CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. Vigésimo segunda etapa.

DIA 10 DE OCTUBRE

DE PEREXE A O’CEBREIRO.

Con una cierta prevención hacia la subida a O’Cebreiro, salgo a caminar poco antes de las seis y media, tomando el camino pegado a la carretera, solo y con mi frontal.


La mañana está fresca y el caminar rápido me ayuda a mantener una buena temperatura en mi cuerpo.


Nada más salir, le mando mi mensaje de felicitación a Adriana y recibo su respuesta en otro video que me manda Xabier y que me acompaña durante toda la jornada.


Voy pensando en la etapa que me espera. Dentro del Camino, es como subir el Tourmalet en el Tour, pero estoy fuerte. Los días que llevo caminando me han quitado grasa y me han dado ligereza y fondo. 


Poco antes de llegar a Trabadello, tengo mi mayor percance del camino. Una llamada urgente de mis tripas, me hacen desviarme de la carretera buscando un espacio íntimo, algo más oculto, a pesar de que no pasa nadie por el camino principal. Las prisas, la poca visibilidad. la necesidad de cierta intimidad y el peso de la mochila, hacen que no mantenga el equilibro y me caiga hacia atrás. La caída se produce encima de unos zarzales grandes, secos y con muchas espinas que se clavan en mi pierna y en mi nalga, dejándome un rastro de sangre y una señal que será difícil de quitar. Con la dificultad de verme realmente el daño producido, se me pasa por la imaginación si no podrá ser hoy mi último día de Camino.


Como puedo, con la sangre corriendo por mi pierna, me recompongo y me dirijo a un hostal cercano en el que me lavo, me seco y me protejo un poco para poder acabar la etapa. Desayuno y me recupero un poco del susto porque creo apreciar que la pérdida de sangre se ha parado.

  

Va llegando la claridad de la mañana y observo que el paisaje ha cambiado por completo: ríos pequeños que bajan de las montañas, rodeados de árboles, prados verdes donde pastan las vacas y ambiente húmedo por todas partes, tierras con alma gallega y gobierno castellano. Sea lo que sea, el color es verde, todos los tonos del verde, con algunas sombras oscuras en lo más profundo del bosque.


Las diferentes visiones de carreteras y autopistas que cruzan el paisaje a una elevación increíble me llevan a pensar en cosas opuestas: por una parte, destrozan el paisaje, pero al mismo tiempo dan testimonio de la evolución del país.


Llego a Vega de Valcarce y los cambios se van afirmando, algún hórreo, una ermita de piedra junto al camino y una enorme casa, en el recodo de la carretera, de piedra, techo de pizarra y carpintería azul me confirman los cambios de la arquitectura, del paisaje y del ambiente general.


El sol de primera hora, brillante, baña los prados y hace bailar las gotas de escarcha que se han ido depositando por las noche sobre la hierba que las ha acogido con sed y agradecimiento.


Llego a Ferrerías, el último descanso antes de iniciar la subida a O’Cebreiro. Paro en uno de los bares del inicio del pueblo y me tomo un buen bocadillo para reponer fuerzas. Coincido con algunas personas que ya me han acompañado, en la distancia, a lo largo de otras etapas.


Retomo el camino y contemplo el esplendor de los rayos de sol sobre los prados con escarcha, levantando tenues nubes de vapor, mientras las vacas se desperezan y buscan los brotes de hierba que el sol libera de hielo.


Me viene de nuevo a la mente mi cita con San Juan de la Cruz:


(Esposo)

A la aves ligeras, 

leones, ciervos, gamos saltadores,

montes, valles riberas,

aguas, aires, ardores

y miedos de las noches veladores.


por las amenas liras

y canto de serenas os coniuro

que cesen vuestras iras,

y no toquéis al muro,

porque la esposa duerma más seguro.

  

El día también camina hacia el calor, hacia la luz, separando sombras y dando vida a la naturaleza.


Comienzo la ascensión. Los primeros repechos van quedándose atrás y mantengo un ritmo aceptable. Los nuevos caminos se cierran sobre mí con las ramas de los robles que bordean el camino. Tomo contacto con nuevos caminos, nuevas formas, con la sombra de nuevos senderos, nuevos colores, con sus suelos hollados por diferentes pies, más amables, más antiguos, perfectamente ensamblados con los árboles, los ribazos y las piedras que les dan ese entramado de solidez.


Comienzo a ver algún castaño que se entremezcla con los robles, dejándome ver entre ellos los verdes prados y el ganado. Todo me recuerda a las tierras del norte de mi Navarra. La dureza del camino y la pendiente me obligan a bajar el ritmo y efectuar paradas breves. Algunos ciclistas que intentan mantener un ritmo y adelantarme, se ven obligados, unos metros después, a bajarse de la bicicleta y llevarla a rastras a paso lento.


Conforme voy ganando altura, voy teniendo una visión, cuando me paro y vuelvo la vista atrás, de esos valles que ya dejo atrás y no volveré a ver en este Camino. Dejo atrás definitivamente Castilla y las primeras tierras que me han introducido en el alma de Galicia. El día es luminoso y me regala unos paisajes que me enamoran, con la esperanza de que a partir de ahora, todo será diferente.


Este recorrido, que no me está resultando tan duro como pensaba, me hace sentirme plenamente peregrino, siento el color y el calor del camino, mi inmersión, mi cercanía con la poesía, mi vuelta a esos quehaceres que solo a mí me sirven.


Pensando esto, me acuerdo del poema que me ha mandado María y pienso en ella, en los tiempos en que la conocí, cuando éramos jóvenes, en el Banco, con una relación normal de compañeros que ninguno sabía si continuaría o no en el futuro, con una relación recobrada en los últimos años. La maña, con su bondad y generosidad, con su soledad después de despedir a su amado, con tantos alrededor que la queremos, aunque la vida nos distraiga en otros quehaceres, con su risa y sus habilidades para dar alegría y felicidad a su alrededor. Un regalo de la vida. Gracias, María.


En los últimos metros, antes de llegar al destino, paso por la estela que señala el límite político entre León y Lugo.


A pesar de llegar poco más de las doce, llego cansado con una molestia en la pierna izquierda fruto, seguramente, de la sobre carga de estos días atrás.


O’Cebreiro es pequeño en dimensiones y muy grande en la arquitectura de sus casas, pallozas, iglesia y en la visión que me brinda de Galicia, extensa hasta casi imaginar el mar, como una tarta irregular de verdes y marrones, con el cielo limpio, salvo los restos y muestras de los incendios que se ven en el horizonte.


El albergue municipal, no hay otro, es un edificio nuevo con capacidad para cien camas. Por eso, los peregrinos procuran llegar pronto para no perder plaza.


A su entrada se amontonan las mochilas, pero no veo la mía, por más que miro entre todas las que hay. Así que llamo a Correos y me dicen el nombre del restaurante-hostal donde la han dejado.


Haciendo un esfuerzo de volver a calzarme, me dirijo al hostal y me dicen que todavía no ha llegado la mochila. Aprovecho para sentarme en una mesa de la terraza y comer un menú de peregrino, mientras llega la furgoneta.


Respondiendo a la petición que me ha hecho José Luís, me saco una fotografía de mis pies y mis zapatillas y la mando a él y al resto de amigos.


Es una fotografía curiosa. Parece que haya separado dos partes que no debía separar, como cuando sacas un regalo de su caja, o como cuando te quitas los guantes y observas tus manos, o como cuando cascas un huevo y separas su contenido del envoltorio, o como cuando rompes una nuez y dejas a un lado la cáscara y te preparas a comerte el fruto. 


Por otra parte, esa imagen testimonia todo el Camino recorrido, todo el esfuerzo, sin arrogancia ni pretensiones. Es así, ahí están y están como están, los pies cansados, doloridos, y las zapatillas gastadas, liberadas del peso que soportan. 



Mando mi mensaje del día: “Vigésimo segunda etapa acabada. Desde Pereje a O’Cebreiro. 29.137 pasos y 24,1 kilómetros, puerto incluido.”


Mi comida consiste en un caldo gallego y churrasco, platos típicos gallegos que me introducen más en la tierra en la que estoy y que me va a acompañar en los próximos días. A pesar de ello, el caldo me parece más un cuenco de agua sucia, con el gusto de un trozo de hueso de jamón aprovechado más de una vez y con unas hojas de berza sin color bailando en su interior. 


Como es pronto, me tomo con calma lo de la ducha, las reparaciones y la colada que tiendo en un tendedero soleado y expuesto a todos los vientos. Descanso un rato en la litera y salgo a conocer un poco el enclave, después de contestar a los mensajes recibidos.


El núcleo urbano de O’Cebreiro es pequeño, casas y pallozas sueltas que, como ya he comentado en otras ocasiones, dan un aire de señorío a los pueblos así configurados.


Busco y me sonrío ante las papeleras de las calles, con su bruja en relieve, que Mari Carmen me había anunciado y aprovecho para mandarle una fotografía.


Visito primero la iglesia donde enciendo una vela y me detengo unos minutos en una comunicación silenciosa con algo o alguien que me transciende. Agradezco el haber llegado hasta aquí y pido poco o nada, solo acepto. Me sorprende una imagen de Santiago muy sencilla y tierna, algo naïf. En una capilla lateral, junto a una pila bautismal, hay una enorme cruz de San Damián.


                                                (El apóstol Santiago en O’Cebreiro)


Visito también una antigua palloza que funciona como museo.


He entrado en una tienda de regalos y he comprado un imán del camino con la imagen de un mojón con la concha, para Amillano, y la señora del puesto me regala una insignia de una flecha del Camino que coloco en la mochila.


Después me siento en un banco que circunda una mesa de madera, en la terraza de un bar, en la que al tiempo que me tomo una cerveza, voy escribiendo el diario y leyendo “Tierra de Fuego”, de Adam Zagajewski. Al rato, han aparecido por mi mesa José María y Eva, la pareja de sevillanos, que están hospedados en un hostal de O’Cebreiro. Mientras charlamos, aparecen un grupo de jóvenes madrileños que se ven un poco vedes en cuanto a experiencia en el Camino y nos hacen preguntas y preguntas mientras dejan pasar el tiempo sin acercarse a ocupar cama en el albergue. Cuando les decimos que es posible que no tengan sitio, se van a registrarse y cuando vuelven nos dan las gracias porque han pillado las cuatro últimas camas que quedaban.


La tarde es cálida, llena de sol, y profundizo un poco en la confianza con José María y Eva. Cenamos juntos y, sin darme cuenta, me han pagado la cena.


El final del primer poema del libro de Zagajewski, “Concha”, me sorprende:


El tiempo arrebata la vida,

y devuelve memoria, dorada por las llamas

y negra por las ascuas.


O esos otros versos de su poema “Septiembre”:


Quién busca una casa ajena,

me susurró un ángel apuesto y docto,

no encuentra la propia.


Después de cenar, me retiro a descansar que ya queda menos.


Desde la altura de O’Cebreiro cobra más importancia el atardecer porque lo veo en sus últimos minutos, sin ninguna montaña que me lo oculte, y el de hoy es, como solemos decir, de película.


Recuento físico:

Pasos del día: 29.137. Acumulados: 738.349.

Kilómetros del día: 24,1. Acumulados: 598,2.



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