EJERCICIOS DE TALLER. DE TEMPESTADES Y TORMENTAS.


DE TEMPESTADES Y TORMENTAS.


Creo, por comentarios verbales, que vamos algo confundidos: unos dicen que debemos escribir sobre tormentas, otros que sobre tempestades, y así no se puede, no estamos para enredos. Si de natural, y sin mensajes que confundan, ya lo tiene uno difícil para llenar unas líneas, si nos dan una bifurcación no sabemos por dónde tirar. Y eso que tenemos una “manager” de primer orden. Por otra parte, y pensándolo bien, esas alternativas también pueden cubrir muchos errores y tapar deficiencias que no son del encargo realizado sino propias y achacables a uno mismo.


Como siempre me ocurre, al enfrentarme a una tarea de pedido, pongo a trabajar mi memoria y la encamino hacia mi vida, haciendo una especie de inventario que queda escrito en la ligereza de nubes que se deshilan con vientos débiles, barriendo todo recuerdo. A pesar de ello, intento alargar la memoria hasta los primeros años de mi vida. En mi casa siempre se hablaba de tormentas -cuando las había-, nunca de tempestades. La tempestad era una palabra algo más fina, que parecía nombrar algo más preciso, algo así como una variante de la tormenta. Imaginarse tempestades requería pensar y precisar, dos tareas que no resultan sencillas a determinada edad ni en ese estado de las volanderas en la cabeza.


Con el paso de los años, en mi mente se ha ido configurando la idea de que las tempestades son tormentas en el mar, en las que además de ponerse el cielo oscuro, de regalarnos o amenazarnos con rayos y relámpagos, con vientos agresivos y con agua a raudales, también podía verse como se agitaban las aguas de los mares, mientras las olas luchaban entre sí, cargadas de espuma blanca, y los barcos zozobraban y eran engullidos con sus tripulantes en lo más profundo del océano.


Volviendo a mi niñez, cuando se avecinaba una tormenta, mi madre siempre decía dos cosas. En primer lugar nombraba a Castilla como el origen de los vientos que nos traían la posible hecatombe. Era una queja focalizada en un lugar que parecía lejano y ajeno a nosotros, como si estuviera presente el tiempo en que Castilla era un reino enemigo de Navarra.


En segundo lugar, nos decía en voz alta, para que lo supiéramos o pudiéramos recordarlo en el caso de que ella lo olvidara, que iba a sacar la palmatoria con la vela para ponerla ante una estampa semi enmarcada de Santa Bárbara a la que obligatoriamente había que rezar cuando tronaba. Recuerdo que la estampa estaba sujeta entre dos cristales cuyos bordes no muy limados se rodeaban con una cinta aislante roja para protegernos de heridas hechas por sus bordes. Podría recordar el tono exacto del color y la imagen que descansaba entre cristales mientras iba creciendo nuestro miedo por lo que pudiera afectar la tormenta que se avecinaba a nuestras casas, nuestras calles y nuestros campos de cultivo.


Cuando las tormentas llegaban de día, el efecto era más sombrío, más amenazante. En pocas horas pasábamos de un cielo limpio a una cubierta cargada de nubes grises y negras que era como una pesada losa y una intriga sin respuestas, salvo el ruido y los destellos. Lo normal era refugiarse en casa, abandonar las tareas y quedarse quieto mientras pasaba el peligro. Por el contrario, cuando se producían de noche, te encontraban arropado entre sábanas y mantas, tapado hasta medio rostro y los relámpagos se peleaban con los truenos llenando las estancias de luces y alaridos, todos amenazantes. A pesar del encogimiento, creo que las tormentas nocturnas eran más creativas, daban más juego a la imaginación.


En cualquier caso, puede que estos alardes hayan sido y sean un fenómeno natural, pero lo cierto es que nos dejan más huella que un día soleado y no solamente porque éstos últimos abunden más.


Fueron pasando los años y las tormentas me acompañaron en diversas formas y situaciones.


Una que recuerdo con bastante nitidez es la tormenta que hacia media noche nos agredió con furia a mis hijos y a mí mientras intentábamos dormir en una frágil tienda de campaña, a las afueras del refugio de Góriz, en las inmediaciones de Monte Perdido. Ellos eran pequeños y recuerdo que se portaron como jabatos. Teníamos que sujetar la tienda con nuestros brazos mientras el agua entraba por los orificios que ya habíamos traído y los que abrió el pedrisco que caía. Después, tuvimos que dedicar varias horas a intentar secar lo que se podía, mientras tomábamos una de aquellas célebres sopas de pollo con fideos que comprábamos en sobres.


Cuando fui visitando museos, siempre me quedaba unos minutos más de lo normal ante los cuadros que representaban tormentas y, sobre todo, los que estaban pintados por pintores que por alguna razón me enganchaban más a sus formas, historias o colores.


Por citar algunos que permanecen en mi memoria, recuerdo los cielos oscuros de El Greco sobre el paisaje de Toledo, dejando pasar entre las nubes justo la luz que podía iluminar el resto del cuadro.


Otro pintor que figura entre mis preferidos es Jan Brueghel, el Viejo, que pintó un cuadro de una tempestad en el mar titulado “Cristo en la tempestad del mar de Galilea”, en el que Cristo aparece en una barca, en medio de la tormenta, acompañado de sus discípulos. Los tonos azules y verdes oscuros del paisaje terrestre y del mar recogen las sombras que proyectan las nubes tras las que se adivina un sol que no sabemos si vencerá la oscuridad.


Creo, o eso dicen, que en la pintura religiosa, las luces y las sombres, las oscuridades y las claridades pretenden trasladarnos otros mensajes con otros contenidos, la desesperación o la esperanza, el bien o el mal.


Hablando de azules que se degradan en la perspectiva, siempre me ha gustado detenerme tiempo, sin cansarme por ello, ante los cuadros de Joachim Patinir, que podemos contemplar en el Museo del Prado. No sé si era el lapislázuli que usaba para componer sus azules o es que se emborrachaba con el color, pero sus lienzos dan para horas de sueños y toneladas de imaginación. Especialmente amenazante me parece la tormenta que se anuncia en la lejanía del cuadro que titula “Paisaje con San Jerónimo”.

  

Sin entrar en más detalles, “La tormenta en el mar de Galilea”, de Rembrandt, y la “Tempestad en el lago”, de Eugéne Delacroix, son otros ejemplos de tormentas o tempestades con carácter en la pintura.


Hablando de diferentes formas de arte, en cuya variedad siempre ha estado presente la tormenta, me vienen a la cabeza dos recuerdos: la música y la literatura.


En el primero de esos campos, el de la música, uno de mis compositores favoritos es, sin duda, Antonio Vivaldi, ese italiano que se peleaba con los acordes para componer las páginas más bellas de la historia de la música, al menos para mí. Una de esas obras es el concierto de su Opus 8, en Mi bemol, que tituló “La Tempesta di Mare”. Si uno la escucha en silencio, puede recrear la zozobra del navío azotado por los vientos huracanados, la angustia de los marinos; un maravilloso estruendo. En otra obra suya, “Las cuatro Estaciones”, famosa por su viva y dulce melodía, dos de sus movimientos, “El Verano” y “La Primavera”, recogen momentos que son reconocidos como tormentas.


Estoy seguro de que habrá más, pero solamente me viene a la memoria una sonata compuesta por Bethoven que también lleva por título “La tempestad”. 


En cuanto a literatura, en Alemania se desarrolló a finales del siglo XVIII un movimiento literario amparado en las siglas “Sturm und Drang” que podríamos traducir por “Tormenta e ímpetu”. Además de la literatura, abarcó temas en el mundo de la música y de las artes visuales. Fue un movimiento precursor del romanticismo alemán y su denominación viene del título de una obra teatral de Klinger. Se inspiraron en obras de Shakespeare y de Rousseau, entre otros y la gran figura literaria del movimiento fue Goethe. En la música, Mozart, Haydn y Carl P. Emanuel Bach.


Teniendo en cuenta que la propia experiencia de las artes, música, literatura, pintura, puede ser en sí misma una tormenta o una tempestad, lo que se quiera, en los últimos años he tenido la oportunidad de disfrutar de otra tempestad que me ha llegado con su nombre francés “La Tempête” y que, cuando estoy cargado de tanta letra o nota musical,  o de demasiadas voces que me distraen y me alejan de lo que para mí es más esencial, me ayuda a despejarme y me hace vivir otras sensaciones.


Me estoy refiriendo al vino tinto de uva garnacha, que mi amiga Pilar elabora con las uvas de una vieja viña en Valdizarbe que mira hacia Eunate. El placer es doble. Por una parte, la calidad del caldo oscuro, sedoso y brillante y, por otra, el hecho de ser un bien escaso, pero no caro, al que solamente accedemos aquellos que Pilar considera “amigos”, categoría escasa y también llena de tempestades.


Así que con este elemento disuasorio y dispersor de nubes o creador de otras, con esta “Tempête” me quedo por unos días y si vienen otras, tormentas o tempestades, que me encuentre algo empapado y distante de ruidos y luces brillantes.


Un vino, un buen libro y ¡brindemos!


Abril de 2023.

Isidoro Parra.


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