EJERCICIOS DE TALLER. ÍCARO O LOS PÁJAROS



ÍCARO O LOS PÁJAROS.



VIVIR, igual que el pájaro, 

en el filo del canto.

Vivir igual que el pájaro, 

que no sabe que vive, 

pero canta.


José Corredor-Mattheus, Al borde.  


No podía comenzar un relato que hablara de los pájaros sin incluir una referencia a alguno de los muchos poemas que hablan de estos seres. Es una de las imágenes que más utilizan los poetas para hablar de la sencillez, de la libertad, de la mirada lejana, del temblor, de la caricia, de la amistad deseada, del amor y de la belleza. De de la naturaleza, podríamos decir que es la especie más mentada por ellos.


Hace unos días estaba leyendo el último poemario publicado por José Corredor-Mattheus y me topé con estos cinco versos, agrupados en un poema sin título, que volvía a hablar de los pájaros. Lo elegí entre muchos porque su contenido, o al menos el que yo interpreto, habla de un estado de ánimo permanente en la vida. Los que no sabemos cantar, vivimos, como el pájaro del poema, en el filo de la propia vida, siempre en el filo; vivimos sin saber si vivimos, pero seguimos viviendo; no cantamos, pero vivimos más que hacemos vivir, y esto también tienen los poemas, que trasladan sus mensajes, te hacen pensar y, sólo en ocasiones, crecer.


A lo largo de mi vida, me he sentido en muchos momentos tal como dice Juan Vicente Piqueras, otro de mis poetas preferidos en los últimos tiempos que espero me autorice el singular, “Como pájaro hambriento después de la nevada”.


Podría seguir citando versos de poetas sobre estas aves, los hay a miles, pero cansaría al lector, aunque también es posible que eso lo consiga sin hablar de los poetas y sus poemas.


Bajando al terreno más real, al de los sentimientos que experimento con estas aves, diría que son variopintas.


De todos los que me conocen, es sabido que los animales no son mi fuerte. Así que cuando en alguna ocasión, alguien me ha ofrecido (mi padre, cuando atrapaba uno entre las verduras o en los árboles de la huerta) acoger uno entre mis manos, siempre he sentido un cierto rechazo. Sentía demasiado el calor de su cuerpo, el palpitar de su corazón o el temblor que le producía el miedo. Aguantaba el tipo, pero estaba deseando soltarlo.


Recuerdo también cuando íbamos por las noches, en el pueblo, a cazar “pajarillos” en los árboles. Utilizábamos linternas que no sé si les cegaban o simplemente no les despertaban. Para matarlos utilizábamos escopetas de perdigones de aire comprimido o los tiragomas manuales. En éste último caso, algunos caían aturdidos, pero vivos todavía.


Esa misma sensación de deseo de distancia la he vivido después en el territorio de mi monasterio, en La Luna. En esa casa, expuesta al azote de todos los vientos y a los soles más sanguinarios, los pájaros nos dan todos los días su concierto: unos al amanecer, en el que coinciden sus primeros trinos y sus primeros vuelos; otros a media mañana, en su vuelo circular buscando insectos o restos de comida entre la hierba; otros, magníficos, como nuestro vecino el milano, acompañándonos con su elegante vuelo. En medio de este festival, no todos los días, pero con bastante frecuencia, algunos pájaros, en un vuelo atrevido, más allá de los límites del aire, se estrellan contra las cristaleras de nuestras ventanas que lucen brillantes, reflejando como en un espejo el paisaje que nos rodea. Algunos de estos pájaros mueren en el acto, otros agonizan en unos minutos y otros se quedan simplemente aturdidos. A todos ellos hay que recogerlos, buscarles destino o reanimarlos hasta que ellos mismos piden nuevamente volar. 


Esa suelta para su libertad es uno de los momentos que vivo con más placer, ver cómo escapa de un destino que podía haber sido peor y dejarle aletear con fuerza, huyendo, hasta que busca su camino y otro destino.


Estos pájaros que caen vencidos por la velocidad y la confusión, me han recordado siempre a otro pájarohumanomito. Me refiero a Ícaro.


Ese mito tan antiguo de nuestros antepasados griegos tiene dos personajes, Dédalo, el padre, e Ícaro, el hijo. Aunque el padre es el iniciador de la historia, el creativo, he preferido quedarme con la víctima, con el que se entrega a la aventura, al riesgo y no se pone límites, aunque le cueste la vida. Cuentan los mitos y leyendas que fue la misma diosa Atenea quien enseñó a Dédalo los secretos de la herrería, pero también cuentan que fue expulsado de Atenas por el asesinato de su discípulo Talos que llegó a superarle en conocimientos.


Dédalo, arquitecto y constructor del laberinto de Creta, estaba casado con una esclava del rey Minos, Náucrate. De su unión, nació Ícaro. Todos ellos estaban retenidos por el rey dentro del laberinto. 


Y aquí surge el primer sentimiento que provoca la tragedia: el deseo de libertad.


¿Quién no ha pensado en la libertad de los pájaros cuando vuelan, en su independencia? ¿A quién no le han producido una envidia imposible de resolver? ¿Quién de nosotros no ha pensado alguna vez en la posibilidad de volar, de sentir la libertad de surcar el cielo y subir y subir y perderse?


Para conseguirla, Dédalo e Ícaro debían utilizar caminos no controlados por el rey que eran las aguas y la tierra. Así, Dédalo puso su atención en el cielo y en los pájaros. Construyó alas para él y para su hijo, enlazando plumas, las centrales con hilo y las laterales con cera; después dio a lo hecho la curvatura de las alas de un pájaro.


Dédalo lo intentó y vio que podía volar, enseñó a su hijo y se prepararon para su partida.


Dédalo advirtió a Ícaro que no volara alto para que el calor del sol no derritiera la cera y tampoco muy cerca del mar para que el agua no mojase las plumas y el peso le hiciera caer.


Sintiéndose preparados, iniciaron el vuelo y dice el mito que sobrevolaron varias islas, pero ahí surgió en Ícaro la ambición, el riesgo y la imprudencia.


Ícaro voló más alto y el sol ablandó la cera, desaparecieron las plumas y cayó al mar, en cuyas aguas encontró otro tipo de paz más duradera.


Dice el mito que Dédalo, después de recuperar el cadáver de su hijo y darle sepultura en una isla que luego se llamó Icaria, llegó sano y salvo a Sicilia, donde construyó un templo a Apolo.


Este mito nos habla del poder del ingenio, pero también de las trampas que plantean la envidia y la ambición.


Concentrando la atención en Ícaro, y aceptando el contenido del mito, en él se dieron cita el deseo de libertad, necesaria, la ambición por llegar más alto, por ser más -tal vez consecuencia de la curiosidad de un espíritu joven-, la falta de control y la imprudencia, pero quién puede no apreciar estos mismos rasgos en nosotros y en esos pájaros que vienen a estrellarse en los reflejos del paisaje en mis ventanas.


Creo que es común a muchos de nosotros pensar, cuando observamos el vuelo de las aves, que los pájaros no piensan en nada para poder volar, que lo hacen de forma espontánea, como un don sobrevenido, pero la realidad es que volar es una parte muy pequeña de su trabajo mental. Para volar ha tenido que aprender el arte del equilibrio, una habilidad que, como decía Antoine de Saint Exupery en El Principito, no es evidente a nuestros ojos.


Y mis impulsos me llevan a recorrer otros pensamientos porque, posiblemente, … todo aquél que juega a creador puede ser también un destructor … todo aquél que se atreve a ir más allá, se arriesga a perecer … los pájaros, nosotros que no volamos, todos.


Pamplona, marzo de 2023

Isidoro Parra.

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