DESAMPAROS Y RESCATES. BARRIO DE LA ESTACIÓN
BARRIO DE LA ESTACIÓN
Acuarela: José Zamarbide
Eran las últimas décadas del siglo XIX. El azúcar era un producto básico en la alimentación y a lo largo del país, se levantaban grandes fábricas de procesamiento de remolacha azucarera.
El pueblo que era bendecido con la instalación de una planta de este tipo se podía sentir tocado por la gracia, la actividad económica ligada a la construcción de las instalaciones, el incremento de empleo, la posibilidad de hacer cultivos vendidos de antemano -eso sí, sin precio asegurado-, el incremento de población y el aumento de la actividad comercial, todo eran motivos para soñar con un bienestar que escaseaba. Había que pillar la oportunidad.
El proceso y los resultados eran más beneficiosos que los relatados en “Bienvenido Mr. Marshall”. A la población elegida, llegaban ingenieros, arquitectos, albañiles, un sin fin de técnicos a los que había que alojar.
Uno de los pueblos elegidos, en Navarra, fue Marcilla.
Allí recaló mi abuelo materno, Florencio, creo que como jefe de obras de la nueva planta.
El movimiento de nuevas mercancías, en grandes volúmenes, hacía necesario planificar la construcción de una parada de ferrocarril a pie de almacenes. En muchos casos, esa localidad pasaba de no tener a tener una estación de ferrocarril que solía estar situada fuera del casco urbano, próxima a las instalaciones de procesamiento de la remolacha.
Muchos de los trabajadores que se empleaban en la construcción de la planta y algunos de los trabajadores de la misma, una vez iniciado el proceso de transformación, se alojaban en casas construidas alrededor de la fábrica.
Esos núcleos pasaban a llamarse, sobre todo por los que no vivían en ellos, el barrio de la estación, el barrio de la azucarera o, más simplemente, las casas de la azucarera.
En una de esas casas, en el año 1909, nació mi madre, la `primera de los cuatro hijos que tuvo mi abuelo con su esposa, mi abuela Felisa.
Allí creció ella, junto a sus dos hermanos y su hermana que llegaron tras ella.
Años más tarde, recuerdo que mi madre, ya separada solo en la distancia de sus padres y hermanos, hablaba en alguna ocasión de su niñez en ese barrio de la estación. No tengo claro si la caricia de esos recuerdos le traía a la memoria los juegos con otros niños de las casas vecinas o le traía las sensaciones de los únicos años que pudo sentirse parte de esa familia, con sus padres y hermanos.
Lo cierto es que, de vez en cuando, le gustaba volver a pasearse por aquellos patios y aquellas fachadas de ladrillo viejo, piedra y paredes encaladas. Aún guardo el recuerdo de alguna ocasión en la que me llevó con ella.
Allí, mirando aquellas paredes, su mente volaba al pasado, necesitaba hacerlo. Era como si acudiera al médico que no podía sanar su herida, pero le ayudaba a limpiarla.
La herida era grande porque sus padres decidieron, cuando tenía solamente seis años, que el resto de su vida, sin ventanas de salida y con propósito de ida sin retorno, continuara bajo la tutela de un hermano de su madre que, con su mujer, no podían engendrar hijos propios.
Y así se rompió su vida en dos mitades, la primera junto a lo que era su hogar natural, corta y siempre añorada, y la segunda mitad, mucho más larga, en la que tuvo que crear sus propios amores y defensas.
Han pasado muchos años y desde hace un par de semanas, una imagen golpea mis pensamientos como si fuera una llamada. Volvía de Madrid en el tren y, al pasar por Marcilla, el tren ralentizó su marcha al pasar por el barrio de la estación. No sé si era una llamada o una provocación, pero surtió el mismo efecto y ahora, aquí estoy, intentando responder a esa llamada y responder a la provocación que, por supuesto, agradezco.
Entre las ramas ya desnudas de los chopos, se dejaban ver las paredes desconchadas de las casas del barrio de la estación y de los muros de la azucarera. Algunos huecos de ventanas, ya sin cristales, aparecían enmarcados en ladrillos rojos, seguramente puestos por mi abuelo o, al menos, colocados bajo su voz de mando.
A media distancia, se elevaban las figuras de dos chimeneas que se elevaban por encima de cualquier otro elemento de esa naturaleza que todavía no había despertado a la primavera. Era la imagen de los testigos que no se rinden, de la presencia necesaria para no olvidar el pasado. Las miraba y me parecía escuchar su mensaje: aquí fuimos, aquí seguimos.
Era la imagen del pasado y de la soledad, pero esa imagen gritaba, me gritaba como si fuera una deuda pendiente de mi historia ineludible, no vivida y descuidada, pero que ahora se hacía presente.
Era también, y sin duda, la imagen de más de un gran desamparo que venía del pasado, el de la propia fábrica y el de mi madre que allí soñó y vivió con su familia y que de allí fue arrancada para dejarla en otras manos.
Así que he vuelto. No he podido quitarme de la cabeza en varias semanas el recuerdo de esas paredes y esa llamada.
Ayer fui con mi coche a visitar el entorno. Dejé el coche aparcado y caminé por la amplia calle del barrio de la azucarera, una avenida bordeada de plataneros todavía desnudos y con dos hileras de casas que, de alguna forma, me recordaron a esos barrios americanos que vemos en las películas con casas precedidas por su pequeño espacio verde en el que podías aparcar tu coche frente a tu propia vivienda. No eran como las casas americanas, pero tenían el encanto de principios de siglo, con un cierto aire de la Italia profunda.
Me paseé también por los galpones abandonados, con algunas paredes llenas de grafittis, las puertas desvencijadas y la hiedra y la maleza apoderándose de lo que ya va muriendo. Me quedé mirando las altas chimeneas que todavía miran arrogantes al horizonte y son lo único vivo de ese entorno -aunque también sea mentira-. Me dejé impregnar por la inevitable melancolía que me traía el recuerdo de mis abuelos, mis tíos, mi madre.
No podía dejar de hacer algunas fotografías, pero un cierto vacío se iba apoderando de mi y decidí dejar aquello y encerrarme en mis pensamientos, camino de mi casa.
En estas horas que han pasado, he repasado los desamparos.
El de la fábrica, visible como una bofetada de realidad, que pone en evidencia la fugacidad de muchos empeños que parecían fuentes de maná. Hoy, son pocas las plantas de procesamiento de remolacha que quedan en España -creo que no son más de tres-. Atrás y, poco a poco, en el olvido, se han ido quedando historias familiares; transformaciones no siempre acertadas ni fructíferas; traslados con consecuencias diversas; paredes con mensajes antiguos de enamorados que se besaron en esos espacios más reservados; juegos de niños que dejaron de serlo hace ya muchos años; el aire que ya circula limpio de los humos de las chimeneas; una época, una forma de vivir y muchas vidas.
Su rescate no puede ser otro que la memoria, una memoria que debería contarlos y no quedarse muda.
El desamparo de mi madre pude vivirlo más. Lo recuerdo en sus palabras cuando hablaba con orgullo de un padre que tenía su voz de mando en esa fábrica, palabras que intentaban tapar el reproche por no haber podido sentir más el abrazo o la simple presencia de ese padre y de esa madre que la sacaron de sus vidas.
Lo recuerdo en sus comentarios que hacía presente, cada día, su deseo de no ser arrancada del todo de las vidas de los suyos; sus viajes -una o dos veces al año- en tren a Luceni, la localidad a la que había sido trasladado su padre con toda su familia con el encargo de construir una nueva planta y donde se quedaron ya para siempre; el ansia que le embargaba antes de esos viajes para reunir alimentos o regalos que llevarles a sus padres y sus hermanos en esos viajes; la rutina de traer a sus sobrinas de Luceni a las fiestas de nuestros pueblo para mantener tensos los hilos, para sostener un derecho de pertenencia a una familia que, sin que ella lo comprendiera del todo, le habían sido robados.
Nadie sabremos los momentos de intenso desamparo que mi madre habría vivido en ese estado de desplazada o apartada.
Ahora no me queda otra alternativa que intentar mandarle este pensamiento que no es otra cosa que un intento de rescate pasado de fecha, pero si es cierto que las personas que se han ido -como ella- siguen viviendo mientras se les recuerda, no tengo dudas de que sabrá que hemos estado en el barrio que amaba, que la hemos imaginado allí y la hemos recordado.
Ojalá estos pensamientos sirvan para algo y la rescaten en la distancia.
Pamplona, marzo de 2025
Isidoro Parra
Como siempre, la sensibilidad de tu escrito, rescata emociones de mis desamparos. Gracias
ResponderEliminarTommy, creo entender que eso nos pasa porque somos bastante iguales. Gozamos y sufrimos con lo mismo. Además, los recuerdos cobran importancia con la edad. Gracias.
ResponderEliminarPerdona, Tommy, y perdona María que era la mensajera real.
ResponderEliminarDonde se busca refugio a un desamparo que ya no está,
ResponderEliminardonde guardamos la llave que nos permite abrazar,
el tiempo con los recuerdos, la vida con lo real,
quizás detrás de esa puerta, que al abrir deja pasar,
los colores que brillaron, hacia el corazón que aún está,
cosiendo en nuevos instantes, el hilo eterno de amar.
Este desamparo me ha tocado algo más.
Saludos Isidoro.
Iñaki, me sorprende esa capacidad tuya de construir un poema en respuesta a otras palabras. Así lo siento, si no es respuesta directa es lo mismo. Me encanta leerte. Deberías prodigarte más. Un lujazo tener lectores y amigos como tú
EliminarY ahora, ?qué decir? Isidoro este recuerdo està tan bien escrito que tengo el corazon partido en dos como si fuera el de tu madre... Sociologia y poesia para contar una historia personal...
ResponderEliminarGracias, Margueritte.
ResponderEliminarSentado sobre la bici estática del gimnasio leo (un poco tarde) tu desamparotu desamparo.
ResponderEliminarA veces necesitamos recurrir a nuestros recuerdos para no sentir que nuestra vida no ha sido vana. Necesitamos curar algunas heridas para que no superen y descubrir algunas raíces para oxigenada. Por eso entiendo tu deseo de volver a tus raíces. Te aliviste ? Si es así fue acertado tu retorno al pasado.
Una brazo de tu amigo Tommy
Hola Tommy. No tengo claro si me he aliviado o no. Es un recuerdo que he escrito pensando más en mi madre que en mí, en lo que supusieron para ella algún que otro desamparo que le llegó sin desearlo ni esperarlo, aunque tengo que reconocer que escribir sobre algo personal siempre recorta la importancia de los hechos que se narran. Gracias.
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