CAMÍ DE CAVALLS. ETAPA 1

CAMÍ DE CAVALLS, ABRIL DE 2023.


DÍA 1: 16.04.2023, DE MAHÓN A CABO FAVARITX.


En el inicio de esta primera etapa aflora alguna de las dudas que citaba en las reflexiones del día previo al inicio. 


Se suponía que la etapa de hoy, doble, por cierto -así lo dice la guía que utilizamos-, debía discurrir del final del puerto de Mahón al Cabo Favaritx, pero ni hemos salido del puerto de Mahón ni hemos llegado hasta cabo Favaritx.


Al inicio, creo que hacia las ocho de la mañana, se han puesto de manifiesto las primeras diferencias. Yo, si hubiera ido solo, habría iniciado el camino al final del puerto de Mahón, tal como indican las guías, pero Santi y Merche han opinado que el kilómetro 0 está al final de Sa Mesquida y allí nos dirigimos con el coche. Cinco kilómetros iniciales neutralizados. Primer choque que me cuesta aceptar. Ya sé que esos cinco kilómetros, seguramente, discurren por parajes sin demasiado interés paisajístico, pero, para mí, todo camino tiene un inicio marcado y un final también señalado y siempre es más importante la vivencia que lo que te rodea.


El recorrido que vamos a iniciar ya lo hemos hecho antes, uno de los años que hemos visitado Menorca anteriormente, haciendo boca para conocer lo que era el Camino y mentalizarnos para afrontarlo en su totalidad. 


Al bajarnos del coche, sin que pase un segundo, somos conscientes de que en la etapa de hoy vamos a ser uno más: la tramontana, que sopla con fuerza y levanta más que murmullos entre las casas y los escasos arbustos.


Empezamos pasada Sa Mesquida y nada más iniciar el camino en la playa oeste de esa población, nos topamos con los primeros ejemplares que vemos de la flora menorquina. En primer lugar, una planta cubierta de pequeñas flores de pétalos blancos y corazón amarillo. Según he podido consultar después, parece tratarse de un jaguarzo negro, de la familia de las cistáceas, cuyas hojas -así lo he leído-, dentro de dos o tres meses serán negras. 



No llama tanto la atención el esplendor de la planta ni el tamaño de las flores, pero sí la profusión de las mismas, que se extienden por todo el entorno de la planta y llaman la atención en un paisaje tan marítimo.


A su lado, puedo observar una roca cubierta de socarrels, planta endémica que crece en los ambientes de influencia litoral, especialmente en aquellos castigados por la tramontana. A mis ojos incultos, parecen parterres cuidadosamente podados por un jardinero mágico y perfecto. 




Es un manto que apetece acariciar. Parece un milagro su color y otro tanto su adaptación a la roca.


Un poco más adelante, observo mis primeros asfodelos, altaneros y desafiantes, que parecen haber dejado toda la fuerza y la belleza en sus flores. Me atrevo a decir, desde mi ignorancia, que a esta variedad la llaman gamonales, aunque la planta, en general es citada en Menorca como albons. Parece ser que en verano, cuando se secan, se transforman en caramuixes, que pueden alcanzar más de un metro y medio de altura. Esta especie tiene pocas hojas, anchas y planas. En algún manual he leído que cuando sólo tienen hojas reciben el nombre  de porrada y porrassí.



Pasada la prueba a de hablar de la flora, empiezo un camino con sentimientos encontrados. Me siento algo frustrado por la neutralización inicial de los cinco kilómetros, pero en mi fuero interno trabajo el tema y le doy vueltas, hasta que llego a la conclusión de que no es importante. Este camino no es una peregrinación a ningún sitio. Es un recorrido de un mundo diferente, en el que  la naturaleza es la protagonista y estará presente en todo nuestro recorrido; así que voy aceptando los cambios y les quito importancia. Llega un momento en que pienso que esa especie de formalismo al enfocar el camino me puede privar de algunas vivencias y no quiero eso por nada del mundo.


Además, por si fuera poco, la tramontana -como un azote- nos está acompañando desde el inicio, aunque más que acompañar, diría que nos quiere llevar volando. En ocasiones sopla desde el mar, empujándonos en el sentido del camino y en otras, cuando cambia el sentido de la ruta, nos empuja hacia el acantilado.


Creo que es el momento de fijar la mirada en el mar. 



Unos pasos atrás se ha quedado Merche, después de acompañarnos un trecho del comienzo. Se puede decir que ha iniciado el camino con nosotros, pero le hemos obligado a dejarlo para que nos venga a buscar al lugar de destino de hoy. Dejamos atrás Sa Mesquida, su playa y la torre de defensa del siglo XVIII construida por los ingleses.


El viento sopla también sobre la superficie del mar y provoca que se formen olas que explotan en esa cresta de espuma blanca que hace más viva la superficie del agua. Desde la distancia que vemos el mar, no parece que esté acariciando la orilla. Mas bien parece que quiera arrebatarle algo o recordarle que está ahí, que necesita respeto y que puede traer dulzura, pero también agresividad. Exige atención, que se sepa que es y está.


Nos sorprende la fuerza de la tramontana que nos golpea con inusitada fuerza. Da la impresión que su pretensión es impedirnos hacer el camino, pero han sido muchos intentos para dejarlo ahora. Como podemos, nos sujetamos los gorros que debemos llevar para protegernos del sol inclemente y nos encorvamos para contrarrestar un poco la fuerza del viento.


Al poco rato, escuchamos sonidos lejanos de cascos de caballos. Supongo que serán lugareños o turistas que recorren el camino a lomos de caballos que ya se lo saben mejor que nosotros.


Seguimos caminando y tras subidas y bajadas, por caminos llenos de piedras estratificadas como lajas procedentes de más allá del tiempo, vamos llegando a calas pequeñas. En cada una de estas calas -Macar de Binillauti, en este caso-, hay una antigua casa-embarcadero, hoy casi inaccesible, en la que algunos habitantes, aficionados, dependientes o enamorados del mar, guardaban sus barcas para protegerlas de las inclemencias del mar.


Tanto en el descenso como en las subidas, no podemos dejar de mirar el suelo. Hay socavones y el camino se ha contraído, se ha vuelto estrecho y está lleno de piedras sueltas que nos pueden hacer resbalar.


Si a la propia dificultad del suelo, le añades la fuerza del viento, hay que andarse con cuidado, Los gorros vuelan y hay que ir a buscarlos, a riesgo de que lleguen al borde del acantilado.


Apenas hay posibilidad de hablar con tranquilidad, las voces y las palabras las arrastra el viento a dónde quiere en cada momento, así que caminamos atentos a lo que pasa con la esperanza de hallar una vuelta del camino que nos permita tranquilizar el paso. 




A lo lejos, vemos la huella del camino que tendremos que recorrer.


Seguimos caminando, acompañados de la tramontana. Pienso en este camino y creo que lo recorro con menos trascendencia y menos concentración que en otros anteriores, aunque tal vez sea porque esta etapa de hoy ya la habíamos hecho hace unos años.


Me fijo en la naturaleza que me rodea y la siento distinta. En algunos tramos parece hasta distante, como si fuera ajena a nosotros o nosotros lo fuéramos a ella, como si no le importáramos. Posiblemente no se ha producido todavía la fusión de este tipo de naturaleza y mi memoria, todavía no forma parte de ella. Apenas hemos comenzado a conocernos. Casi no nos tocamos todavía.


Los asfodelos se multiplican y ocupan laderas enteras. Parecen naturales al paisaje, a la isla.


No obstante, a pesar de lo dicho, conforme avanzamos, este paisaje se va apoderando de mí. Lo veo como una belleza amenazante, pero de imposible abandono. Es tan extraña como atrayente.


Se suceden las subidas, fatigosas pero menos peligrosas y las bajadas en las que tenemos que cuidar el deslizamiento de las piedras que pueden arrastrarnos. El borde de las rocas, asomándose al mar, está cerca en muchos tramos.


Seguimos las ondulaciones del camino para subir a pequeños cerros y volver a bajar hasta ensenadas casi ciegas, llenas de piedras que, junto al agua, están brillantes por la caricia del agua.


Así, vamos encontrándonos con nuevas casas de ensueño, imposibles estancias hoy en día -Cala de Tamarells-. Hay que imaginar vidas pasadas, otros tiempos, otras preocupaciones y necesidades, otros usos. 



Conforme ascendemos y nos adentramos un poco en el interior, podemos apreciar diferentes tipos de casas señoriales. Dicen que algunos habitantes de Menorca prefieren ubicar su segunda residencia en medio del monte en lugar de junto a la playa. Viendo los paisajes que se divisan no es de extrañar que lo hagan. Se percibe una armonía silenciosa, solamente rota por las voces de los grillos y las cigarras.


Empezamos a caminar por senderos que parecen túneles cubiertos por la vegetación, encinas, madroños y cactus, todos ellos con la disposición de ofrecernos una sombra vivificante. 




Pronto atravesamos campos de cierta extensión que serían modelos irrenunciables para pintores impresionistas. Grandes extensiones amarillas que, al verlas de lejos me recuerdan a los campos de colza de nuestra tierra, pero cuando te acercas, son prados cargados de margaritas amarillas. Puedo equivocarme, pero creo que les llaman ojos de buey.


La mente trae el recuerdo de algunos cuadros vistos en París. Faltan las amapolas rojas que le den ese color de contraste, pero no por ello son menos bellas. Apetece tumbarse y dejar que te atrapen con su color y su frescura. 



En estos caminos que recorren estos parajes del interior está prohibido pasear con perros, pero, a pesar de ello, nos encontramos con varios caminantes con ejemplares grandes y sueltos. La falta de respeto es algo común a muchos entornos. No depende de las normas ni de las necesidades de personas o animales. Es una cuestión de educación, de coherencia y de respeto.



Recorremos unos kilómetros y llegamos al humedal que forma parte del parque Natural de S’Albufera des Grau. El paisaje ha cambiado. A los espacios invadidos por el agua, en los que se asientan viejos molinos y controladas presas, se añade el olor de los pinos y el del salitre del mar. 



Atravesamos las zonas inundadas y nos adentramos por caminos sembrados de agujas de pino caídas, atravesando un bosque con carácter y años. El nivel de sombra que nos regala es la mayor evidencia de su señorío. Al final de ese bosque, nos encontramos con vestigios de lo que fueron las obras antiguas de irrigación, fuentes y pequeños depósitos de agua que se utilizaron para regar los exiguos cultivos que facilitaban su sustento a los habitantes de la zona o para asegurar el agua para los animales que pastaban por los alrededores. 



Nos acercamos de nuevo al mar, para atravesar playas no frecuentadas por los turistas, posiblemente no aptas para el baño, llenas de restos de posidonia y de maderos, arrastradas aquellas desde el mar y traídas las segundas desde el interior. Parece que han concurrido en una cita sin sentido, sin premio alguno. 


Cuando nos adentramos de nuevo al interior, tenemos las primeras imágenes de la zulla, una variedad de alfalfa muy cultivada en la isla. Creo que el nombre vulgar es enclova, un anglicismo. 


Se cree que su cultivo fue introducido hace un par de siglos y en estos momentos forma parte del paisaje primaveral de sus campos.


Su color, bello y aterciopelado, me recuerda a las telas de ropajes eclesiásticos, suntuosos. Afortunadamente, aquí son más ligeros, más volátiles, más alegres.


 


Poco a poco, atravesando campos y laderas alfombradas de flores amarillas, blancas, fucsias y de muchos colores más, nos volvemos a acercar a la costa para divisar, todavía a lo lejos, el objetivo final de la etapa que nos hemos marcado: el cabo Favaritx, al que no llegaremos. Como he dicho en la etapa cero, los finales de estas etapas no siempre coinciden con el destino que se indica en los mapas o con el que esperaríamos encontrarnos.


El cansancio se va haciendo presente en nuestras piernas y vamos manifestando el deseo de llegar para descansar.


En el acercamiento al faro, dejamos a un lado, en la cima de un montículo que corona una isla unida por un pequeño istmo a la tierra isleña, un torreón de defensa reconstruido, procedente del siglo XVIII. Toda la isla está rodeada de este tipo de torres, hoy ya, recuerdo de un pasado que esperamos no vuelva.  



Todo respira una calma antigua, algo primitiva, tan bella como inaccesible. La tierra que pisamos, compuesta de areniscas y pizarras del Carbonífero, con más de 300 millones de años, adquiere tonalidades oscuras que se prolongan por las rocas del entorno del Faro.


Los pies han respondido y tanto Txelo, como Santi y yo mismo hemos soportado el camino y la tramontana. 


Un día feliz que borra cualquier duda sobre lo que nos vamos a encontrar en este empeño.


Por la tarde, ya descansando, recibo respuestas a algunos mensajes que he enviado a amigos con algunas fotos del camino. De todos ellos, me llama la atención el de una amiga (NG) que me dice: “Cuando veo el mar tengo dudas de si Dios existe…”. Tendré que hablarlo con ella para que me explique si habitualmente cree en Dios y el mar le aleja de esa creencia, juego que me parece algo incomprensible, o si es que el mar le parece tan grande y tan extraño como Dios.



RESUMEN DEL DÍA:

Kilómetros recorridos: 15,5.

Pisos subidos: 166

Pasos dados: 21.286.


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