CARTA ABIERTA Nº 1 A ENRIQUE ANDRÉS RUIZ.


Buenas tardes, Andrés,


Las tierras que contemplo desde mi monasterio no son las tierras sorianas que me parece que tu amas por encima de otras. Entiendo que así sea.


Las que tengo frente a mí, en este atardecer brillante de este mes de abril, son también las yo más amo. Cada uno a su tierra, como a su lema, como a su verso.


Frente a mí, los campos verdes de cereal empujando hacia arriba, sorteados por amarillas extensiones de colza y los árboles que empujan las hojas verdes de sus copas hacia arriba, hacia el sol que les da la vida.


Te preguntarás, ¿y todo esto para qué?. Sencillamente, para ir soltando la mano, antes de acometer la tarea de enviarte estas letras para decirte que por primera vez, he tocado tu poesía. 


Estaba leyendo, por recomendación de mi librero, tu novela “Los montes antiguos”, pero la llamada de la poesía es más fuerte en mí y he pasado de género a género, con el mismo autor.


He comenzado por “Con los vencejos”.


Como viene al caso, te lo comento: a mí no me gustan los poemas largos. Debe ser porque soy perezoso y mi capacidad de retención no aguanta muchas líneas. Soy más de poemas cortos, concentrados. Te digo esto para que sepas algo de mí y porque al pasar las hojas de tu poemario me he encontrado con muchos poemas largos.


Por eso, la primera impresión de tu poemario es que está cuajado de esos poemas largos, en los que con tu ritmo, parece que quieres contar una historia completa, algo más allá del instante y de la emoción, más allá también de la sensación. Me ha dado la impresión de que no querías dejar puertas abiertas a la duda, a los silencios. Así, en cada poema, un principio, un caminar y un final, no necesariamente brusco ni definitivo.


En cada uno de esos poemas he visto un territorio, con sus lindes, con sus colores y la historia que quieres contar.


También tengo que decirte que, sin utilizar un lenguaje extraño ni rebuscado, en ocasiones, después de leer un par de veces, o tres, un poema, me he preguntado de qué estabas hablando, aunque también debo decirte que cuando me pasa eso, siempre lo achaco a la escasez de conocimientos por mi parte.


Si no hubiera leído ya parte de tu novela, no estoy seguro de que hubiera sentido lo que voy a decirte: cuando hablas de aves, no lo haces en un sentido general, ni poético ni abstracto; hablas de los pájaros de tu tierra, de los que ves… y los nombras. Eso hace más creíble tu poesía.


También hay versos más cortos, y también más profundos, y también más herméticos y otros que parecen ejercicios que suenan a canciones del donde y del cuando.


Aunque me resulta difícil desgajar del todo un verso, para memorizarlo, voy a intentar repasar y hacerte llegar alguna impresión de algún verso o poema concreto.


En el primer poema del libro, “Viento de muda”, me he quedado atrapado en los versos en los que hablas de que “la música del tiempo que canta a la medida / de un dueño lo que falta, / lo que queda de una vida, / pero no canta lo que no tiene medida.”. Mi mente ha volado con tus palabras en busca de un tiempo medido con otras reglas, en un tiempo de otros tiempos, en una medida del tiempo que no existe o en el tiempo que no sabe dar la medida de las vidas. Al final del poema me he reencontrado -tal vez no lo había dejado a lo largo de todo el poema- con el tiempo del que se han desprendido esas mariposas intactas.


A ese primer poema le siguen otros varios en los que el tiempo sigue haciendo presencia o se hace esencia del propio poema, de la eternidad, como en “Retrato de algún José”, en el que te has empeñado en encerrar el tiempo en una sala hasta llenarla, a la espera de que los espejos estuvieran vacíos.


Me he quedado sonriendo con tu descripción del amanecer en tu poema “Una casa como yo”:


“… 

con la nieva rodando por todos los rincones, 

hacía tanto frío que el campo parecía 

una pequeña habitación cerrada.”


Parece magia y despierta admiración encontrarse con descripciones que te hubiera gustado escribir a ti mismo.


Rotundo ese final del poema “El pájaro verde”. Creo que todos esperamos durante toda nuestra vida a que pase la golondrina. Todo es ir, volver, hacer, cuidar y deshacer rutas y caminos, poder hacerlos.


En “El carro que me lleva”, tal vez equivocado, pero he recorrido en sueños una vida, en un carro de la vida, dentro de esa vida. Cuando me pasa esto, aprecio lo importante que puede ser que la poesía, aunque no la entiendas, te haga vivir durante unos minutos una historia, un recorrido, en parte deseado, en parte real.


Galimatías construido como una catedral gótica me ha parecido el poema II del capítulo “Con los vencejos”, una parte clara, el deseo y la petición, y la palabra y el verso para enredarlo todo. Yo pensaba que eras más del románico.


Hay cosas que solamente pueden entenderse, sin peros ni juicios, en la poesía, como tu poema III.


Leyendo tu poema XVIII varias veces, no por no entenderlo sino por deleitarme más en él, he sido testigo beneficiado del arte de decir todo sin apuntar a nada, pero disparando a todo.


Eso me ha pasado en varios poemas más, en los que identificando una imagen o un mensaje en un par de versos, he seguido leyendo el poema para perderme y volver a encontrar el tesoro de la palabra pensada, pulida, el mensaje escueto, escrito para hacer pensar, para hacer sentir el papel de la poesía.


Tu poema XXIII trae al recuerdo esos días en los que uno está perdido sin saber si ir o quedarse, si cerrar los ojos y no volver a abrirlos o no dejar de mirar ni un segundo lo que sucede ante nosotros.


He leído tu poema XXIX en el que describes ese jardín que parece del paraíso y he sonreído al volver la vista hacia el mío, con sus abedules, sus nogales, sus arces, sus cipreses, con los tulipanes que se van cerrando ante la llegada de la noche, los brotes de las nuevas flores que van empujando la tierra, abriéndose camino hacia la luz, la paleta de verdes, inabarcable. ¡Cuánta vida en un jardín!


Trascendencia de la luz en esos actos cotidianos, en esos bailes, en ese más allá de tu poema XXXI. ¡Qué vértigo y qué esperanza!


Desasosiego en “El aire de los tiempos”, desasosiego por lo que se va, lo que se viene, los contrarios que se encuentran o no, desasosiego por lo que desconocemos, la trascendencia del paso del tiempo alejándose. Así he vivido ese poema. Y para serte sincero, hubiera querido saber más del donde, del cuándo y del porqué.


Un recorrido completo el de tu poema de “San Ramón Nonato”; recorrido de tu vida por tu tierra, por sus costumbres, y recorrido por la vida más general, más abstracta y elevada, impregnada de la importancia de las cosas.


Y así, Enrique, poema a poema, hemos llegado al final.


Te doy las gracias por tus poemas, por las horas que me has hecho vivir con ellos.


Hasta pronto,



Isidoro Parra.

Pamplona, abril de 2022.




  



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