CAMÍ DE CAVALLS. ETAPA 7

CAMÍ DE CAVALLS, ABRIL DE 2023.


DÍA 7: 24.04.2023, DE CALA EN BOSC A CALA EN TURQUETA.


Día soleado en el que comenzamos a caminar algo más tarde de lo habitual porque el punto de partida está algo alejado de Na Macaret, donde se encuentra situada la casa de Santi y Merche.


Ayer guardamos fiesta porque dedicamos el día a disfrutarlo con unos amigos de Irún -amigos de Santi y Merche- que habían llegado a pasar unos días a la isla.


Por otra parte, y dadas las especiales características de este camino, ya mencionadas en etapas anteriores, hemos tomado la decisión de neutralizar el tramo que va desde Punta Nati hasta Cala en Bosc. La razón es sencilla: desde el punto de llegada de la etapa anterior hasta el comienzo de la de hoy, toda la costa está sembrada de urbanizaciones turísticas o del casco urbano e industrial de Ciudadela. 


Todo ese tramo o su mayor parte, carece de interés, la naturaleza iba a estar ausente. Recorrer kilómetros de asfalto, dejando a cada lado muros de urbanizaciones o casas de veraneo no reviste mayor interés para mí y tengo claro hace días que este camino no es un reto de peregrinaje ni de búsqueda de trascendencias. Además, todos nos vamos cargando de cansancio y creo que tenemos que preservar fuerzas para las siguientes etapas en las que vamos a sumergirnos en los caminos del sur de la isla, con sus famosas calas y acantilados.


Hoy será, seguramente, el mayor esfuerzo de acercamiento que le pedimos a Merche.


Así que Txelo, Santi y yo salimos de Cala en Bosc y, desde su playa, tomamos el sendero que inicia la etapa de hoy y bordea los primeros tramos, sobre un suelo pedregoso y contemplando el faro de Artrutx. 





A partir de este punto, los primeros kilómetros los hacemos por senderos del mismo tipo, dejando a nuestra izquierda urbanizaciones lujosas y a nuestra derecha playas de guijarros, algo salvajes, acogidas entre paredes de acantilados poco amables y algo salvajes, poseídos de una fuerza antigua, indomable.


No es fácil alejarse de la costa. No hay muchos senderos que te faciliten el paso hacia el borde de las rocas.


El mar parece algo triste, casi opaco y gris, a estas horas de la mañana.


Nosotros, todavía con toda la fuerza en nuestro cuerpo, aprovechamos para avanzar a paso algo ligero para consumir kilómetros antes de llegar a paisajes más amables.



Pasados unos kilómetros, el camino nos aleja del mar sin que dejemos de verlo, pero el suelo cambia y aparece esa tierra roja, en caminos más amplios que nos permiten caminar más cerca unos de otros y mantener conversaciones compartidas, mientras los postes que señalan el camino nos recuerdan que estamos recorriendo un sendero con historia, que no es un paseo más.


Volver de la costa agreste a estos tramos que miran más al interior, con caminos más practicables, es casi un descanso en el que los músculos se relajan y el cuerpo se equilibra. 



Conforme nos alejamos unos metros de la costa, aparece la vegetación típicamente mediterránea: matorral bajo, especies pináceas de poca altura y los siempre presentes madroños.


Conforme va avanzando la mañana, el sol cobra más importancia y, al tiempo que calienta nuestros cuerpos, enciende el agua del mar, trayendo hasta nosotros esos colores verdes y turquesas del agua que nos permiten ver los fondos de las calas.


Todo se va llenando de luz, la vegetación, los acantilados, las plantas que bordean el camino. El agua parece brillar con más intensidad, como si estuviera viviendo en plenitud. Los destellos que producen el movimiento de su bailar incansable nos envía guiños que nos esforzamos en comprender.


Parece que el mismo día vive y nos hace vivir con más intensidad. Todo ha despertado y nosotros empezamos a ser conscientes que debemos recorrer un buen trecho hasta alcanzar el descanso, así que apuramos el paso sin dejar de admirar lo que nos rodea. 



Conforme vamos hacia el oeste de la isla y nos alejamos de la parte oriental, el litoral se vuelve algo más amable y, sobre todo, nos ofrece imágenes de calas menos abruptas y más accesibles, al tiempo que va produciendo cambios más suaves en los colores del agua.


A pesar de la fuerza del sol, el día también nos trae alguna nube que cruza sobre nuestras cabezas y, en ciertos momentos, ensombrece el paisaje, haciendo más gris la superficie del agua, casi plata, y hermanándose con el gris de las piedras que siembran la costa. 



No podemos evitar buscar la cercanía del mar, acercándonos a los bordes de los acantilados, atraídos por unas piedras especiales, por un cambio de color en el terreno o por la posibilidad de disfrutar de una vista más amplia.


A pocos metros de la costa, surgen del agua pequeñas islas inaccesibles, castigadas por las olas y el viento de forma permanente. Observando el castigo que reciben, pienso en la dureza de sus rocas o en la forma que tendrían hace unos cuantos años, en el tiempo que les queda para seguir estando ahí, antes de que el mar se las lleve a sus entrañas.


En algunos tramos, el terreno desciende casi hasta el mar y nos regala restos de materiales castigados por el agua, el sol y los vientos. Es difícil adivinar de qué se trata y si lo que vemos tiene algún sentido u objetivo, pero nos permite soñar y pensar en posibles asociaciones de ideas e imágenes que -¿por qué no decirlo?- pueden ser tan importantes o más bellas que la propia realidad. 



Seguimos costeando por esta tierra dura, dejando atrás algunos restos de antiguas torres de defensa.


Lo que no cambia, de momento, es el gris de las rocas y el azul intenso del mar.


Alternamos tramos de luz en los que sol es más que un astro y tramos en los que las sombras alivian el castigo de nuestra piel. 



Se suceden las calas atrapadas entre rocas, sin arena que las suavice, sin caminos que nos dejen llegar al agua.


Conforme consumimos kilómetros y nos vamos acercando a los lugares más esperados, el horizonte, frente a nosotros, se va ampliando y parece que algo va cambiando.


A estas alturas del camino, tengo la sensación de haber habituado nuestro cuerpo a las distancias de estas etapas. Como todo y como siempre, la costumbre juega un papel significativo en la configuración de nuestras percepciones y, posiblemente, aquí vamos acumulando etapas y vamos nutriendo el baúl de la costumbre.


Prueba de ello, la costa nos regala esta pequeña cala en la que, por primera vez desde que hemos iniciado el camino, la arena vuelve a hacer acto de presencia.



En este tramo, antes de alcanzar las playas arenosas de Son Saura, nos encontramos con restos de búnkeres y trincheras de la guerra civil. Su angostura, entre otras cosas, convierte el pensamiento en aspereza.


Resulta duro imaginar las noches de frio inviernos, los días de sofocante calor esperando la sorpresa, la celada, el disparo no previsto, la tensión y la añoranza de los que les esperaban, también con angustia, en sus casas. 


A estas alturas y en este momento, es igual el color que llevaran sobre el pecho. Lo humano cobra importancia y la ideología se pierde en el viento que recorría estas costas en aquellos momentos. Lo presente, lo que queda, debería ser un antídoto para cualquier atisbo de repetición.

 


El camino toma pendiente para elevarnos unos cuantos metros sobre el nivel del mar, nos adentra unos metros hacia el interior para permitirnos divisar nuevos paisajes mientras nos acerca a alguno de los tesoros de la isla.


Ayudados por la distancia que nos separa de las orillas de las playas, observamos que el agua se ha tornado más clara. Desde aquí, observamos un solo azul, sin matices ni cambios. 


Me alegra pensar que la cercanía siempre ofrece más posibilidades. 



Durante el camino, desde el inicio, hemos estado compartiendo el camino con un grupo de ciclistas que lo están haciendo sobre ruedas, también castigados por la dureza del suelo.


Al final del camino, ya en nuestro destino final, podemos hablar con ellos. Por el acento, creemos que son del Norte, cerca de nuestra tierra y al entablar conversación con ellos, nos dicen que vienen de Vizcaya, alguno de ellos de Durango. Sacamos fotos para el recuerdo de este encuentro.


Nuestros últimos kilómetros los hacemos con la expectativa de llegar a Cala en Turqueta, una de las playas más hermosas de la isla.


En el acercamiento, nos vuelve a encontrar Merche que ya ha recorrido un par de kilómetros hacia nosotros.


Vamos descendiendo y entre pinares de buena altura, vamos adivinando el azul turquesa y el verde transparente de las aguas de esa playa a cuyas orillas casi llegan los pinos.


A la mejora del suelo del camino, se añade la perspectiva de la llegada y el descanso.


Los miembros se aflojan esperando el final de la etapa y el cansancio acumulado se va perdiendo en el recuerdo.

 


Como suele pasar a menudo en este u otro tipo de paseos, el final nunca es el esperado y, una vez disfrutado de un resuello, tenemos que emprender una subida de dos o tres kilómetros para acceder al parking al que se puede llegar con coche.


Las bondades ecológicas de la isla, traen consigo estos pequeños inconvenientes, necesarios para preservar espacios tan bellos.


Una buena cerveza en un bar del parking, nos refresca el final de la jornada.


En los mensajes recibidos a lo largo de la tarde, Soledad nos dice que sobrevive; debatimos con FS sobre la prevalencia de la melancolía o del trago a la bota; con NG sobre la chulería o los merecimientos, de todo lo que hace que la vida empaste entre nosotros. 



RESUMEN:

Pasos dados en la etapa: 17.659. Acumulados: 136.935.

Pisos subidos: 4. Acumulados: 388

Kilómetros recorridos: 12,6. Acumulados 87,1.




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