ENIGMAS. COMEDOR JUANITA

COMEDOR JUANITA

 


Nunca vamos más allá de nosotros mismos.

Lázaro Santana: Algo atávico suyo (Las aves)


Acuarela: José Zamarbide



Llegamos lejos en aquel 1993. 


No se trataba solamente de llegar a Ecuador, cerca de nuestras antípodas.


Una vez allí, había que dejar las calles de la capital para vivir la experiencia de la selva, del Oriente del país, tan desconocido para nosotros como para muchos ecuatorianos.


La ranchera sufría en sus bajos los golpes de las piedras que saltaban a nuestro paso en los caminos pedregosos y secos; el barro pesado que dejaba la lluvia los envolvía como un abrazo. Sobre los asientos, nuestros cuerpos eran golpeados, levantando ayes y lamentos.


Cuando acabamos el descenso hacia los grandes ríos, pasadas varias horas, el cansancio y los botes habían dejado doloridos nuestros huesos. Tal vez por eso, decidimos hacer un alto en el primer parador que encontramos en el camino.


El nombre era atractivo: Comedor Juanita. Evocaba el nombre de cualquier madre de nuestra tierra y los guisos de cazuela que humean a la hora de la comida. No comimos, pero la cerveza estaba fresca.


Fue nuestro primer contacto con el equivalente a un bar de carretera secundaria, rural, de nuestros paisajes.


La puerta brillaba por su ausencia, era un paso abierto a todos los aires.


Las paredes, de madera colonizada por la publicidad, habían recibido numerosos golpazos del agua, salpicaduras de barro y más de una meada de perros.


Era una puerta abierta que nunca podía estar cerrada, no había cómo. No estoy seguro si de ahí debo deducir que era una invitación permanente -que puede que lo fuera- o si, por el contrario, era el reflejo de la escasez de recursos del negocio.


Cercados por pequeñas haciendas de colonos que se ganaban malamente el pan o la chicha de cada día, a pesar de los muchos sudores, recuperamos el encaje de nuestros huesos y el equilibrio de nuestros cuerpos.


Al nivel ya de los ríos, los ruidos del entorno sonaban diferentes. El calor húmedo se pegaba a la piel como un segundo forro.


Ya habíamos llegado lejos, pero éramos un poco más grupo. La lejanía nos daba cuerpo común.


Empezábamos a sentir el contenido de esas palabras de Lázaro Santana: “Nunca vamos más allá de nosotros mismos”.


Y así es, por mucho que corras, por muchos atajos que tomes en la vida, por muy lejos que te lleven tus pasos, siempre acabas encontrándote contigo mismo.


De tus propias certezas no puedes huir.

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