EJERCICIOS DE TALLER. LA VIDA QUE VIVIMOS




LA VIDA QUE VIVIMOS.


La mayor parte de aquellos que me conocen saben algunas cosas de mí, aspectos diferentes de mi vida, de lo que pienso y de lo que hago, que no siempre coincide. 


Creo que aquellos a los que acompaño en esta desesperada y necesaria para mi, labor de escribir, también saben dos cosas sobre mí. En cuanto a mis creencias, no oculto mi condición de agnóstico. No llego a ser ateo porque me aterra el vacío. Siempre he tenido vértigo de las caídas sin red, sobre todo cuando no veo el fondo y me sitúo al borde del abismo, actitud que ahora, cuando lo estoy escribiendo, me parece un tanto cobarde, una actitud en cuyo ejercicio es posible que solamente piense en mi propia salvación.


En cuanto al contenido sobre lo que escribo, siempre me acerco más a lo personal, a los senderos de la biografía, para rememorar, no siempre de forma fidedigna, lo vivido o lo que deseo que me quede por vivir. En todo caso, me escoro hacia lo personal mucho más que hacia la fantasía. Estoy dotado de pocas virtudes, pero la de trabajar con la fantasía se me hace imposible. De hecho, cuando lo intento, soy consciente de mi nula capacidad.


Esto de escribir es un oficio no apto para muchos. Uno se sienta frente al papel, o la pantalla del ordenador, y la cantidad de obstáculos que se te presentan es inabarcable: sobre qué escribir, cómo afrontarlo, qué estilo quiere uno intentar, qué tipo de palabras va a usar, qué extensión, quién va hablar, para qué hacerlo: como ejercicio, como ambición, como sanación.


Jordi Doce, en su diario “Perros en la playa” se refiere a este enredo diciendo que, para él, “lo mejor de la escritura no es la expresión de ideas o emociones preestablecidas, sino la posibilidad de habitar la materialidad de las palabras, limando sus aristas y dejándose guiar, no sin titubeos, por sus veladas resonancias.” Demasiado para mis limitaciones. Aceptar éstas últimas también es un ejercicio de sanación. Es lo que queda.


Con todo ello, el reto de escribir sobre la parábola del buen samaritano se me hace imposible. Leo el texto del evangelio de Lucas y me pierdo en las palabras y en los secretos que encierran. Mi ignorancia es mi peor enemigo. Por lo poco que he escuchado, tengo dudas de muchos significados de las palabras que aparecen en el texto, de su sentido en el contexto histórico del momento en que se escribieron esos relatos, al tiempo que no consigo verlos como simples narraciones literarias.


En ese desierto de mis neuronas, dudo del alcance que pueda tener el término “maestro de la ley”; no sabría responder a qué se refieren cuando hablan de “la ley” y tengo que buscar en diccionarios no siempre fiables el significado de algunas palabras, como podrían ser la de “levita”, cuando no el alcance y sentido real de ser en aquellos tiempos “sacerdote” o, incluso, las características que rodeaban la apelación de “samaritano”.


En las pocas ocasiones en que he leído un texto bíblico, siempre me pongo a pensar en lo que no se dice, en los huecos por rellenar, si los hay, o en el significado de algunas contradicciones, si hay o no intención en ellas o, por otra parte, en la aplicación que podríamos darle al mensaje en el momento actual.


En este caso, y después de leer varias veces la parábola, me he detenido en dos formas diferentes de referirse a la vida. Mientras el maestro de la ley pregunta qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde que haga tal cosa y vivirá, pero no sé si la ausencia del adjetivo eternamente en su respuesta es intrascendente o tiene significación.


En el mar de la duda, y teniendo en cuenta que no soy muy preguntón, he optado por quedarme con mi interpretación. Cuando digo la mía, me refiero al pensamiento de que en esa ausencia de lo eterno, sólo cabe quedarse con esta vida, la que vivimos, esa en la que estamos seguros de que, a veces, parpadeamos, y nos jugamos nuestro equilibrio.


Y puestos a escribir sobre lo que sabemos de la vida que vivimos, he pensado en mis actuaciones personales. Confieso que no he podido identificar situaciones en las que mi comportamiento pudiera equipararse ni de lejos con la del buen samaritano. Y os aseguro que he pasado algunas horas pensando. Todas las situaciones vividas me han parecido interesadas, faltas de esa generosidad sin límites y sin recompensas que parece dibujar la historia del buen samaritano en la parábola. Tal vez sea que, sin pensar en ello, tenga un concepto demasiado elevado de lo que aparece en cualquier texto bíblico y crea que todo en él es excelso y de un grado muy superior a las posibilidades de los mortales.


También me he preguntado sobre las acciones que más podían acercarse a esa actitud y solamente un tipo de ellas venía y volvía a venir a mi pensamiento: las relacionadas con mi actitud ante el dolor y la muerte de los demás, a los que, con respeto, llamaré mi prójimo.


Con ello, no estoy refiriéndome solamente a la muerte de los seres queridos, en las que, por cierto, también creo haber vivido una transformación de mi mismo. Me refiero también al acompañamiento semanal que hago a enfermos en el hospital, muchos de ellos con diagnósticos irreversibles.


Son personas que, en muchos de los casos, están atravesando esa calle que podríamos llamar “ruta de la aceptación” del hecho irreversible de la muerte, aunque algunos de ellos también podrían llamarla “camino de la rebelión” ante lo ingobernable.


Creo que en esas situaciones, me olvido de mí mismo, sólo tengo palabras, tampoco muchas, para el otro, miro sus ojos y observo su mirada derrotada, me fijo en sus manos que son una manifestación del propio abandono; manos, en muchos casos, sembradas de huellas de agujas, que las convierten en mapas de la agresión.


Estoy atento a lo que poco o mucho que me dicen y a lo que callan, que suele ser mucho más y más real. Todo es fragilidad que me conmueve y me libera de mis actitudes más egoístas.


Sé, desde el primer contacto, que voy a vivir unos días acompañándoles en un camino sin esperanza, que pronto acabará, y me siento impelido a darles lo mejor de mi mismo, lo que creo que es mejor para esos momentos, sin esperar nada a cambio, aunque también puede ser cierto que me dejen el mejor de los regalos, mi propia aceptación de lo que, inevitablemente, llegará.


Hay ocasiones en las que tomo sus manos entre las mías y siento que alivio su desazón, que se calma su llanto y me hacen sentirme como un mago que, durante unos momentos, opera el milagro de llevar paz a un espíritu desesperado.


En otras ocasiones, aparento creerme lo que me cuentan y le doy mucha importancia, a sabiendas que lo que realmente les importa es lo que callan.


Cuando les dejo solos de nuevo, no puedo evitar desearles lo mejor, sea esto lo que sea y, cuando al cabo de una semana, vuelvo y recuerdan mi nombre, quiero pensar que he tocado una cuerda afinada. ¡Casi nada la presunción!


Al final de todo, igual no es tan desinteresada ni tan falta de recompensa mi actitud y, tal vez por eso, me atrevo a pensar que nunca seré un buen samaritano.



Pamplona, mayo de 2023







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