EJERCICIOS DE TALLER. ESCRIBIR, VIVIR.


ESCRIBIR, VIVIR


Si escribes porque así la vida es más que el humo

y solo en las palabras tiene ahínco el corazón, …

Del poema Indecisión, del libro “Los desnudos”, de Antonio Lucas)

 


Muchas mañanas, a esa hora en la que el sol todavía no ha destruido los matices de los amaneceres, me gusta salir a pasear, con paso ligero, por los caminos que bordean y atraviesan el parque de Yamaguchi que se encuentra a los pies de mi casa.


No suelo ir muy cubierto de ropa para sentir el aire fresco de esas tempranas horas y ver cómo se pega a mi piel un velo invisible que me produce sensaciones de estar vivo.


No me gusta caminar y, al mismo tiempo, ir escuchando música o audios con los oídos cerrados a lo que me rodea. Prefiero escuchar, si tengo suerte, algún pájaro mientras se comunica con sus compañeros, incluso sufrir los ruidos de los coches, las voces de la gente que pasa a mi alrededor, sonidos de la vida les llamo.


Sin ir más lejos, esta mañana me he puesto a caminar y a los pocos metros, me he cruzado con un grupo de chicas jóvenes que se dirigían a la universidad. A su paso, me ha envuelto una variedad de perfumes intensos con los que parecía se habían bañado unos minutos antes. Ellas hablaban sin importarles, aparentemente, quién pasaba a su lado. Creo que todos éramos invisibles para ellas.


Un poco más adelante, me he cruzado con un hombre joven, vestido de traje y corbata, con una mochila negra, seguramente cargada de su pc y sus papeles de trabajo, mirando al frente. No he podido evitar imaginarme algunos de sus pensamientos: el primer problema que tiene que afrontar, el informe que terminó ayer a la noche, sus decisiones claves para la semana.


Pasados unos metros me he encontrado con una señora en su segunda primavera, habitual del paseo a esas horas de la mañana. Me ha mirado y me ha sonreído al tiempo que me daba los buenos días. No me conoce ni la conozco, pero he intentado devolverle la sonrisa como si la conociera. Creo que ya ha dejado volar varias certezas, hasta el punto de ir contra corriente: saludar aunque no conozca a quien saluda frente a la actitud general de evitar saludar a quienes conoces. La ausencia de lo que llamamos razón es, en ella y en estos momentos, más bello que todas las certezas. Pasados los días, su imagen es la más firme, la que más permanece de mis ratos de paseo.


Voy recorriendo metros y me cruzo con varios paseantes, no sé si propietarios, paseando al perro, algunos recogiendo las heces recién depositadas, otros dejando que su perro ocupe todo el paseo, que lo atraviese y me impida, con su correa, seguir mi camino, obligándome a meterme en la hierba para no alterar las reflexiones del can. 


Con el paso de los días, algunos encuentros son repetidos y observo cómo las miradas que nos cruzamos van cambiando de intensidad o de intención, quién sabe. No nos hablamos, pero nos reconocemos, somos los habituales del paseo y de la hora. Al final, un parque, con sus caminos, es como un patio de vecindad en el que, en ocasiones, dejamos entrar lo ajeno, lo extraño, pero la mayor parte de lo que vemos y hacemos es cotidiano, repetitivo.


Mi mirada, mientras camino, graba, y las sensaciones se van quedando en alguna parte de mi cerebro. Luego, cuando intento transcribirlas al papel, el resultado es siempre dudoso, siempre menos brillante que lo sentido, más pobre, dejando siempre una sensación de fraude a mis esperanzas, pero no cejo en el empeño.


No sé a dónde quiero llegar, pero quería ejemplificar con esta introducción que, para mí, escribir, al menos desde hace unos años, es una actitud que acompaña a cada cosa que hago, algo en lo que pienso en todo momento.


Cuando empecé esta ocupación de escribir, buscaba la excelencia y me preguntaba si sería capaz de alcanzarla algún día. 


Ahora ya lo tengo claro. No busco la excelencia. Es algo más simple. Solo busco vivir y para vivir necesito escribir, mientras pueda.


Escribir me ayuda a levantarme, a centrarme durante algunas horas en algo concreto, a dejar aparcadas algunas miserias. También me ayuda a salvaguardar recuerdos para poder leerlos cuando la memoria me vaya abandonando, a dejar recuerdos a mis hijos y nietos que a mí me hubiera gustado tener de mis padres o mis abuelos. Me permite, en ocasiones, conseguir un equilibrio -falso, tal vez- entre lo vivido o lo que siento y lo que escribo.


No importa si alguien te lee o no te lee nadie. Si las horas que has dedicado a escribir, las has vivido en plenitud, no puedes pedir más. Si sales de una experiencia de escritura con el cuerpo algo erguido y un poco satisfecho de la tarea, puedes mirarte al espejo con cierta tranquilidad, sin necesidad de volver el rostro para no verte.


Escribir, hoy, es parte de mi vida. Van parejas. Se acompañan como los amantes deseados y odiados. Hay momentos en que la tarea de escribir y yo parecemos uno. Otros, en que no deseo ver un papel en blanco en los días que me restan de vida. Así son las relaciones más queridas.


Espero seguir siendo, en mis escasos logros, fiel a mí mismo y a lo que siento como verdad. Al fin y al cabo solo escribo para mi mismo y para aquellos que pienso me quieren.


Siendo importante lo que callo y me guardo, a estas alturas de la vida, es más vital lo que cuento.


Isidoro Parra

Noviembre de 2023.







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