta cuando 

barrunta su debilidad, busca cualquier 

resguardo y ya se sabe lo que pasa.”


He repasado varias veces tu poema “Quedarse corto” y me plantea dudas tu reflexión: ¿estás seguro, Fermín, que la entrega es todo? Estoy de acuerdo en que tal vez sea todo lo que tenemos, al menos yo, pero no sé si es bastante o mínimamente algo que merezca la pena. Cuando lo pienso, dejo de escribir.


¿De qué belleza hablas en tu poema “Conjetura de la belleza”? Dices que “La belleza es tranquila, se ahínca, necesita reposo” y cuando leo y releo esta frase pienso que la belleza de la que hablas necesita a su lado, pegada a ella, la bondad, la calma, la ausencia de orgullo, de vanidad o de agresividad. Así la veo.


Y así, Fermín, verso a verso, poema a poema, he llegado al final de tu libro que me ha dejado ahíto y, al mismo tiempo, sediento de más poemas tuyos.


Gracias y hasta pronto, Fermín.


Madrid, agosto de 2021.

Isidoro Parra.




 




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