EJERCICIOS DE TALLER, VI. HE ADMIRADO...


HE ADMIRADO A ...


Ayer, por la noche, hablaba por teléfono con mi hijo mayor y me decía que había preparado, para cenar, una ensalada a la que había añadido unos granos de granada. Me decía que se había acordado de su abuela, mi madre, a la que le encantaba esa fruta. Me decía que la recordaba cuando la estaba pelando sin descanso, hasta sacar y separar todos sus granos que luego comía directamente como el manjar más exquisito.


Este comentario me ha traído las imágenes de las mismas escenas que él, seguramente, ha retenido en su memoria. Recuerdo que, si la querías hacer feliz, solamente tenías que regalarle una granada. Al verla, sonreía como una niña a la que ofrecen el caramelo que más le gusta.


A mí, además, me ha hecho pensar en un hecho cierto: entre mi mujer y mis hijos hablamos de todos los miembros de la familia que nos han dejado, pero, sin duda, la persona de la que más hablamos es de ella, de Esther, de Julia Esther, mi madre.


No siempre hablamos recordando las escenas más agradables, como esa de la granada. En ocasiones, recordamos la dificultad que suponía convivir con ella, hacerla sonreír o, cuando menos, que rebajara la dureza del rictus que formaban sus labios. No era fácil vivir a su lado. 


Sin ir más lejos, recuerdo un día, llegando a casa hacia las nueve de la noche, con el cansancio del día acumulado en los hombros. Al cruzar la puerta, me encuentro una escena de tensión, con Txelo llorando y mi madre haciéndose la digna. Al margen de lo que hubiera sido el tema que las había enfrentado, la aparente entereza y soberbia de mi madre, me derrumbó. A pesar de la hora, le pedí que hiciera la bolsa y, aunque era tarde, la llevé a San Adrian, a su casa.


Podría también hablar de momentos gratos, de imágenes que se han quedado en mi memoria y de valores que la sostuvieron toda su vida, de los que nosotros, sus hijos, sin duda alguna, hemos bebido; pero, sobre todo, pienso en todo lo que me acuerdo de ella, en lo que la nombra Txelo, en lo que la nombran mis hijos, imitándola muchas veces, sonriendo las más.


Esta insistencia en los recuerdos, en las veces que la traemos a nuestra vida de hoy, me hace pensar que en todo ello hay algo o mucho de admiración.


Creo que es posible recordar también a personas que no nos han caído bien, pero suele ser menos habitual o, al menos, no los traemos a nuestros días con agrado, con la intención de pasar un buen rato. En estos casos, la admiración no asoma por sitio alguno.


Por el contrario, cuando traes con insistencia el recuerdo de alguien y sonríes, es que no lo quieres olvidar; cuando tantas personas recuerdan a otra persona y el recuerdo provoca sonrisas, incluso risas, hay una decisión de no abandonarla en el olvido y creo, también, que esa insistencia en el recuerdo tiene un componente natural de admiración.


Por eso, tengo que concluir que mi entorno más cercano y yo mismo, profesamos una clara admiración hacia la figura de mi madre.


No necesito pensar en personas más famosas ni buscar entre listados de políticos, pensadores, artistas o gente del circo. La admiración más sincera se prodiga sobre los valores auténticos de las personas que tenemos más cerca, esas que, en ocasiones, nos hacen sufrir, pero que, en otras, dan sentido a nuestra vida.


Acabo estas líneas y me inunda la sensación, no sé si certeza sería demasiado categórico, de que lo escrito cuadra con mi vida, con mis olvidos y con los pilares que me sostienen.


Pamplona, noviembre 2020.

Isidoro Parra.





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