OTOÑO XVII. Tagetes.


“Tiempo es de que se abran ya las flores rojas como mejillas maquilladas.”

Li Qingzhao



Hay flores que, sin saber por qué, te transportan a China. Tal vez sean los colores de sus hojas y no precisamente porque sean los de su bandera; tal vez sea su forma, que me recuerdan a lo que en mi infancia oía nombrar como claveles chinos, tal vez sea por su densidad al ocupar el espacio, aunque obedezca a que los he plantado muy cerca unos de otros. Sea por lo que sea, este grupo de tagetes de mi jardín me llevan de viaje a China como en su día viajaron ellas desde Méjico, dicen, para poblar la tierra entera.


Aunque ya no están en su esplendor del verano, su color es más intenso todavía, expresando el deseo de vivir, la demostración de que, al igual que nosotros, pueden alargar su vida más allá de los límites marcados, con la diferencia de que lo hacen con orgullo, regalando color y pasión.


Los miro pero son ellos los que me contemplan; no sé descifrar lo que ven ni si les gusta; permanecen en silencio, en actitud de espera o de ofrenda, posturas que puedo confundir en su llegada a mí, en mi ignorancia que pretende buscar respuestas a tanta belleza, que intenta comprender y gozar sin dejar paso a la envidia ni a la desesperación que produce el hecho de no poder seguirlas, de sentirlas ellas mismas en esa quietud gris de este otoño, en esos rayos de luz que todavía calientan mi cuerpo.


Todo se conjuga para crear ese espacio aislado de lo que les rodea, estableciendo una relación conmigo en la que quedo atrapado, mudo también de no saber qué decir ni qué decirles si pienso que no me van a entender. ¿Cómo puedo estar seguro?


Las admiro, además, preñadas de semillas que multiplicarán por mil ésta imagen a poco que me esfuerce, a poco que me interese volver a repetir el asombro de sus colores, la viveza de su sonrisa, la serenidad de su presencia.


Son como un foco de luz, una llamada a la serenidad, un guardián en este mar de hierba, un aviso a navegantes de la duda y del asombro.


Así vistas, podrían parecer de cera, perennes e inamovibles, pero son algo más, son de terciopelo suave, sedoso, con sus estirados troncos verdes, fríos como un deseo inalcanzable, son el reflejo de este otoño agonizante, más bello que nunca en su despedida.


Un regalo para los sentidos.


Amillano, diciembre de 2018.

Isidoro Parra.



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