CAMINO A SANTIAGO. CAMINO AL INTERIOR. VIGÉSIMO CUARTA ETAPA

DIA 12 DE OCTUBRE:

DE TRIACASTELA A MOLINO DE MARZÁN.


Los peregrinos con los que he compartido la habitación se levantan pronto, antes que yo, y aprovecho para adelantar mi salida porque llevo un rato despierto. Después de haber desayunado en un bar del pueblo, comienzo a andar pasadas ligeramente las seis y media. Sobre el papel son veintiocho  kilómetros de camino y no quiero hacer la mayor parte con el calor del mediodía que hemos tenido los pasados días. 


Tomo la variante que va por San Gil, para avanzar algo más que Sarría. Con esta opción, dejo a un lado Samos, con su monasterio, pero la amenaza del tiempo que se acerca, me hace decidir con prudencia. Creo recordar que José María y Eva iban a pasar por Samos. Es posible que tardemos en volver a encontrarnos.


A los doscientos metros de la salida, en una pronunciada subida, adelanto a dos mujeres extranjeras y, a partir de ese momento, hago solo el resto del Camino hasta Sarría. No veo a nadie delante mía y tampoco diviso a nadie detrás. En algún momento, he pensado si me había confundido y me había salido del camino. Pero volvamos atrás en la jornada.


Al principio, tengo que subir varias pendientes, pero no me viene mal porque la mañana está fresca y casi agradezco el esfuerzo, aunque la pendiente se prolonga demasiado.


Antes de amanecer, paso por San Gil y por su fuente presidida por una gran concha de peregrino en la pared, pero que no puedo apreciar por la falta de luz.


En esos momentos en que no acabas de ver el sol, recorriendo estos senderos de bosque y montaña, oyes los ruidos emitidos por los animales, búhos, pájaros de otros tipos y en las proximidades de los pueblos, te encuentras gatos en la oscuridad, en medio del camino que te miran sorprendidos y te olvidan a continuación. Ni te aprecian ni te temen.


De estos días que estoy pasando por pueblos pequeños, esencialmente ganaderos, alguno con albergue o negocio para el Camino, se me van acumulando tres tipos de imágenes que me hacen pensar.


La primera, los pueblos y muchas de las casas. El impacto me deja inquieto y me vuelve continuamente a la mente. Las casas, en general, son viejas pero no antiguas, austeras en apariencia, en las que no se ve, aunque la tengan, mucha piedra en sus fachadas, algunas lucidas de color gris, las más agraciadas en blanco, ventanas y contraventanas de aluminio, ya desfasadas, las cuadras del ganado bajo la vivienda, en la parte baja de las casas, excrementos del ganado por todas partes, suciedad, y un aire de cierta desidia o abandono o imposibilidad manifiesta de tenerlo más arreglado. Y sobre todo, olor, olor a excrementos del ganado, a sus emanaciones de todo tipo, a la fermentación del heno bajo los plásticos. Sinceramente, creía que esta tipología de explotaciones y viviendas estaban ya superadas. Creo que la gente que las habita merecería todas las ayudas posibles. Son las únicas que mantienen la vida anterior a nosotros. Las únicas que mantienen estos lugares con rastros de vida.


No me quiero imaginar lo que tiene que ser vivir aquí de forma continua para una persona de ciudad. ¡Qué distancias marca entre nosotros la llamada civilización!


La segunda, los perros. En todas las casas de labranza o ganaderas, hay uno o más perros enormes, del tamaño de cerdos más que adultos, que según qué hora sea, te ladran y se te acercan con un actitud no muy amigable. De hecho, no serán muy pacíficos cuando se produce alguna escena en la que el dueño que trabaja al lado, se dirige al perro para calmarlo. Sinceramente, creo que algunas personas lo pasarán mal al encontrarse con ellos, sobre todo si son peregrinos solitarios.


La tercera, los castaños, los reyes de los árboles en Galicia. Son muchos y enormes, bordeando todos los caminos, amparando y envolviendo los pueblos, los límites de los prados. Un señor árbol que da gratuitamente su sombra, sus frutos, su madera, su color.


Al pasar por A Furela, dejo a un lado la ermita de San Roque y abandono el pueblo por un camino bordeado, a ambos lados, por tapias de piedra antigua, con mucho sabor.



(Ermita de A Furela)


El amanecer me deslumbra con un paisaje no visto hasta ahora en el Camino. Desde las lomas que estoy recorriendo, se divisan los valles cubiertos de una niebla baja de la que sobresalen colinas más bajas y pequeños pueblos que parecen estar sumergiéndose en un mar de blanca espuma o que emergen de la tierra después de un diluvio.


El paisaje es bellísimo y no dejo de percibir la poesía, aunque sea incapaz de trasladar lo que siento o lo que veo a un papel.


Tengo que recurrir a San Juan de la Cruz:


(Esposo)

La blanca palomica

al arca con el ramo se ha tornado;

y ya la tortolica

al socio deseado

en las riberas verdes ha hallado.


En soledad vivía,

y en soledad la guía 

a solas su querido,

también en soledad de amor herido.

 

Veo varias huertas con plantaciones de calabazas, grandes y ya maduras en estos momentos, y de berzas subidas, que diríamos en mi pueblo y que en Galicia se utilizan para cocinar el pote gallego.


En el término de Pintin, me encuentro con un camino que me impacta. Un descenso sinuoso envuelto en la vegetación de unos robles imponentes, que parecen sacados de un cuento infantil de brujas y bandidos. Me he parado porque la belleza me ha golpeado como un impacto de cañón. Gracias.  


(Caminos y castaños)


Al pasar por Aguiada, contemplo una pequeña ermita que, al igual que otras en el día de hoy, esta encalada desde el suelo hasta el inicio del tejado.


El paisaje se oculta en algunos momentos, cuando la niebla vuelve a posarse en la tierra y se me acerca para, después, despejarse y dejarme ante los ojos paisajes brillantes, maravillosos.


En esta mañana fresca, llena de niebla y prometedor sol, pienso en Rosa y Albert, personas que se han incorporado a nuestras vidas hace ya unos años, de la mano de Santi y Merche. Dos personas con las que hemos conectado, con las que no tenemos una vida de convivencia permanente, pero en la que los afectos y la cercanía se producen con naturalidad, con verdaderas ganas de compartir, entendiendo las posiciones, admirando algo del otro, dispuestos a complacer y compartir. Ojalá podamos buscar los tiempos y los espacios. Gracias a los dos.


Llego a Sarria y lo hago a través de una zona de nuevas casas y algunas naves, hasta que llego al casco antiguo que asciendo admirando las casas con fachadas de granito y encaladas. Paso por delante de un mural que representa una peregrinación medieval, muy bien pintado, que seguramente será uno de los sitios más fotografiados.


Como es fiesta, me encuentro con muchos establecimientos cerrados. Compro un cuaderno para continuar este diario y, entre pecho y espalda, me arreo un bocata de lacón que está buenísimo, con una pan denso, de los de antes.


Se nota que es final de etapa y que también dará servicio, como núcleo comercial, a muchos pequeños pueblos del entorno. Aunque diferente, me recuerda al papel que juega Estella en su entorno.


Sigo unos metros y me paro en la iglesia del Salvador, una joya románica, donde entro a sellar la credencial y a dialogar o a intentarlo, aunque hay demasiada gente para concentrarse.


Frente a la iglesia, se ven los restos del castillo de Sarria, apenas una torre redonda que se destaca contra el cielo.


Este es el lugar desde el que realmente cuenta el Camino para conseguir la Compostelana, los últimos cien kilómetros. A mí, además de que la Compostelana no me importa mucho y que creo que haré lo que me queda si no me pasa nada, esta particularidad me parece absurda. Por el mismo precio, los que hicieran los doscientos últimos kilómetros deberían tener derecho a dos compostelanas o a una más grande, y así sucesivamente, o tal vez sea que simplemente no lo entiendo.

 

A la salida de Sarria, me paro en el convento de La Magdalena, un gran edificio que visito y me hace quedarme un rato para descansar y para recuperar el diálogo que no he podido establecer en El Salvador. El convento conserva un claustro pequeño, recogido y sombrío, pero muy agradable.


Continuo el camino y paro a comer en un bar de carretera, donde tomo un trozo de empanada gallega de atún y otro trozo de tortilla de patata. El día anterior, cuando llamé por teléfono para reservar litera, me dijo la persona que gestiona el albergue que no daban comidas, que estaban en medio del campo y que si quería comer lo hiciera en este bar, un par de kilómetros antes de llegar a mi destino.


Al cabo de un rato, siguiendo el camino, entre robles y tapias de piedra, llego a la entrada del Molino de Marzan, que me impacta por esas ruedas de molino colocadas entre piedras.


El lugar, conforme voy adentrándome en él, me va asombrando a cada paso. Un descenso hacia el edificio principal, por un camino de piedra picada, en medio de una finca grande, llena de grandes robles y muchas plantas, que resulta ser un oasis de paz y tranquilidad.


Lo gestiona Leda, una chica joven que parece ser la propietaria (yo, como siempre, no pregunto). La finca es enorme y conserva las antiguas instalaciones de molienda, de madera, en el edificio principal. A su lado, una pequeña nave con las literas y los servicios.


Envío mi mensaje del día: “Vigésimo cuarta etapa acabada, de Triacastela a Molino de Marzán (en medio de un bosque de robles). 33.966 pasos y 27,9 kilómetros. Ahora a duchar y descansar.”


Con tranquilidad, me ducho, reparo lo que puedo y hago mi colada que tiendo al sol, en pleno jardín.


Como he tenido conocimiento de alguna alteración en las previsiones meteorológicas de los próximos días, que suavizan las previsiones, planifico mi etapa del día siguiente con más tranquilidad.


En una tarde apacible, aprovecho para leer un buen rato y le doy un buen empuje a dos libros, uno de poemas de Zagajewski (Mano invisible) y otro de Steiner (Fragmentos).


Uno de los primeros poemas de este libro de Zagajewski (Ciudad muda) me ofrece este final que, especialmente es estos días, suscribo al cien por cien.


“Pero nosotros salimos para

oír el rumor de la lluvia

y el amanecer. El amanecer siempre dice algo,

siempre.”

 

El primer capítulo de “Fragmentos”, me ha maravillado y enganchado.


Es increíble cómo puede llegarte un texto poético y como puedes verte reflejado en algunos versos. Una maravilla de la humanidad. Si no existiera la poesía, tendríamos que inventarla.


Doy un pequeño paseo por la finca y le pregunto a Leda por esas hortensias tan enormes y frescas, pero sin ninguna flor. No sabe el por qué y le apena. Hablamos de plantas y nos intercambiamos consejos sobre aquellas que cada uno conoce o cree conocer más.


Va cayendo la tarde y llegan otros cuatro peregrinos, un alemán bastante dañado en sus pies y piernas y tres catalanes mayores que llegan destrozados. Al final, vamos a ser cinco peregrinos.


Al atardecer, tomamos una cena de peregrinos en un pequeño edificio separado del principal que es la vivienda de Leda. Todo está lleno de cuadros por los que le pregunto. Me dice que los pinta ella desde el 31 de octubre, fecha en la que cierra el albergue, hasta el 1 de abril, fecha en que lo vuelve a abrir. Son paisajes de la zona, algunos nevados.


La cena consiste en un primer plato en el que la mitad es una tortilla de patatas y la otra mitad una ensalada de tomate, el segundo es arroz blanco con pisto (podría haber sido también con albóndigas), regado con vino o agua y con un yogur de postre. Todo muy limpio.


Me retiro a descansar en una noche en la que los lamentos de los catalanes y “otros ruidos” alteran bastante mi sueño.


Recuento físico:

Pasos del día: 33.966. Acumulados: 800.151.

Kilómetros del día: 27,9. Acumulados: 649,3.


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